En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Mi hijo, de apenas unos meses, estaba en la trona, y yo, a su lado, comía un huevo frito. En eso, mojé en la yema del huevo un trozo minúsculo de pan, y se lo di. Nada más introducirlo en su boca me miró con una mirada de inteligencia que nunca había visto. Luego, miró al vacío y emitió un sonido. “Mmmmmmm”. Fue un “mmmmmmm” larguísimo. Descomunal. Sin final. Cómico. De hecho, me reí.
Somos fósiles vivos. Como fósiles, transportamos información sobre nosotros. Los primeros cazadores-recolectores, independientemente de su especie, transportan en su dentadura información sobre su hambre. Varias semanas al año en las que se comía poco o nada. Es posible que aquellos cazadores-recolectores no supieran que transportaran ese mensaje. Que no les importara. Que no fueran conscientes de su hambre, o que la vieran como una situación normal, una etapa de escasez periódica en un ciclo. Nosotros, como ellos, no sabemos lo que transportamos en nuestros dientes o en nuestras manos. Pueden ser mensajes trágicos o sorprendentes. Pero ya no son nuestros. Pertenecerán a quien los encuentre. A quién nos vea como una botella provista de un mensaje y la abra. Estar en contacto con un bebé en crecimiento te permite, durante un periodo de tiempo, esa experiencia de abrir una botella sellada, y acceder a algunos de esos fósiles inauditos. Aparecen en forma de primeras veces. Y, cuando lo hacen, son extraordinarios. Explican que somos relativamente iguales. Y relativamente magníficos. Recuerdo, así, aquel día del huevo frito como el acceso imprevisto y único al fósil del placer. Un fósil que, al ser desvelado, nos obligaba a decir “mmmmmm”. “Mmmmmmm”, sin ser una palabra, resultaba, de pronto, la palabra más antigua del mundo. Y la que le daba sentido, o un mayor sentido, o un sentido más antiguo, por tanto.
La imagen del fósil de un niño diminuto accediendo al placer me ha acompañado desde entonces. Esa experiencia, con el paso del tiempo, se ha convertido para mí en un fósil, por sí sola. Y, como sucede con los fósiles, lo he estudiado, lo que me ha permitido, por tanto, estudiar con cierta frialdad el placer, esa substancia que, cuando acaece, impide y destierra cualquier otra meditación que no sea ella misma. Creo que la clave del fósil del placer, lo que explica, está, precisamente, en el sonido de la primera vez que se produce. Ese “mmmmmm” larguísimo y universal. Un sonido más duradero que la unidad de un llanto. Es tan original en su duración, en el tiempo que invierte, que nos explica algo a través, precisamente, de ese desprecio del tiempo, poco convencional. No nos explica que el placer es otra forma de medir el tiempo. Nos explica su desprecio. El placer desprecia al tiempo. Es, sencillamente, y he ahí el milagro, otra forma en la que el tiempo transcurre.
El placer es el límite del tiempo. A escasos segundos o centímetros del placer, el tiempo no transcurre. El placer produce el momento en el que no transportamos nada, y nuestros dientes carecen de los dibujos del hambre, pues el hambre, la sed, el frío o el trabajo transcurren en el tiempo, no en ese reloj que, con todas sus fuerzas, se niega a avanzar, y que es el placer. Elemento incomprensible, el placer es donde tuvo que nacer y crecer la inteligencia, ese intento por comprender. O, lo que es peor: para acabar con nuestra inteligencia, forzosamente se tuvo que aniquilar antes, por años, nuestro placer. Lo ves en las calles o en las habitaciones, donde no transcurre el placer, sino algo que precisa tiempo, y cuyo único sentido es gastarlo.
Mi hijo, de apenas unos meses, estaba en la trona, y yo, a su lado, comía un huevo frito. En eso, mojé en la yema del huevo un trozo minúsculo de pan, y se lo di. Nada más introducirlo en su boca me miró con una mirada de inteligencia que nunca había visto. Luego, miró al vacío y emitió un sonido....
Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí