Crónicas partisanas
Marina Castaño y la restauración de izquierdas
No es la retórica pedestre de la viuda de Cela la que marcará el rumbo argumental de las nuevas izquierdas. Pero es un buen botón de muestra de lo que les espera a sus palmeros menos espabilados
Xandru Fernández 23/01/2022
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Tengo tanta fe en la especie humana, y confío tan ciegamente en las elites académicas, que ni en mil años conseguirá nadie convencerme de que a Camilo José Cela le dieron el Nobel por sus virtudes literarias. Soy incapaz de imaginarme a media docena de suecos (o los que sean) paladeando La colmena o Mazurca para dos muertos. El invierno sueco es duro, bien lo supo Descartes, que sucumbió a él, pero no tanto como para creer que un suicidio lento por combustión neuronal sea algo que merezca la pena recomendar a la posteridad. A Cela le dieron el Nobel porque era el único novelista español que en Suecia sonaba posmoderno. Un tío que absorbe una palangana de agua por vía anal. Sobresaliente.
El Nobel de Cela, mucho más que la Expo de Sevilla o Barcelona 92, fue el broche de oro de la restauración felipista, la marca de agua que la Cultura de la Transición necesitaba para henchirse de legitimidad y tratar de tú a tú a los demás invitados al piscolabis europeo. Un señor de derechas, exuberante, ingenioso, desinhibido como un tuno, audaz como suelen serlo los señoritos, que pueden permitirse las mayores vulgaridades y las más sonoras ventosidades porque nadie nunca los confundirá con un plebeyo. Perfecto para hacer de buque insignia de una restauración de izquierdas.
La restauración de izquierdas es el título de un poema de Pasolini (de varios, en realidad). Se describe en él (en ellos) el idilio de la izquierda poscomunista italiana de los años sesenta con un capitalismo desinhibido que barría ideologías y doblaba enterezas morales que parecían de mármol. Idilio que daba por zanjada la lucha de clases con una derrota aplastante de las clases subalternas, pero permitiendo que fuera la izquierda, presunta representante del bando perdedor, la que construyera el relato legitimador de esa derrota. Así también en España, donde el PSOE y sus ministros desmantelaron entre 1982 y 1992 la minería y la industria naval y siderúrgica, destruyendo casi tres millones de empleos, mientras hacían de la contratación temporal el eje de sus reformas laborales, hasta el punto de que un peso pesado del tardofranquismo como Rodolfo Martín Villa pudo decir en 1984: “Suscribo la política económica del Gobierno porque no me parece ni mucho menos de izquierdas”. Podían hacerlo: habían convencido a la mitad de la sociedad española de que lo que caracterizaba a la izquierda y la distinguía de la derecha era la actitud, el estilo, el afán de transgredir. “A quién le importa lo que yo haga” podía ser un himno a la libertad sexual pero también la declaración de intenciones de una patronal a la que no le hacía ninguna gracia que le coartaran su libertad de despedir.
El lenguaje y la conducta estrafalaria de Camilo José Cela encajaban con una época de derroche y exhibicionismo no solo retóricos. La concesión del Nobel en 1989, menos de un año después de la huelga general contra el Plan de Empleo Juvenil del gobierno socialista, le proporcionó una fama internacional de la que carecía hasta entonces, dijera lo que dijera el ABC, pero también lo desactivó hasta cierto punto como legatario de los bienes más fungibles del franquismo, aquellos que ya habían cambiado de manos y patronos en los años setenta (como Alfaguara, la editorial que fundó en 1964 y que acabó gestionando su declarado enemigo Javier Pradera). Las nuevas generaciones tendrían que labrarse un Cela propio, y hubo quien le copió hasta el tiro de los pantalones, sin demasiado éxito hasta el día presente. Pero la sombra del maestro es alargada: justo la semana en que la prensa áulica en bloque se vuelca en cantar las alabanzas de la nueva reforma laboral, esa que tanto tenemos que aplaudir porque la CEOE está convencida de que es lo más de lo más, su viuda, Marina Castaño, ha saltado a la arena con una carta al difunto que bate todas las marcas de vergüenza ajena. No se salva nadie: Zapatero (“que llevó a nuestro país casi hasta el rescate”), las feministas (“niña, niño y niñe”), Umbral (“se murió, por cierto”), el hijo de Cela (“tu pariente cercano”)... Por supuesto, el rey emérito ha tenido que exiliarse porque “su situación la han ido ensombreciendo”. ¿Quiénes? Ni se sabe ni importa demasiado: la carta es un exceso verbal de esos que periódicamente se permiten los portavoces oficiosos de las elites simplemente porque pueden. Son desahogos, pedorretas de dignidad ofendida, últimas voluntades de un gusto palaciego que se ha visto desbordado por una nueva generación de pelotas oficiales que ya veremos en qué acaba. No es la retórica pedestre de Marina Castaño la que marcará el rumbo argumental de la nueva restauración de izquierdas. Pero es un buen botón de muestra de lo que les espera a sus palmeros menos espabilados. También con ellos nos echaremos unas risas, dentro de unos cuantos años. Si sobrevivimos a tanta Reforma, con R mayúscula, como la de Lutero.
Tengo tanta fe en la especie humana, y confío tan ciegamente en las elites académicas, que ni en mil años conseguirá nadie convencerme de que a Camilo José Cela le dieron el Nobel por sus virtudes literarias. Soy incapaz de imaginarme a media docena de suecos (o los que sean) paladeando La colmena o...
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Xandru Fernández
Es profesor y escritor.
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