PABLO MESSIEZ / DIRECTOR DE ESCENA
“El mercado marca la diferencia entre danza, teatro y música”
Pablo Caldera 21/02/2022
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Pablo Messiez.
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En el pasado Festival de Otoño, copado por la danza solemne y magnificada de Dimitris Papaioannou o Peeping Tom, Pablo Messiez (Buenos Aires, 1974) estrenó Cuerpo de baile, una pieza minimalista para cuatro intérpretes (Lucas Condró, Claudia Faci, Poliana Lima y José Juan Rodríguez) en la que prima la sensación sobre el significado: solo hay palabras en “lenguas extranjeras” y silabeos o balbuceos que recuerdan, indudablemente, a Samuel Beckett. Nos reunimos en Madrid para hacer un repaso al teatro pospandémico y hablar de este y otros proyectos futuros. A finales de marzo viajará a Sevilla para estrenar en el Teatro Central.
¿Qué hay de los trazos de la pandemia en Cuerpo de baile?
Mucho. El proyecto tuvo que ver con sentir que nos estaba pasando algo atroz que afectaba directamente a la escena, y personalmente yo no podía pensar en volver al teatro como si no hubiera pasado nada, aunque estaba ya con otro proyecto, pero sentía que necesitaba volver a empezar, volver a pensar qué tenía sentido de la escena tras su “prohibición” y su “intervención”, tras tanto tiempo sin público. Siendo cuerpo y mirada los elementos básicos para poder hablar de “escena”, he querido establecer el reencuentro desde ahí. Tras una separación por un acto violento hay que reencontrarse y volver a mirarse y ver qué tenía sentido antes y qué no. Ahí empezó a salir en los ensayos la idea del aire, de la respiración, del contagio, de la sugestión… Lo primero que quería hacer era mostrar a gente gritando, sentí que había que volver a Artaud y pasar por eso antes de volver a nada. No hay casi palabras porque sentía que teníamos que hacernos cargo de lo que había pasado y volviendo de a poco, balbuceando, o con palabras de otros. Aunque más cerca del estreno sí que empecé a escribir más escenitas, que sirven como nexo, pero creo que los necesitaba yo más que la obra.
El teatro, en occidente, al separar música y danza, ha ido generando una relación con el público horrorosa, de gran pasividad
El teatro es, ante todo, entonces, escena. Ha dirigido conciertos, zarzuelas, obras escritas por usted y por otros… pero el nexo común es ese.
Sí, lo que llaman “artes vivas”, que en inglés suena bien pero que en español es raro, como en oposición a las artes muertas. Es el mercado el que define géneros para vender: danza, teatro, música… pero el soporte expresivo es el mismo. Hoy mismo vengo de dar un taller y hablábamos justo de eso, de que actuar para cine y teatro no tiene nada, nada que ver. Lo que define la actividad son sus medios de producción y las cosas que hacen falta para que sucedan: lo importante no es que cantes, bailes o actúes en la escena, sino que estás en la escena. El teatro, en occidente, al separar música y danza, ha ido generando una relación con el público horrorosa, de gran pasividad. Siempre digo que me da mucha envidia cómo la gente va a los conciertos, y con esto no me refiero a que me interesa el movimiento del cuerpo del público, sino la actividad del pensamiento, y entendiendo que la obra solo tiene sentido si se lo da quien mira. Pensar la obra como algo resuelto, desde la representación, es pensarla desde el equipo, y eso es un error. La cosa empieza cuando llega la gente, aunque suene muy obvio. Habrá que tener en cuenta ese lugar fundante de la necesidad del público para que la cosa exista.
Cuerpo de baile es una obra muy beckettiana: el silabeo, el balbuceo, la unidad mínima de sentido… ¿Cómo afronta la relación entre palabra y gesto, tanto aquí como en Los días felices, obra de Beckett que llevó al Centro Dramático Nacional en 2020?
Beckett, que es muy sabio, escribe para el cuerpo. Al principio uno lo lee y dice “déjame en paz, quiero hacer mi versión”, pero luego entiendes que él sabía que el teatro es, antes que nada, cuerpo. El trabajo con Beckett fue para mí revelador, porque era entrar con devoción a un rito que contradecía mis ideas acerca del teatro. Cada vez que trabajo en una obra dejo que el cuerpo sea el resultado del intérprete con la palabra, y allí ya estaba todo escrito. Entender lo que Beckett escribió y pasarlo por el cuerpo me hizo descubrir que hay varias vías de entrada a lo mismo, y problematizar las diferentes formas de entrar al ensayo y la escena. Por ejemplo, yo nunca hago trabajo de mesa y aquí fue inevitable hacerlo, estaba continuamente contradiciendo mis ideas y fue alucinante.
Thomas Ostermeier cuenta que a los 30 uno solo quiere adaptar a Brecht y a los 50 a Beckett, ¿sentía la pulsión de llegar a él hace tiempo?
Desde luego. Yo empecé a hacer teatro por Beckett. Con 16 años, la primera vez que me metí a actuar, hice escenas de Esperando a Godot. Llevaba tiempo esperándolo, y hacer Los días felices fue la posibilidad de reencontrarme con su obra. Leer en orden la obra de Beckett es una clase de dramaturgia, porque se percibe una búsqueda de la precisión clara y sostenida sin desvíos. En la primera obra en la que trabajé con Fernanda Orazi nos decíamos “cuando seamos mayores haremos Los días felices”. Justo en 2019 leí un libro de entrevistas y ahí me enteré de que él había escrito la obra para Jill Esmond y ella no pudo hacerlo porque estaba embarazada. Así que el personaje que describe como personaje de mediana edad estaba pensado para alguien joven. Al enterarme llamé a Fernanda y le dije “¡ya estamos en la edad de hacerlo! Incluso nos hemos pasado”. Y los ensayos fueron maravillosos.
Ahí cuidó muchísimo los gestos.
Lo que más me interesa del teatro es la relación, y el poder entregarse totalmente a ello. Beckett da mucho pie a ello, no confundía literatura con teatro y cada obra está contada desde el espacio. Siempre procuro que la relación con la obra sea entenderla como autónoma, y no llenarme con información, pero en este caso, a lo mejor por fan, sí que me leí de todo.
La relación con los objetos estaba muy presente en Los días felices, pero también en Cuerpo de baile, con la activación manual del espacio sonoro. ¿Pensaba la música como autónoma al cuerpo?
Fue un poco a ciegas, por impulsos. Mira, el origen de Cuerpo de baile son los Cuatro cuartetos de Eliot, al principio me interesaba mucho la cuestión del tiempo y quería cuatro cuerpos que encarnaban esos textos y que tuviera que ver con la danza. Luego el texto de Eliot dejó de resonar, y sentí que tampoco quería trocearlo, y leyendo cosas de él y de la escritura de los Cuartetos leí que él estaba muy interesado entonces en la obra tardía de Beethoven, así que llevé a los ensayos el cuarteto de cuerda opus 132, que me parece que tiene algo muy potente, también por la duración (20 minutos), y luego leí que es una obra que compuso él después de recuperarse de una enfermedad mortal como canto de agradecimiento. Son cinco partes y tiene estas tres partes que van generando variaciones y partes “con una fuerza renovada” que son las que meto en la obra. Trabajamos con los Cuatro cuartetos grabados con la voz de Eliot, bailando su palabra, pero el texto desapareció y apareció enseguida la cosa del aire, de ver lo que pasaba al respirar en el cuerpo. Y un día de vacaciones en Fuerteventura escucho la canción Copo Vazio en un disco de Gilberto Gil, y pensé “esto es, esto es lo que quiero transmitir”. Así que la construcción fue muy impulsiva; otro día caminando por la calle me encontré el cuadro de Degas que aparece en una esquina del escenario, y justo estaba leyendo muchas cosas de Cage y Bacon sobre el azar como compañero de trabajo, de soltar la voluntad de control y dejar de hacer obras para “decir cosas” y dejarse hablar por los materiales con los que te vas cruzando. El despliegue de material fue muy heterogéneo, lo primero que vi era que había claramente cinco partes, e intenté que el azar eligiera el orden de las partes, tirando al aire los títulos escritos en un papel, pero al final eso lo utilicé más como algo que cuestionara mis propias decisiones más que algo definitivo.
El teatro es claramente la posibilidad de lo extra-cotidiano
Ya que habla del azar, ¿qué piensa de lo convencional?
Por lo pronto, el teatro es claramente la posibilidad de lo extra-cotidiano. Esto se vio mucho en la cuarentena, cuando empezamos a consumir ficciones a lo loco y la cuota de entretenimiento estaba totalmente satisfecha o saturada por las pantallas. Que haya habido un deseo de teatro deja claro que el teatro no es necesariamente entretenimiento, y tal y como lo tiene capturado el mercado como “lugar al que uno va a entretenerse” supone dejar de lado su primera función, lo que le da la especificidad al teatro, que es la cuestión de la copresencia en un espacio. Esas ficciones que hacen de ese espacio en donde podría suceder cualquier cosa un uso idéntico al de cualquier ficción realista de la tele reducen la especificidad del medio, es como utilizar un libro como posavasos. Con respecto a lo convencional, es cierto que el teatro trabaja con convenciones, pero lo que a mí me interesa es intentar entender cuál es su materia principal, y de acuerdo con lo que respondamos, poner en foco eso y que eso sea lo que organice, y ahora mismo creo que es la copresencia, aunque puede que en unos años sea otra cosa. Antes lo pensaba todo a partir del tiempo, pero con la supresión del espacio escénico por la pandemia yo sentía un cierto desencanto, y me he dado cuenta de que realmente el medio manda, y que hay que honrar al medio que uno elige, porque le estás dedicando muchas horas de vida; cuanto más plena sea la relación, más potente será esa tercera cosa que aparezca.
Hay una tendencia muy fuerte en el teatro contemporáneo que es la de la proyección de imágenes, o incluso el trabajo con la imagen en directo. Usted no acostumbra a hacerlo. ¿Es una elección política?
Es una elección, sí, porque la imagen genera una competencia rara con la escena, como en la Medea de Simon Stone. Yo solo he utilizado imágenes en La verbena de la paloma, y eso me dio la posibilidad de poner capas, de darle sentido a los espacios, pero fue una cosa contextual.
Por otra parte, Todo el tiempo del mundo se “adaptó” a la televisión en Escenario 0 de HBO.
Sí, y Carlos Marqués-Marcet y yo lo trabajamos juntos, incluso la puesta en escena.
En cuanto al proceso de escritura, empezó a publicar mucho después de hacer teatro y tan solo El texto infinito no ha sido representado.
Bueno, ese libro tiene su origen en mi retorno al psicoanálisis, que lo retomé en Madrid después de muchos años, y se relaciona con escribir por el hecho de escribir, pero luego el texto fue generando una especie de demanda, y es un texto que sigue creciendo, que no doy por cerrado nunca. Para mí estuvo buenísimo tener ese vínculo con la escritura que no fuera pensada como escena. En cuanto a la publicación, no sé si tiene mucho sentido como proyecto continuado, es un poco grandilocuente, porque es casi como un diario. Es un texto que me generó un goce particular en el trabajo con las palabras y con el ritmo, que está presente en la obra nueva que estoy escribiendo.
Cuando escribe una obra, ¿piensa en el espacio o concibe el texto como algo totalmente autónomo?
No, no pienso en el espacio, y el texto es un material más. Yo te diría que soy director, no autor, aunque me gusta escribir, los textos que escribo son para dirigirlos. Cuando las escribo lo hago como si estuviera ya ensayando.
La obra es una pregunta sobre los mecanismos de la creencia y qué posibilita que las haya
¿Llegó a la escritura después de la dirección?
Sí, mucho después, cuando estaba ya en Madrid. Solo había escrito una versión de Frankie y la boda de Carson McCullers, pero haciendo pasar la obra como intertexto porque no me dejaron comprar los derechos, y esa fue mi primera obra escrita, una especie de argentinada que se llamó Antes. Cuando llegué a Madrid empecé a escribir únicamente para tener obras que hacer. En la adolescencia me encantaba leer teatro, pero ahora soy bastante mal lector de este tipo de textos. En cambio, me obsesiona el problema de la transposición. Al llegar a Madrid me crucé con Marianela de Galdós y de allí nació Los ojos, quizás la primera obra mía que todavía me gusta. Hasta entonces confundía los textos como testimonios, y al final accedí a publicar mi obra escrita, pero bajo el título Las palabras de las obras, como una vía de separación de la obra acabada, porque lo que más me interesa, y con lo que más disfruto, es con la dirección. Además, el nivel de exposición es menor, porque vivo la dirección como una entrega a otro. Montar obras propias sí que me genera más angustia, y no siempre tengo el estado de ánimo como para ponerme ese traje.
¿Hace veinticinco años se hubiera definido como actor?
Sí, desde luego. La primera vez que dirigí tenía treinta y dos años, y empecé a actuar a los dieciocho.
Pero lo ha dejado.
Bueno, hace poco hice una sustitución en Las canciones y me pasó que antes de actuar me parecía un infierno y después estaba en el cielo. Cuando estaba en el instituto y estudiaba interpretación no sé por qué tuve que dirigir una escena y la profesora me dijo “pero vos sos mucho mejor director que actor”, y ese comentario me sentó fatal.
Estuve en un ensayo abierto de su nueva obra, La voluntad de creer, que hizo en El Pozo. En ese ensayo partía de Ramón Massats y de Ordet, ¿cómo va el proyecto?
Estoy muy contento de haber hecho ensayos abiertos, me gustaría hacerlo mucho más: abrir un espacio, que la gente llegue, y luego que la obra vaya llegando a un sitio que nunca se considere definitivo. Ese ensayo al que fuiste puso en crisis muchas cuestiones, aunque para bien. El elenco estaba muy dispuesto a probar cosas frente al público, pero luego pensábamos “¿en qué lugar quieres poner a la gente, en el lugar de los que vienen a ver lo bien que lo haces o en el de una mirada que te da sentido?”. Y luego hay cosas de los ensayos que no tiene mucho sentido hacerlas delante del público, claro, aunque sí me gustaría que siempre estuviera presente en el proceso, también para quitarle ese halo de romanticismo al artista. Te quita la tontería.
La responsabilidad que hay en la mirada, en el sentido de que formar parte de un sitio es estar en relación, y esa relación siempre es alterable
La obra es una pregunta sobre los mecanismos de la creencia y qué posibilita que haya creencias. Empezamos a trabajar con unas escenas de Ordet, me encanta la precisión extrema en los cuerpos del cine de Dreyer, que al final te interpela de un modo tan directo y emocional, esa película es el ejemplo del verosímil tenso que no se quiebra. Pero cuando probamos la escena de la resurrección, nos salió una cosa muy graciosa, tanto que yo pensé “estamos forzando a Dreyer y nos ha salido Berlanga”. De repente se cruzó El desencanto de Jaime Chávarri y eso ha habilitado una actuación súper opinada, muy expresiva pero muy verosímil. Ese material que llevo a los ensayos acaba teniendo mucho impacto sobre la obra. Al final, va a ser una obra en la que se hable mucho, contada en tiempo futuro.
Para acabar, una pregunta muy amplia: ¿cuál es la relación del teatro con lo que se entienda como “realidad”?
Para empezar, es una posibilidad de pensarla y de pensarnos. Eso es en gran medida lo que me interesa del teatro. Es una especie de laboratorio o espacio en donde recordamos el poder de la palabra como constructora de realidades, como herramienta para cambiar cosas. Y también la responsabilidad que hay en la mirada, en el sentido de que formar parte de un sitio es estar en relación, y esa relación siempre es alterable: el lugar que tenemos no es un lugar fijo, e ir al teatro nos recuerda eso, que nuestra mirada construye, que las cosas no están dadas.
En el pasado Festival de Otoño, copado por la danza solemne y magnificada de Dimitris Papaioannou o Peeping Tom, Pablo Messiez (Buenos Aires, 1974) estrenó Cuerpo de baile, una pieza minimalista para cuatro intérpretes (Lucas Condró, Claudia Faci, Poliana Lima y José Juan Rodríguez) en la que prima la...
Autor >
Pablo Caldera
Pablo Caldera (Madrid, 1997) es graduado en filosofía e investigador en epistemología y cine en la Universidad Autónoma de Madrid. 'El fracaso de lo bello' (La Caja Books, 2021) es su primer libro.
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