
Tampoco se fiaba de la Constitución. En 'El Papus' 220. (5 de agosto de 1978).
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España es un país con una enorme tradición satírica: no nos queda otra. Reírnos por no llorar, señalar las injusticias sociales, las desigualdades y las hipocresías desde el humor crudo, sin piedad, como forma de catarsis o, por lo menos, de soltar algo de rabia. Tenemos grandes ejemplos en la literatura, desde El Lazarillo de Tormes a Valle-Inclán, pasando por Quevedo, pero, a partir de determinado momento del siglo XX, son los tebeos y el humor gráfico quienes mejor reflejan ese sentir. Hay muchos autores meritorios, pero unos pocos, simplemente, tienen algo: una sintonía absoluta con su época y una capacidad única para entenderla. Hay un par de autores de humor satírico que son España, de una forma tan exacta que duele. Chumy Chúmez fue uno, y el otro fue, sin duda, Ivà.
Ivà, cuyo nombre real era Ramón Tosas Fuentes, nació en Manresa en 1944, de modo que la Transición lo alcanzó con los treinta ya bien cumplidos. Su pseudónimo proviene de un acrónimo que se inventó para un proyecto colectivo que quedó en nada: “Intento de Variante Artística”. Y ya fue Ivà para todo el mundo. Publicó sus primeros dibujos en Mata Ratos, una revista de humor del tardofranquismo que luego atravesaría una etapa decididamente underground, pero que, ya entonces, aglutinó a gente tan interesante como el Perich, Gin, Fer, Tom o Romeu, todos ellos dirigidos por Carlos Conti. Pero será en Barrabás (1972-1977) donde Ivà tenga su primer gran éxito, junto a un compañero de generación: Óscar Nebreda. Esa revista de sátira deportiva, idea de los dibujantes que apoyó el joven editor y emprendedor, diríamos hoy, José Ilario, fue publicada por el Grupo Godó, responsable de La Vanguardia, e inauguró una nueva forma de hacer humor gráfico, alejada del estilo ya un poco demodé de La Codorniz y con un ojo puesto en las bestialidades que, al otro lado de los Pirineos, publicaba Hara-Kiri Hebdo. Lo curioso es que, según cuentan, Ivà no tenía ni idea de fútbol, hasta el punto de tener que andar preguntando cómo era el uniforme de tal o cual equipo. Pero eso era lo de menos: lo importante fue que Ivà, junto con Óscar, rompió todas las reglas, con un dibujo abigarrado, nervioso y antiacadémico, que se alejaba de la tradicional línea sintética y elegante de la tradición española para abrazar el estilo del francés Reiser. La forma puesta al servicio de la idea, el chiste como valor absoluto. Y el lenguaje: Óscar e Ivà, como luego haría Jordi Amorós, alias Ja, abandonaron la corrección ortográfica para reproducir fonéticamente el habla de la calle, e incorporaron todo tipo de expresiones sacadas del barrio chino donde pasaban las horas y se corrían las juergas. De pronto, los personajes de las viñetas hablaban como la gente de verdad, como las clases populares de una Barcelona que estaba pidiendo marcha y contaba las horas para que acabaran Franco y el franquismo.
Óscar e Ivà, como luego haría Jordi Amorós, alias Ja, abandonaron la corrección ortográfica para reproducir fonéticamente el habla de la calle
El azote de la Transición
Un año más tarde, el mismo Grupo Godó lanza una revista de humor político y social: El Papus. Venía a competir con La Codorniz, ya desubicada y en descenso de ventas, y la recién nacida Hermano Lobo, cueva de excelentes dibujantes que nunca encontró el público amplio que merecía. El Papus sí lo hizo: se convirtió en el semanario que mejor supo conectar con el espíritu de su época, esa sociedad que asistía a las últimas bocanadas del dictador y se preparaba para lo que estaba por venir. Ávidos de contenidos que dijeran las cosas claras y también, para qué negarlo, de destape, esta nueva revista, manifiestamente ácrata, ofreció todo eso y más. Ivà fue uno de sus buques insignia, tras la popularidad alcanzada en Barrabás, y el encargado de la sección más abiertamente política de la revista: “Telediario Particular”, donde recortaba titulares de la prensa para construir a su alrededor los chistes. También se estiraba con alguna historieta larga de un par de páginas de vez en cuando, y se alternaba con Ja en la tira que acompañaba el editorial a partir de determinado momento.
Ivà siempre fue el que tuvo la boca más grande de entre todos sus colaboradores, junto con Ja, pero tan pronto como murió Franco y las revistas se atrevieron a hablar de los políticos con nombres y apellidos, empezó el show y se desató la bestia. Ivà no era una persona con formación política ni una militancia activa como otros profesionales de las revistas de la época, sino que, más bien, se comportaba como un ácrata descreído. Las viñetas de Ivà eran cínicas hasta levantar ampollas, desconfiadas de todo y de todos, se pasaba tres pueblos y caía, si hacía falta, en la demagogia y en el todo mal. Pero había algo en lo que Ivà no era cínico: tenía muy claro quién estaba abajo y quién arriba. En sus viñetas, incluso aunque algunas hoy nos parezcan controvertidas y estereotipadas, hubo siempre empatía para la clase obrera, para los represaliados por las fuerzas de seguridad del Estado, para las prostitutas, los homosexuales y demás parias de la Transición. Ivà nunca compró su relato, y se adelantó al desencanto de la izquierda cuando desde el minuto uno ya criticaba, con acierto o no –ese es otro tema–, la política de pactos y concesiones de la izquierda y la derecha. La prueba de su premura: en diciembre de 1975, con Franco recién finado, ya dibujaba unas viñetas en las que un político de izquierda se dejaba sobornar con un mísero jamón por un funcionario del gobierno.
Hay cientos de muestras de la posición de Ivà en las páginas de El Papus, hasta el punto de cuestionar lo incuestionable entonces: la amnistía. Cuando esta era una reivindicación compartida por prácticamente toda la izquierda, él no solo señalaba sus déficits, como hicieron sus colegas, sino que se descolgó con unas viñetas en noviembre de 1977 en las que dejaba bien clara la poca gracia que le hacía que se dejaran sin juzgar los crímenes del franquismo, el elefante en la habitación que buena parte de la izquierda no señalaba en pro del consenso y de un bien mayor: la liberación de los militantes de las cárceles del franquismo.
Tuvo tiempo también de aliarse con Carlos Giménez en algunas historietas de la serie “España una, España grande, España libre”, testimonio crudo de la Transición, en la que ambos alcanzaron excelentes resultados. Mientras, Ivà iba forjando su mito, convertido para sus compañeros, en palabras del gerente de El Papus, Carlos Navarro, en un ideólogo sin serlo. No solo marcaba el tono y la línea ideológica de la revista, sino que acumulaba una tras otra querella. Visitar los juzgados casi todas las semanas se convirtió en rutina para la plantilla, e Ivà incluso padeció un juicio militar, poca broma, que le deparó un arresto domiciliario: cuenta la leyenda que al tercer día ya se había camelado al joven recluta que vigilaba su puerta y se iban juntos al cine o a tomarse un gin tonic.
Ivà padeció un arresto domiciliario: cuenta la leyenda que al tercer día ya se había camelado al joven recluta que le vigilaba y se iban juntos al cine o a tomarse un gin tonic
Quizás hastiado por el lento ritmo de las reformas, Ivà vivió una temporada en Inglaterra, justo antes del atentado que la ultraderecha barcelonesa perpetró contra las oficinas de El Papus, con el que asesinaron al portero, Juan Peñalver, y reventaron sus oficinas. Varios dibujantes del semanario lo abandonaron entonces para recalar en la recién creada competidora, El Jueves, e Ivà los siguió unos meses más tarde, en abril de 1978. En sus páginas, replicó el formato del “Telediario Particular” con otro nombre: “La historia sagrada contada a los niños”.
Poco después, la dirección de El Papus lo recuperaría a golpe de talonario: como si fuera un futbolista, Ivà era fichado mediante un contrato laboral –algo poco habitual en la profesión–, vacaciones pagadas y el cargo de director artístico. Empezaba así la etapa de su mayor influencia en la cabecera. Si el ambiente en las oficinas ya era festivo, con Ivà la cosa se desmadra, y las sesiones fotográficas para elaborar la famosa “Papunovela” –fotonovela, para qué darle demasiadas vueltas, abiertamente rijosa– se convertían en juergas. Ivà fichó a otro mítico, Manuel Vázquez, y decidía en el consejo de redacción los temas principales que trataría cada número. Hay quien dice que era un jefe duro, intransigente con las visiones ajenas y contundente en sus críticas. Pero, sea como fuere, su estilo era ya sinónimo de El Papus y sus viñetas un arma contra una Transición basada en el consenso, primero, y en el centrismo moderado, sin sobresaltos, después.
Ivà decidía los temas principales que trataría cada número. Su estilo era ya sinónimo de El Papus y sus viñetas un arma contra una Transición basada en el consenso y el centrismo moderado
En algunos estudios puede leerse que El Papus moderó sus contenidos tras la bomba, pero es un lugar común sin fundamento: la lectura de la revista revela, por el contrario, que bajo la dirección de Ivà redoblaron esfuerzos críticos contra el gobierno de la UCD, metieron caña a la extrema derecha y machacaron sin piedad a un Santiago Carrillo a quien Ivà nunca perdonó que aceptara la monarquía y la bandera a cambio de la legalización del partido. Fue él quién más atacó a la ultraderecha, antes y después del atentado. El especial de Solidaridad con El Papus, publicado tras aquel, se abría con una página de Ivà, “La escala de Jacob”, que atacaba sin ningún escrúpulo donde más podía dolerle a un facha, ya que el protagonista se afilia a los Guerrilleros de Cristo Rey cumpliendo todos sus requisitos: “Es sietemesino, tarao, perverso, sádico, maricón y a mas más hijo puta” (sic) . Las ganas de enfurecer a los ultras pudieron más que la empatía con los colectivos.
¡Que vienen los socialistas!
La victoria del PSOE en las elecciones de 1982 parecía dejar claro que los españoles ya estaban a otra cosa; quizás por eso El Papus, que seguía erre que erre, perdía apoyos y ventas, hasta el punto de que, en 1984, la empresa, desligada del Grupo Godó hacía años, tuvo que declarar una suspensión de pagos. Otros colaboradores siguieron peleando e incluso fundaron otra revista, efímera; Ivà se despidió sin más y se acabó marchando a Venezuela una temporada.
A su regreso, volvió a la única revista satírica de cierto peso que había sobrevivido al asentamiento de la democracia: El Jueves. A partir de 1986, Ivà iniciaría su etapa de mayor éxito comercial, sin duda alguna, gracias a dos series de gran calado. “Historias de la puta mili” y “Makinavaja, el último choriso” fueron emblemas del semanario durante la segunda mitad de los ochenta y los primeros noventa. La primera acabó dando nombre, incluso, a otra revista, fue convertida en una película protagonizada por Juan Echanove y en una serie de televisión, mientras que la segunda fue adaptada al teatro, al cine –en dos largometrajes protagonizados por Andrés Pajares– y a la televisión –con el inolvidable Pepe Rubianes como el Maki–. Una vez quedaba claro que el relato de la Transición había triunfado, Ivà dirigía ahora su mala leche contra el siguiente: el de la modernidad. Esa España que ya era europea, esa Barcelona que se acicalaba para recibir los Juegos Olímpicos y que, para ello, arrasaba con los bajos fondos, fueron los nuevos objetivos de un Ivà que seguía alineado con los desfavorecidos, con el lumpen, y que denunciaba los abusos del poder, la corrupción y, en fin, la triste realidad de que siempre habrá ricos y pobres. “Historias de la puta mili” atacaba el servicio militar en una época en la que la resistencia contra su obligatoriedad y la objeción de conciencia eran cada vez más fuertes, pero en la que aquella experiencia, traumática demasiadas veces, seguía siendo universal para los varones españoles. Cualquiera podía reconocerse en las peripecias de unos reclutas que sentían cualquier cosa menos la patria, con ese sargento chusquero, Arensivia, siempre dejando claro que eso de la democracia era un invento raro que no terminaba de calar en la cadena de mando. Ese universo, que acabó –o mutó– con el fin de la mili obligatoria en 1996, quedó inmortalizado en la obra de Ivà, en unas historias en las que la quimera del ejército moderno chocaba una y otra vez con la chapuza española y la falta de fondos.
Ivá no las tenía todas consigo con la victoria del PSOE. En 'El Papus' 442. (1 de noviembre de 1992).
Pero, seguramente, fue “Makinavaja, el último choriso” la cumbre creativa de Ivà, adaptado plenamente al formato de dos páginas, que le permitía dar rienda suelta a su chispa para los diálogos y su increíble oído para el lenguaje oral de la calle. Parece mentira que un tebeo con tal cantidad de bloques de texto se lea con semejante fluidez; pero, además, el dibujo estaba ya perfectamente engrasado. Con la fórmula narrativa depurada, bastaba con dar con un personaje único, un icono del cómic español. Makinavaja era un atracador de la vieja guardia, el último romántico en un mundo en el que los verdaderos ladrones llevan corbata y están en los consejos de administración de los bancos y las multinacionales. Maestro de la chirla que no le hace ascos a la recortada, el Maki y su banda –el Mohamé, el Pirata y, sobre todo, el Popeye– sobreviven robando bancos, atracando tras una esquina y viviendo la vida al día, sin preocuparse demasiado por el porvenir. Pero el Maki, como todos los antihéroes, tiene sus principios, aunque solo sea para traicionarlos cuando se tercie, porque al final se trata de pasarlo bien y esto son cuatro días. A veces ácrata, a veces anarquista, el Maki, como su creador, tiene claro quiénes son sus enemigos, que son los del pueblo: la policía, la guardia civil, los banqueros y los políticos. Contra ellos, si puede, ejerce su justicia inmediata, rabiosa y, seguramente, pírrica, porque, al fin y al cabo, siempre ganan los mismos.
El Maki es un personaje entrañable por esa mezcla de cinismo de vuelta de todo con una ingenuidad y un sentido de la justicia primario
El Maki, profeta crepuscular de una Barcelona preolímpica condenada a desaparecer, es un personaje entrañable precisamente por esa mezcla de cinismo de vuelta de todo con una ingenuidad y un sentido de la justicia primario, por ejemplo, cuando ejecuta a sangre fría a un policía al que, horas antes, había visto asesinando a un pobre desgraciado durante un interrogatorio en comisaría. En otras ocasiones será él mismo quien se aproveche de los pardillos para sacar alguna ventaja, porque más triste es de pedir. La sátira social de Ivà se irá envenenando, y por las páginas de su serie aparecerá la actualidad, por ejemplo a través de la presencia de Miguel Boyer, nada menos, pero también con visitas a la Moncloa o a la Zarzuela, donde el Maki conocerá a las infantas en el sentido bíblico del término, y hasta en varios encuentros con el rey de España, hoy emérito, porque entre pillos siempre hay entendimiento.
Ramón Tosas, Ivà, murió en la cima de su éxito, el 22 de julio de 1993, en un accidente de tráfico cerca de Briones (La Rioja), con solo 52 años, y nos quedamos un poco huérfanos. Mi generación lo pudo conocer, no obstante, gracias a que El Jueves reeditó durante años sus páginas, pero también a través del audiovisual. Imaginar cómo habría evolucionado su obra es arriesgado, un ejercicio especulativo sin mucho sentido. Tal vez seguiría al pie del cañón en la revista, tal vez se habría dedicado a otros menesteres. O tal vez estaría retirado en la playa hinchándose a gambas, a donde todos los veranos iban de vacaciones el Maki y su pandilla. En cualquier caso, su obra queda como uno de los retratos más fieles de lo que somos, espejo apenas deformado de dos épocas, la transición y la primera etapa socialista de la democracia, cuyas contradicciones y miserias Ivá inmortalizó. Con sus equivocaciones, excesos e incoherencias –si un humorista no se puede equivocar o ser incoherente, ya me dirán quién puede–, es uno de los grandes. Y su filosofía se resume en las palabras de Makinavaja: “En un mundo podrío y sin ética, a las personas sensibles solo nos queda la estética”.
España es un país con una enorme tradición satírica: no nos queda otra. Reírnos por no llorar, señalar las injusticias sociales, las desigualdades y las hipocresías desde el humor crudo, sin piedad, como forma de catarsis o, por lo menos, de soltar algo de rabia. Tenemos grandes ejemplos en la literatura, desde...
Autor >
Gerardo Vilches
Es crítico de cómic e historiador. Autor de 'La satírica Transición'.
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