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El 12 de junio de 1974 se produjo un fenómeno espectacular en el cielo. Tenía que ser una fecha inaudita e inolvidable. Pero fue olvidada. Absolutamente. Al punto que me ha costado mucho encontrarla en una hemeroteca. Ahora sé que esa noche fue en junio, y que todos sentíamos la felicidad del calor en nuestras espaldas. Recuerdo que estábamos cenando, y que un vecino llamó a la puerta. Pálido, nos apremió a salir con urgencia. Había pasado algo nunca visto, dijo. Salimos todos, pues aún vivíamos todos. En la calle nos encontramos a los vecinos, mirando al cielo. Recordarlos es dar vida a un número grande de cadáveres que ahora vuelve a vivir todo aquello. En mi recuerdo, todos me sonríen, me acarician la cabeza y me tranquilizan con el tacto y la mirada. Fuimos los últimos en reunirnos con ellos en el extremo de la calle, junto a la vía del tren. Desde ahí no se veía mejor, o peor, el cielo. Simplemente era el punto más lejano de la Tierra. El tren, ese acceso al viaje y a la huida. Todo el mundo estaba en silencio, contemplando el firmamento. No era el cielo habitual. Era absolutamente bello y siniestro. Donde tenía que haber estrellas, había una pintura fantástica y caótica. El cielo era del negro que quiere ser azul, sí, y estaba bordado de estrellas, como siempre. Pero parte de ellas las tapaban pinceladas desordenadas e incalculables de colores vivos, como si un dios loco y joven y nuevo hubiera pintado el cielo de la mejor calidad del rojo, azul, verde y violeta. Era impresionante. Nuestros padres solo abandonaban el silencio y la contemplación para hablar de otros cielos extraños y vividos. Del cielo de cuando todos ellos eran pequeños y, en la misma calle, veían los fogonazos, el martilleo eléctrico, de un bombardeo próximo, en la Gran Ciudad. Pero aquello era diferente a lo que veíamos ahora. Era otro dios. Algún vecino también recordó otra situación parecida. El cielo del Sputnik, cuando todos los vecinos también salieron a la calle a ver las estrellas, y no el satélite del que hablaba la BBC. Esos recuerdos del cielo eran, no obstante, discretos y explicables, comparados con lo que veíamos ahora. Las mujeres hablaban entre ellas, con una cadencia que nunca había escuchado. Con el menor ruido posible se confesaban el miedo. Los hombres también hablaban poco, sin confesar miedo más allá de su tono. Conocedores de las máquinas, alguno habló de una explosión nuclear. Yo estaba cogido a la mano de mi madre. Sabía que mi madre conocía al dios del Antiguo Testamento, era quien nos protegía de él, y le pregunté si todo esto que vivíamos era el fin del mundo. Mi madre, que había hablado del miedo con una vecina hacía escasos segundos, me sonrió, y me dijo que disfrutara, que todo aquello era bonito. Y lo era, en verdad. Lo que veíamos era una singularidad, una sola vez en la vida, dijo –conocía, en efecto, al dios del Antiguo Testamento. Me recuerdo copado por el miedo y reconfortado por la serenidad de los adultos. Era un miedo nuevo, profundo, sereno, ante lo incomprensible, que te hacía sentir que nunca habías sido tanto y tan intensamente solo tú. Más pronto que tarde, todo el mundo dio por agotada la situación. Volvimos a nuestras casas. Al día siguiente el Gran Periódico informaba que lo que habíamos visto era la explosión de un satélite meteorológico francés. Todo el mundo se dio por satisfecho. Se podía mentir sobre la tierra, pero no sobre el cielo, supongo.
Ese recuerdo me ha venido a la cabeza por simpatía. Por lo que el recuerdo debe de hablar del presente con cierta furia. Un presente tan intenso como el de aquella noche, espectacular, pero sensible también de ser olvidada para siempre. Habla, supongo, de que aquella situación extrema, incomprensible, hoy es cotidiana. O, incluso, continua. Habla de bombardeos que no se ven, de colores incomprensibles, de la inexistencia de la BBC, de dioses nuevos y periódicos. Habla del miedo, esa vivencia de uno mismo que, si se intensifica, lo fulmina. El miedo que sentí, y del que me curé en contacto con los adultos, hoy no tiene cura, pues los adultos no existimos con rotundidad. Como el cielo, esa cúpula hoy apagada, y repleta, por tanto, de lo que uno tema o desee.
El 12 de junio de 1974 se produjo un fenómeno espectacular en el cielo. Tenía que ser una fecha inaudita e inolvidable. Pero fue olvidada. Absolutamente. Al punto que me ha costado mucho encontrarla en una hemeroteca. Ahora sé que esa noche fue en junio, y que todos sentíamos la felicidad del calor en nuestras...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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