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Estamos ante un momento crucial. Después de un #MeToo que, como ha señalado Pablo Caldera en otro artículo de CTXT, “también es un movimiento estético (…) modifica nuestra relación con los artefactos culturales preexistentes”, tenemos la oportunidad real de rediseñar un canon –en este caso, cinematográfico– más ajustado a la propia definición de canon: una lista de aquellos autores que han conjugado sublimidad y naturaleza representativa; belleza y extrañeza.
Un canon que automáticamente ha dejado fuera las obras realizadas por una parte de la población no puede ser riguroso ni completo. La continuidad e insistencia de los conservadores en los valores morales que estuvieron detrás de esta exclusión es la que ahora intenta resistirse a la revisión crítica. Sin embargo, ¿significa esto que todo el canon esté mal? Evidentemente, no. Basta con añadir al juicio las cuestiones que el pensamiento y la crítica –y el #MeToo no es algo ajeno a esto– han demostrado ser relevantes.
Pero antes habrá que interrogar al propio canon: ¿Y si esta hipótesis es errónea y no ha habido atropellos? ¿Qué es lo que hay que corregir? El propósito de este artículo y los siguientes será analizar cómo fue construido el canon del cine español y, si se detectasen perjuicios –ya adelanto que los hay–, enmendarlos de la mejor forma posible: demostrando por qué son obras excelentes. Finalmente, debo aclarar que este examen se llevará a cabo desde un punto de vista muy claro: ¿qué películas realizadas por mujeres –y, por tanto, ignoradas en la historia del cine español– merecen formar parte de dicho canon?
Rosario Pi Brujas (1899-1967)
De haberse parado a analizar El gato montés (1935), Gubern habría descubierto que lo que la directora propuso fue una revolución
En la Historia del cine español (Gubern, Monterde, Pérez Perucha, Riambau, Torreiro; publicado en la colección Signo e Imagen de Cátedra), el libro más brillante y completo existente sobre el asunto, tan solo se le dedica un párrafo a Rosario Pi. Lo hace Román Gubern en el capítulo dedicado al cine sonoro (1930-1939). Podría alegarse en su defensa que no es un libro propenso a adentrarse en cuestiones estéticas. Sin embargo, y por comparar con esa misma época, sí que se detiene varias páginas en algunas de las películas producidas por Filmófono (donde trabajaba Buñuel). El motivo: “Sus llamativas recurrencias temáticas”.
De haberse parado a analizar El gato montés (1935), primera película dirigida por Rosario Pi (y única suya que se conserva), Gubern habría descubierto que lo que la directora propuso fue una revolución total. Pero, por lo que sea, es una película ignorada durante casi cien años. No se trata de situar a Gubern en el centro de la diana. El problema está en que ese libro se ha convertido –no con pocos méritos– en manual para las universidades y, por tanto, en referencia a la hora de elaborar lo que conocemos como canon del cine español, de lo que debe verse y lo que es prescindible.
Resulta llamativo que Rosario Pi escogiese el género de la españolada para hacer la que realmente es la primera película feminista del cine español
El gato montés es la historia de Juanillo, un gitano que, tras pasar por la cárcel y ver cómo su mujer, Soleá, lo abandona por un torero, se convierte en bandolero para recuperarla. Al menos, ese es el argumento de la zarzuela original de Manuel Penella, porque lo que Pi hizo fue darle la vuelta como un calcetín: lo que en Penella era una historia androcéntrica, Pi lo convierte en una tragedia ginocéntrica. Para ello, se valió de la única arma que tenía para hacerlo (cualquier tratamiento explícito habría sido inaceptable en la época): la retórica cinematográfica. Y no nos equivoquemos, valerse únicamente de la gramática fílmica y de las posibilidades narrativas para otorgar profundidad al relato requiere mucho más esmero, conocimiento y talento que allá donde se fía todo a la escritura rápida de lo evidente.
El lugar donde se coloca la cámara no es el mismo para ilustrar una historia de un bandolero desgraciado por una mujer, que para contar la emancipación de la mujer a raíz de una historia de bandoleros. Y es en esta originalidad a la hora de representar la naturaleza humana, de evocar imágenes que no son unívocas, de ampliar los horizontes del pensamiento, donde todo se vuelve oscuro y difícil para el creador que se enfrenta al reto.
Por otro lado, resulta tan llamativo como acertado que Rosario Pi escogiese el género de la españolada para hacer la que realmente es la primera película feminista del cine español (cuarenta años antes de ¡Vamos, Bárbara!, de Cecilia Bartolomé, considerada la primera por los historiadores). Es llamativo porque la españolada como género podría parecer casi infranqueable: la visión de España como país subdesarrollado, de gitanos viscerales, toreros, bandoleros, mujeres sometidas y curas paternalistas; flamencos, zarzuelas, Cruz de mayo y demás fiestas santas, estaba tan arraigada que se había vuelto ADN. ¿Qué espacio deja a variaciones un universo tan cerrado?
El reto de Pi era mayúsculo y acertado. Para que una determinada visión del mundo desaparezca tiene que haber existido antes. Por eso, Pi maniobra la subversión de la españolada sobre el propio material. Para que nos entendamos: Pi hizo un blockbuster para asesinar al blockbuster; llevó a las salas al espectador que se veía reflejado en una determinada manera de ser español –y de ser hombre y mujer– para mostrarle las incoherencias de esa cognición.
La primera grieta que Pi encuentra en la españolada es a través de la metáfora, siempre eficaz a la hora de proponer nuevas posibilidades para el lenguaje. En una escena de la pareja Soleá-Juanillo siendo aún niños, ella le implora que libere a un pájaro. Para conseguir la libertad, a cambio tiene que darle un beso. Esa será la última vez que veremos a Soleá antes de ser adulta: todo lo que vendrá a continuación es la lucha del personaje por romper ese statu quo. A diferencia de Lolita de Kubrick, o de Morena Clara, la gran película de Florián Rey contemporánea a El gato montés, o de la leyenda también gitana de María de la O, Soleá no va de mano en mano. Por el contrario, rechaza el esquema según el cual su atractivo físico es la única arma de que dispone para mejorar sus condiciones materiales de existencia.
Rosario Pi desmonta el arquetipo de la femme fatale y evidencia uno nuevo que podríamos llamar la masculinité fatale
El resto de mujeres de la película muestran la misma determinación e independencia. Ocurre cuando, durante una corrida, a una espectadora le están tocando el culo y no necesita de ningún hombre para poner las cosas en su sitio. Y también hacia mitad de la película, cuando Soleá se defiende de un acosador de bar: “En mi cuerpo no manda naide”, le dice. Por eso lo que ocurre a continuación, cuando su novio Juanillo acuchilla al acosador, es una acción deslegitimada. Al matarlo, acudiendo en ayuda de Dios sabe quién, lo único que está defendiendo es su hombría. Rosario Pi desmonta el arquetipo de la femme fatale y evidencia uno nuevo que podríamos llamar la masculinité fatale: son las supuestas obligaciones que la masculinidad impone a Juanillo las que decretan su tragedia.
La masculinité fatale no solo condena a Juanillo, también a Soleá. Y para mostrar esto es donde, de nuevo, sale a relucir todo el talento de Rosario Pi como cineasta. Lo hace poniendo en relación dos momentos de encierro y angustia a través de la repetición del mismo movimiento de cámara: un travelling en avance que cruza unas rejas. Primero hasta Juanillo, en la cárcel (Imagen 1); después hasta Soleá, en la casa del torero donde tiene que vivir para no acabar en prisión (I. 2). Esta isotopía del encierro, subrayada por Pi con la escritura de la cámara, tiene una misma causa: el asesinato injustificado perpetrado por el hombre.
Mujer como sujeto de deseo
Además, Rosario Pi no solo construye un personaje femenino al que se le permite desear, sino que distribuye el peso de la narración y filma de tal manera que lleva al espectador a empatizar con su causa. Esto nos lleva a la segunda estrategia de Pi para deshacer la españolada: lo que Henry James llamaba personaje reflector. La historia se refleja en el personaje femenino de Soleá y no en el masculino de Juanillo. A diferencia de la opereta de Penella, el único protagonismo que se concede a Juanillo en la película es el del título. Hay un gato montés, sí, pero no es él sino ella. En el argumento Juanillo es el bandolero, pero en la trama –que es como un relato refleja la historia y, si atendemos únicamente al texto, donde están las claves de lo que se quiere contar– Soleá es la que aparece repetidamente aislada en el centro del encuadre (I. 3).
La decisión de sostener el relato alrededor de la figura central de Soleá tiene más importancia si tenemos en cuenta las dos claves genéricas de la españolada que se mantienen inalteradas: las figuras del bandolero y del torero. Arquetipos de una España reconocible en el imaginario colectivo durante siglos, la invariabilidad de estos elementos pone de manifiesto lo insólito del elemento modificado. Como el foquista del teatro, Pi hace que percibamos la realidad como la percibe Soleá. Ya no es la historia de un bandolero y un torero que se pelean por la misma mujer, sino la de una mujer que decide (¡sí, decide!) no estar con ninguno de los dos.
Y he aquí el gran motín de Pi con respecto a la tradición artística precedente. Al final, la muerte del torero ocurre, pero no tiene lugar. Muere, pero nosotros percibimos la tragedia a través de Soleá: como corresponde a un punto de vista coherente con su planificación. Y cuántas veces hemos visto, en directores más perezosos y canonizados, que se abandona el punto de vista por las complejidades que implica mantenerlo hasta sus últimas consecuencias…
La muerte que sí tiene lugar es la de Soleá. No obstante, es una defunción simbólica: un exilio voluntario del relato. El único final posible a su decisión de no formar parte del universo del torero ni del bandolero, únicas dos opciones que le ofrece el marco histórico. A diferencia de Carmen de Mérimée (y de esa versión tan enfermamente machista de Saura), el personaje no muere por castigo sino por renuncia a formar parte de algo injusto.
Y digo muerte simbólica porque su figura sin vida no deja de tener un rol activo en la trama. El cuerpo de Soleá sigue situado en el centro del plano como prueba última de su malestar. Alet Valero da en el clavo al establecer paralelismos compositivos entre esta imagen y la obra Atala llevada a la sepultura, de Girodet-Trioson (I. 4-5). Igual que en la pintura, la iluminación y disposición de los elementos privilegia el protagonismo de Soleá con respecto a Juanillo y al cadáver del torero, que es ignorado de la manera más feroz que se puede en cine: no mostrándolo.
Por tanto, Rosario Pi sortea lo que Harold Bloom llamó “angustia de las influencias”; es decir, se aparta de la tradición anterior lo suficiente como para resultar verdaderamente original. Que no suponga esto un malentendido. En Pi está presente, por ejemplo, el expresionismo alemán desde Murnau hasta Joe May (¡esa fantástica elipsis con los pies de los niños que tanto recuerda a la de Retorno al hogar!). Pero Pi los mezcla con precursores españoles (en su caso, la tradición del wéstern andaluz) lo suficiente para que no resulte un remedo sino una reescritura de lo propuesto por sus maestros.
Además, ella también ha sido influencia relevante. Buñuel, por ejemplo, diseñó el final de Abismos de pasióna imagen y semejanza de El gato montés (I. 6-7). Algo que, por cierto, Gubern sí se encargó de señalar. Porque esa es la realidad: Pi solo mereció atención o bien como curiosidad histórica (cuando se pensaba que había sido la primera mujer en dirigir una película sonora en España), o bien porque Buñuel la validó al copiar una planificación suya. En ambos casos, la inclusión de ese único párrafo dedicado a Pi en la Historia del cine español sí responde a una condescendencia que oculta algo más importante: sus logros estéticos.
En definitiva, Rosario Pi alcanzó con su Gato montés una originalidad significativa dentro de las primeras décadas del cine español, esas que abarcan desde el mundo hasta la dictadura. Su imaginación y rebeldía abrieron nuevos caminos a la industria: de haber vivido hoy, seguramente sería una gran showrunner, y por eso merece ser nuestra primera directora por reivindicar. Si este nuevo canon que aquí proponemos intenta responder a la pregunta de ¿qué películas realizadas por mujeres en España –esto es, ignoradas por la Historia– debe intentar ver el individuo que todavía desea ver cine en este momento?, entonces debemos afirmar que El gato montés, de Rosario Pi, sin duda merece estar en esa lista.
Estamos ante un momento crucial. Después de un #MeToo que, como ha señalado Pablo Caldera en otro artículo de CTXT, “también es un movimiento estético (…) modifica nuestra relación con los...
Autor >
Carlos Lara
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