GOLPE DE REMO
Funesta siembra
Todos los partidos que pescan en el caladero menguante de Unidas Podemos tienen en común algo que también imparte una lección sobre el momento: un enraizamiento firme en sus territorios
Pablo Batalla Cueto 16/02/2022
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Julio Anguita era un hombre sabio y admirable, pero, a veces –nadie es perfecto, todos humanos–, decía alguna tontería. En una ocasión dijo esta: “Lo único que os pido es que midáis a los políticos por lo que hacen, por el ejemplo. Y aunque sea de la extrema derecha, si es un hombre decente y los otros son unos ladrones, votad al de la extrema derecha. Eso me lo manda mi mandamiento interior, mi inteligencia de hombre de izquierdas”. La ultraderecha, interesada en apropiarse de la memoria transversalmente respetada del tribuno cordobés (recuérdese a la Macarena Olona que aseveraba –Miami me lo confirmó– que don Julio votaría hoy a Vox) lo cita con alguna frecuencia. Y hay una conciencia torpe de izquierda –pasada de frenada en un discurso anticorrupción que, como todas las causas nobles, puede engendrar monstruos si se lo convierte en un credo simplista y fanático–, sin llegar a comprarlo, no llega a rebatirlo del todo: entre el corrupto y el nazi, si no el nazi, ninguno; la lavada de manos de Poncio Pilato.
Jorge Bustos se refirió en ocasión célebre a un dilema similar, aunque planteado desde el otro lado del espectro político, y resuelto contrariamente: entre un gobernante corrupto y uno comunista, decía el periodista de El Mundo, mejor el corrupto. Generó aquello una ruidosa indignación en el seno de la izquierda, pero quien esto escribe lo entendió y, a su modo, lo suscribió plenamente: no uno, sino diez, cien, mil, diez mil corruptos antes que un solo nazi a los mandos de la más pequeña consejería autonómica. Entre otras cosas porque el dilema, en sí, es falso: no cabe la posibilidad de una ultraderecha no corrupta; es un oxímoron. La política es algo más que una caja de caudales en la cual meter o no meter la mano. En los campos de concentración nazis –cita Ana Carrasco-Conde en su reciente Decir el mal– había justicia y delitos, también de corrupción: la policía intervenía, por ejemplo, contra la malversación, por parte de los trabajadores de los Lager, de lingotes de oro; los mismos que se hacían fundiendo empastes dentales de las víctimas de las cámaras de gas. ¿Podríamos decir que no había corrupción en Auschwitz-Birkenau?
Las últimas elecciones a la Junta de Castilla y León han tenido un vencedor que lo ha sido de una victoria agridulce –el PP, lejos de la mayoría absoluta que aspiraba a conseguir adelantando los comicios– y un tercer clasificado que se yergue, en cambio, como el gran protagonista de la hora. Se trata de un partido del que, mientras se nos dice que es una frivolidad llamarlo fascista, sus representantes públicos proclaman, por ejemplo, que “la nacionalidad no es un papel y la nación no es un contenedor de personas. Cualquiera que simplifique esta realidad cultural para hacer de España un barreño de ciudadanos del mundo está contribuyendo a su destrucción y traicionando a sus compatriotas y a sus ancestros”. Blut und Boden, la terre et les morts. Si es mejor, peor o igual la novedad de estos no-nazis que sueñan con purificar el torrente sanguíneo de la nación española que prolongar cuatro años más los treinta y cinco de gobierno del PP al frente de una comunidad autónoma más grande que Portugal es la pregunta del momento, también en el seno de una izquierda que debate con ardor la posibilidad de abstenerse para facilitar un gobierno monocolor de Alfonso Fernández Mañueco.
La respuesta, por muchos motivos, no es fácil ni evidente: hay cordones antifascistas que son pan para hoy y hambre para mañana y –como apunta Marcos Martínez Romano– ya no puede detenerse al monstruo cuando pesa ciento cincuenta kilos con el cordón de los zapatos que nunca pasará de ser el antifascismo de un país donde –distopía de Philip K. Dick hecha realidad– el Eje ganó la guerra en lugar de perderla. Sea como sea, se parte a veces para rechazar la idea del cordón de ideas clamorosas, peligrosamente erróneas, y es una de las más populares aquella según la cual dejar gobernar a Vox los retratará como vagos, torpes, brutales o corruptos, arruinando su imagen. Es crucial entender, pero parece no entenderse, que Vox no es La escopeta nacional, sino la pieza española de un movimiento internacional con el talento intelectual mancomunado; que no luchamos contra Martínez el Facha, Adolfito y el padre Bocquerini, sino contra una poderosísima Internacional reaccionaria con flujos de intercambio de ideas y experiencia muy bien engrasados, estrategas listísimos y un plan. Este nuevo fascismo sabe perfectamente cuándo le conviene no tocar poder y cuándo sí, cómo tocarlo, qué hacer y qué no hacer con él; y, desde luego, no es infalible, tampoco es eso, pero ya no tiene un pase la decisión de subestimarlos.
Avanza Vox y su avance hace caer caretas, pero no precisamente las de cordero que el lobo voxista no tiene. Es otra de las lecciones de los comicios de Castilla y León el trasvase casi mimético al partido ultraderechista del número de escaños que amasó Ciudadanos en las últimas elecciones. Siendo probable –siendo seguro– que una parte de los votos ciudadanistas de 2019 haya pasado, no a Vox, sino al PP, es evidente para cualquiera que ponga la oreja en cualquier tasca de la autonomía, a falta de confirmación demoscópica firme, que en no pocos casos el voto naranja pasó directamente a ser voto verde. Dos más dos no son cuatro en política, ni el espectro ideológico una carretera lineal que deba recorrerse indefectiblemente paso a paso. En política, se puede ir de León a Salamanca sin pasar por Zamora, y es una característica del desgaste actual del bipartidismo que el voto que abandona el PP o el PSOE suele no volver a ellos a pesar de decepcionarse de su primera opción. Vox –decía Gabriel Rufián, y los hechos le van dando la razón– es Ciudadanos a las cuatro de la mañana. Por debajo de la pulserita arcoíris, el coach emocional, el maratón de Modern family y las citas apócrifas de Kennedy, seguía rugiendo o empezaba a rugir el viejo Blas Piñar. Y no ha costado más que una leve brisilla desnudar ese rugido.
Tampoco vuelven al PSOE –un PSOE obstinado en concurrir a elecciones con candidatos grises, timoratos, Tudanca hoy, Gabilondo ayer– los votos que del PSOE se fueron. Que el bipartidismo haya cosechado un mínimo histórico en estas elecciones tiene que ver también con que –como señalaba agudamente en Twitter el politólogo Alberto López– en Castilla y León vuelve a suceder que todos los proyectos fuertes en su campo que no son el PSOE o Unidas Podemos (centroizquierda, izquierda, provincialismos, regionalismos e independentismos) han alcanzado máximos en las últimas elecciones: el 24% el Bloque Nacionalista Galego; el 28% EH Bildu; el 17% Más Madrid; el 21% la Unión del Pueblo Leonés; el mareante 43% Soria Ya. La lección es en este caso que la sociología que dio empuje al primer Podemos sigue ahí; que la yesca sigue seca, lista para que una mínima chispa la prenda; pero Podemos, cuya crisis no se explica solo por la guerra sucia de los indas y los villarejos –no podemos esperar que esa guerra sucia no se perpetre, pero la historia nos enseña que no es imposible derrotarla–, fue tirando a la basura, purga a purga, decepción a decepción, aplicación a aplicación de la ley de hierro de la oligarquía, todas sus cerillas, y, en consecuencia, el electorado ha ido buscando otros incendiarios.
Todos los partidos que pescan en el caladero menguante de Unidas Podemos tienen en común algo que también imparte una lección sobre el momento: un enraizamiento firme en sus territorios. Todos (y de esto debe tomar nota también el españavaciadismo, movimiento del cual solo triunfan las candidaturas con años de trabajo a sus espaldas, y no las oportunistas) son algo más que un grupo de Telegram o un marketing ingenioso. Posiblemente ahora mismo, si Izquierda Unida concurriese en solitario (y no es algo que este columnista desee), obtuviese (no mucho, pero algo) mejores resultados que la marca UP por ese mismo motivo: IU, sus sedes en las que sigue habiendo cafetera y fotocopiadoras, su resistente organicidad, salva la cara de la izquierda alternativa en muchas comarcas en las que Podemos entró con fuerza, pero donde los círculos se disolvieron como ruedas de humo exhaladas por un fumador. La marca Podemos y la marca UP –ya no cabe postergar más esta constatación amarga– están amortizadas. No debería estarlo su mejor espíritu: el propósito de fundar una ecumene izquierdista que, como decía el Manifiesto Programa del PCE en 1975, sea “capaz de aunar todas las tendencias socialistas sin sofocar ninguna, sin anular sus características ideológicas, sin comprometer su fisonomía particular, su independencia, su campo de acción propio”.
Toca repensarlo y reorganizarlo todo de un modo que no se limite a tejer apresuradamente un macroniano En Marche! en torno a Yolanda Díaz; que todo cambie para que todo no siga igual. En este nuevo Weimar (porque sí: que los spin doctors y los expertos en relato decidan si conviene o no decirlo, pero son nazis, claro que lo son, esto es Weimar, claro que lo es), es misión histórica no ser un nuevo KPD que alfombre el camino de los malos mientras llama socialfascistas a quienes deberían ser sus aliados. Conviene, y terminamos, reflexionar también sobre el problema de que haya demasiada gente que sabe hasta la última palabra sobre hasta el último casquillo de bala del Tercer Reich en guerra, pero no sepa ni media sobre el Caso Dreyfus. Y que, por ello, no es verdaderamente capaz de reconocer a un fascista aunque lo tenga delante de las narices.
Julio Anguita era un hombre sabio y admirable, pero, a veces –nadie es perfecto, todos humanos–, decía alguna tontería. En una ocasión dijo esta: “Lo único que os pido es que midáis a los políticos por lo que hacen, por el ejemplo. Y aunque sea de la extrema derecha, si es un...
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Pablo Batalla Cueto
Es historiador, corrector de estilo, periodista cultural y ensayista. Autor de 'La virtud en la montaña' (2019) y 'Los nuevos odres del nacionalismo español' (2021).
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