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Siempre espero, y ahí, es posible, juega el lugar de mi nacimiento, la llegada de una decisión por correo certificado. En ocasiones tomo un café en una terraza, veo el sol y el polvo, las piernas y el ruido en sus rayos, y me inunda la felicidad, hasta que pienso que, en algún lugar, bajo un fluorescente, alguien ha tomado la decisión de apretar un botón e imprimir algo imprevisto, que me sesgará la tranquilidad con su ruido de máquina. Esas esperas de la nada confirman mi pasividad respecto de las decisiones. El hecho de creer que las decisiones son tomadas por otro, no por ti, y que te llegan en forma de destino. Supongo que es una sensación típica de mi generación. Al cabo, la segunda o tercera generación europea –poco– sin guerra. Desconocemos así la épica y la gravedad de las decisiones, el hecho de que sean a vida y a muerte, de manera que no las vemos nuestras. Pero son nuestras. Absolutamente. Tenemos poco más. Son, en verdad, lo único que tenemos. Somos lo que queda tras nuestras decisiones. Por el hecho de no haber vivido guerra, henos tomado, precisamente, más decisiones, más profundamente y en más sitios de lo esperado. De manera constante, nítida, precisa. Lo que sucede es que te giras, las miras y no existen. Es imposible leerlas, pues no están escritas en oro. Ni siquiera son recuerdos. La razón es que las decisiones en época de paz no son solemnes. Son, al contrario que los certificados –los certificados son lo único que queda del abuso de la guerra; los remite el banco y el Estado–, invisibles.
O, al menos, eso creía. Últimamente observo el vasto campo de decisiones tomadas a lo largo de los años, graves, determinantes, en el trabajo, en la vida privada, y sigo sin verlas ni identificarlas. Pero por otra causa, de repente, nueva. Carecen de interés, pues eran emitidas por una persona joven. Esto es, inmortal. Las decisiones de los inmortales carecen de valor alguno, pues son pronunciadas desde un tiempo infinito. Si son un error, si son costosas, si tienen el peso del dolor y de las consecuencias no previstas, hay puentes de tiempo que permitirán huir de ellas. O, incluso, olvidarlas. He descubierto eso al descubrir que ya no tengo tiempo. Y, con ese descubrimiento, el placer absoluto, la lentitud, el sabor de las decisiones. Por fin vuelven a ser lo que fueron hace siglos. Son a vida y a muerte. Y también se olvidan, como todo lo que carece de tiempo, o tiene el tiempo en abundancia.
Siempre espero, y ahí, es posible, juega el lugar de mi nacimiento, la llegada de una decisión por correo certificado. En ocasiones tomo un café en una terraza, veo el sol y el polvo, las piernas y el ruido en sus rayos, y me inunda la felicidad, hasta que pienso que, en algún lugar, bajo un...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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