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Imperios combatientes

Hacia una quiebra en Rusia

Comienza la cuenta atrás en Moscú

Rafael Poch 1/03/2022

<p>Centro económico de la ciudad de Moscú.</p>

Centro económico de la ciudad de Moscú.

Annie Bananie

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Casi nadie esperaba esta invasión. “Impensable”, escribí en CTXT evocando las escenas de Budapest en 1956 como algo descartado por completo. Todo el mundo bien informado y con criterio lo decía a mediados de febrero. Lo decían en Kiev el propio ministro de Defensa y los más agudos analistas ucranianos. Lo decía la razón. “Pensábamos racionalmente una situación que desbordó el marco racional”, dice ahora con amargura uno de ellos.

Sabíamos que algo “fuerte” ocurriría. Moscú ya anunció “medidas técnico-militares” si Estados Unidos y la OTAN no atendían a su exigencia de negociar un replanteamiento general de la seguridad europea y, en especial, el insensato y provocador cerco militar contra Rusia acometido desde los años noventa. Pero ni los ucranianos esperaban tanto.

La guerra de Rusia en Ucrania repite el guión de las guerras de agresión de los últimos años. Ocho años de bombardeos y rupturas del alto al fuego en el Donbás no justifican la actual invasión y los bombardeos rusos. La violación del derecho internacional por parte de Putin no se justifica ni aminora por las violaciones de ese mismo derecho por parte de Estados Unidos y de sus aliados. Putin merece tanto castigo como en su día los Clinton, Bush, Obama, etc. Sus mentiras, mitos y exageraciones, el “genocidio” de la sufrida población rusófila del Donbás, la demencial consideración imperial sobre la “artificialidad” de la nación ucraniana o el pretendido “nazismo” de su régimen están en línea con las “armas de destrucción masiva” de Sadam, el “genocidio” en Kosovo o la agresión del Golfo de Tonkín. Víctimas de la guerra y de las sanciones son las poblaciones: la ucraniana, la rusa y, de rebote, también la europea, especialmente sus sectores más vulnerables. 

Bombardear, invadir y cambiar regímenes es un crimen que en Occidente conocemos bien. Lo llevamos practicando 200 años. ¿Tiene Rusia capacidad, potencia y condiciones para emular los desastres de sus adversarios en Yugoslavia, Irak, Afganistán, Libia, etcétera sin romperse ella misma? Lo veremos pronto. 

A corto plazo, lo que suceda en el terreno militar determinará la situación. La inferioridad militar ucraniana es tan manifiesta como su superioridad moral. En las primeras horas del ataque, Rusia destruyó el grueso de la capacidad antiaérea ucraniana, comenzando por Kiev. Sin radares ni medios de radiolocalización, y con los aeropuertos dañados, el dominio ruso del aire es completo, explica un militar ucraniano. “No queremos una lucha de posiciones”, decía el general ruso Evgeni Buzhinski. Pero una cosa son tus intenciones y otra que la realidad en el terreno te permita realizarlas. ¿Qué pasa con el factor humano, con la pasión y la moral nacional, con la disposición al sacrificio? Aquí gana Ucrania.

El avance ruso es lento, como esperando el desmoronamiento del ejército ucraniano. Pero si este no se produce, todo lo que no sea una “rápida guerra victoriosa” es un desastre para el agresor. Es obvio que Rusia no ha hecho uso en los primeros días de su potencia militar, como si hubiese optado por una “guerra soft”. Para avanzar debe incrementar esa potencia ¿Con qué consecuencias? 

Incluso si la operación militar tuviera éxito como “corta guerra victoriosa” y Moscú lograra controlar el país, imponer un nuevo gobierno ucraniano a su gusto y medida en Kiev, reorganizar a su conveniencia el territorio de ese país e imponer las condiciones de neutralidad y desmilitarización deseadas, el resultado sería inestable. La huida de algunos millones de ciudadanos hacia el oeste del país escapando de la invasión militar y la incorporación de otros millones de ciudadanos de las regiones rusófilas del este, entre ellos los separatistas del Donbás, puede, efectivamente, cambiar el cuadro étnico-político de Ucrania. Podrían crearse, por ejemplo, dos Ucranias políticamente más homogéneas. Una al este del río Dniepr y “leal” a Moscú, y otra abandonada por imposible al nacionalismo antirruso al otro lado de esa línea... Nada de todo eso se vislumbra ni remotamente ni está garantizado a la hora de escribir estas líneas, pero incluso en la hipótesis de que un escenario de ese tipo pudiera hacerse realidad, el proyecto nacería muerto.

En Ucrania hay, o había, una clara reserva de opinión favorable a una mejora de las relaciones con Rusia, a la neutralidad, el no alineamiento con la OTAN, etc. El grueso de esa reserva rusófila se concentra en el arco que va de Járkov, al noreste, hasta Odessa, en el suroeste, pero todo indica que el grueso de esa reserva se ha quemado a las 48 horas de la invasión. ¿Por qué? 

Con su invasión, Moscú ha traspasado una “línea roja” que supera la tradicional división identitaria y cultural del país. A lo largo de los treinta años de independencia –una generación– se ha consolidado el consenso de unos y otros alrededor de la soberanía nacional, por diferente que sea la interpretación de ese hecho. La invasión ha atropellado ese consenso y por tanto lo ha fortalecido. Por eso, incluso un “triunfo” de la invasión en la parte del país menos hostil a Rusia será inestable. Es difícil que haya allí una gran resistencia popular, pero por escasa que fuera bastaría y sobraría para determinar el carácter represivo del régimen que se estableciera. Ese régimen no tendría base ni apoyo. Con su increíble torpeza imperial, Rusia ha consolidado definitivamente una Ucrania hostil. En esas condiciones –y las expuestas son las más favorables que podemos imaginar para esta triste y criminal aventura–, el contagio de la insurgencia y la inestabilidad en Ucrania tendrán consecuencias directas en Bielorrusia y en Rusia. Las autocracias que se ponen en evidencia se desmoronan como un castillo de naipes.

¿Cuántos cadáveres de jóvenes soldados rusos en bolsas de plástico están dispuestos a asumir los ciudadanos de Rusia? En 1999, Putin resolvió ese mismo problema durante la impopular guerra de Chechenia con cuatro misteriosos atentados en ciudades rusas atribuidos a la guerrilla chechena que ocasionaron centenares de muertos y convencieron a los rusos de la necesidad de aplastar militarmente la revuelta chechena al precio que fuese, para evitar males mayores. ¿Qué recurso queda ahora si todo se hunde en las ciudades rusas y las madres, los jóvenes, la sociedad en su conjunto, desafían la narrativa patriótica del Kremlin y siguen saliendo a la calle a protestar maldiciendo el nombre del presidente? Con la invasión de Ucrania, iniciada el 24 de febrero, Putin abre la puerta a una quiebra de su propio Gobierno en Moscú.

En Bielorrusia esa quiebra ya ha tenido lugar, aunque no se haya consumado. Tras las últimas y multitudinarias protestas registradas los últimos dos años, su caudillo, Aleksandr Lukashenko, es un cadáver político que puede vencer pero no convencer. Ahora le llega el turno a Rusia. Vladímir Putin todavía no es un cadáver político pero la cuenta atrás ha comenzado. A diferencia de Lukashenko, no dispone de un “hermano mayor” que le salve. (Atentos a la conducta de China). El “escenario 1905” que hemos barajado desde hace tantos años está servido. 

Aquel año, la flota zarista fue hundida por los japoneses en Tsushima, en el contexto del pulso que ambos imperios libraban por los despojos de China. Todo el mundo daba por supuesta la victoria del zar, pero fue mucho peor que lo de España en Santiago de Cuba: el adversario era una potencia no europea, seres “inferiores” (Nicolás II los llamaba “macacos”). Aquella humillación sentó las bases de la primera de las tres revoluciones rusas de principios de siglo XX. El zar, que gobernaba un régimen arcaico para su tiempo sobre los tres principios de la secular doctrina moscovita (autocracia, ortodoxia y espíritu popular), se convirtió en un cadáver político. Los japoneses desacralizaron militarmente al zarismo, evidenciaron su contradicción con los tiempos. Ahora los “macacos” son los ucranianos. Su digna resistencia dinamita los aspectos inadecuados del nacionalismo ruso, por lo menos tal como el Kremlin lo concibe. En la sociedad rusa no hay entusiasmo hacia la guerra, ni siquiera entre los uniformados. La brecha entre sociedad y poder, manifiesta en Rusia desde 2018 pero aún latente y pasiva, tendrá ahora consecuencias prácticas. Perjudicados y señalados por las consecuencias de la tensión con Occidente, los oligarcas ya murmuran contra el “capitalismo de Estado” de Putin. 

Llegados aquí, hay que preguntarse: ¿cómo ha podido el Kremlin meterse en esto? ¿Cómo se explica tamaña torpeza? La enfermedad imperial produce ceguera. Incapacidad para comprender los procesos históricos y los movimientos sociales. Esa ceguera típica de las autocracias en crisis es particularmente peligrosa en los imperios menguantes. Todas las potencias coloniales europeas pasaron por ello en la segunda mitad del siglo XX. No entendían aquellos movimientos de liberación nacional. Antes de apearse de sus estatus coloniales y reconvertirlos en otras formas imperiales de dominio más modernas, las potencias europeas cometieron crímenes enormes en el mundo. Francia guerreó en Argelia y dejó un millón de muertos. En Indochina ocasionó otros 350.000. Inglaterra saldó con un millón de muertos y 15 millones de desplazados la separación imperial de India y Pakistán. En Kenia, la descolonización provocó 300.000 muertos y millón y medio de presos. Hasta la pequeña Holanda acaba de reconocer la factura de 100.000 muertos que causó en su guerra colonial de cuatro años en Indonesia.

¿Y qué decir de Estados Unidos, gran patrón del bloque occidental? Su declive imperial lleva décadas arrastrando consigo una guerra permanente. Desde el 11 de septiembre de 2001 ha ocasionado la destrucción de sociedades enteras, 38 millones de desplazados y 900.000 muertos, según el cómputo más bien benigno de la Brown University (Cost of War). Ese es el gran contexto de la actual psicología del nacionalismo ruso instalado en el Kremlin. Rusia está sufriendo esas patologías imperiales del declive de la misma forma, y choca en ellas con sus competidores imperiales que le han acorralado en Europa. Estamos ante un choque entre imperios, en un momento dominado por el traslado de potencia global hacia Asia que les afecta a todos. Occidente no sabe qué hacer con el vigoroso ascenso de China. El debate en el dividido establishment de Estados Unidos es si continuar con la contención de Rusia o ganarse a esta para concentrarse en la contención de China. El vicealmirante alemán destituido por pedir “respeto” a Rusia justificó su posición en la misma lógica: concentrar mejor el fuego contra China. Geográficamente situada entre dos imperios superiores a ella en todos los parámetros, la UE y China, Rusia tampoco sabe qué hacer con los dilemas y angustias de su declive. 

En el Kremlin no se reconoce ni se comprende la autonomía social, porque queda fuera de su radar. Como guía y receta solo se conciben las relaciones de fuerza y los intereses de las élites imperiales adversarias. El cálculo del Kremlin de que el rival euroatlántico no se atreverá a adoptar medidas militares y no irá más allá de las sanciones es a la vez racional y de alto riesgo. ¿Por qué arriesgar tanto? Porque Putin considera que Rusia se enfrenta a un peligro existencial. “Ya no tenemos a dónde retirarnos”, dijo en enero. Se humilló a Rusia. Todo lo que Occidente favoreció desde el cierre en falso de la Guerra Fría contribuyó a favorecer una lenta reedición de la enfermedad imperial en Moscú. “Weimar en Moscú” fue un proceso lento e inexorable. Y se veía venir. 

“Rusia no será débil eternamente, ¿es que no se dan cuenta para quién trabajan?”, advertía en 1996 Mijaíl Gorbachov, escandalizado ante los planes de ampliación de la OTAN al este. Agresivos estrategas de la Guerra Fría como George Kennan lanzaban la misma advertencia dos años después desde Washington: “Será el principio de una nueva guerra fría. Los rusos reaccionarán gradualmente de forma negativa y eso influirá en su política. Me parece un trágico error. No hay ninguna razón, nadie está amenazando a nadie. Habrá una mala reacción de Rusia.”  

En Moscú había que escuchar las conclusiones a las que habían llegado analistas como Sergei Karaganov, presidente del principal laboratorio de ideas ruso, el Consejo de Política Exterior y de Defensa. Furibundo liberal-occidentalista en los años noventa, era lo que entonces se definía en Rusia como un “demócrata”: un intelectual deseoso de integrarse en la “civilización”, con un perfecto dominio del inglés y admirador del modo de vida americano. Karaganov se transformó gradualmente en un “patriota” nacionalista receloso de Occidente. El 17 de febrero, una semana antes de la invasión, resumía así su posición:

“Frecuentemente, el sistema de relaciones internacionales cambia por una gran guerra o una serie de guerras. Evidentemente, la guerra no es el mejor escenario, pero el dilema que tenemos ante nosotros es bastante simple: si continuamos en el actual sistema, por ejemplo asumiendo pasivamente la ampliación de la OTAN a Ucrania, la guerra será inevitable. Mis colegas del Consejo de Política Exterior y de Defensa y yo ya llegamos a esa conclusión en 1997-1998. Dijimos que si legitimábamos la ampliación de la OTAN, Ucrania entraría en ella y como resultado vendría la guerra. Un cuarto de siglo después vemos que todo apunta hacia eso. Por eso, nuestro enunciado consiste en buscar los medios de lograr un sistema de seguridad justo y duradero en Europa que evite un conflicto militar. Queremos cambiar el sistema sin una gran guerra, pero no descarto una pequeña guerra o una serie de guerras locales”.

Y continuaba: “Ahora disponemos de grandes recursos. En 2003 se decidió crear una nueva generación de armas estratégicas hipersónicas. Llevamos a cabo una efectiva modernización, relativamente barata, de nuestras fuerzas regulares. En Siria las entrenamos. Las dos cosas nos permiten ahora mirar al mundo con tranquilidad desde el punto de vista de nuestra seguridad y comenzar, con firmeza, a darle la vuelta a las normas que nos impusieron, a nosotros y al mundo, en los últimos treinta años”. A la pregunta por los objetivos de Rusia en Ucrania, Karaganov respondía así en aquella misma entrevista del 17 de febrero: “En primer lugar, impedir la ampliación de la OTAN y la militarización de Ucrania. Digan lo que digan, no tenemos planes para conquistarla. Otro asunto es que ese país tenga pocas posibilidades de mantenerse como Estado a largo plazo. Seguramente Ucrania se desintegrará lentamente y a partir de allí la historia dirá: no excluyo que una parte de ella se una a Rusia, otra a Hungría y otra a Polonia, y que otra parte pueda mantenerse formalmente como un Estado independiente ucraniano”. 

En su discurso del 21 de febrero, Putin enumeró algunos de los riesgos que Ucrania representaba para Rusia: la doctrina militar, adoptada en marzo de 2021, “completamente orientada a la confrontación con Rusia y al objetivo de implicar a países extranjeros en un conflicto con nuestro país”; la “presencia permanente de contingentes de la OTAN en Ucrania con la excusa de maniobras”; la “integración del sistema de mando del ejército ucraniano en el de la OTAN”; la millonaria dotación de Estados Unidos a Ucrania en armas, munición y preparación de especialistas”; el mando de “consejeros extranjeros sobre las fuerzas armadas y servicios secretos ucranianos”, y la “modernización de la red de aeropuertos para que puedan recibir contingentes militares aerotransportados en plazos breves así como el futuro despliegue en ellos de la “aviación táctica” de la OTAN y de medios de observación electrónica “que permitirían a la Alianza controlar el espacio aéreo ruso hasta el Ural”. 

Putin definió las sanciones contra Rusia como inevitables, “en la medida en que Rusia fortalezca su soberanía e incremente la potencia de sus fuerzas armadas”. “Independientemente de la situación en Ucrania, los pretextos para imponernos sanciones se encontrarán, o se fabricarán, de todas formas”, dijo. “El objetivo es claro: frenar el desarrollo de Rusia, y eso lo hacen sin necesitar pretexto alguno, únicamente porque existimos y porque nunca renunciaremos a nuestra soberanía, intereses nacionales y valores”. La guinda la puso, en vísperas de la invasión, el propio presidente de Ucrania, Vladimir Zelenski, al declarar públicamente que “Ucrania tiene la intención de dotarse de sus propias armas nucleares”. Resumiendo: una amenaza existencial para Rusia y la inevitabilidad de una gran guerra si no se actúa militarmente para prevenirla aunque sea con una guerra pequeña.

Verdadera o exagerada, realista o demencial, poco importa: esa es la percepción real y la mentalidad que ha determinado la conducta del Kremlin. Si se quiere entender la situación, algo que la espiral belicista no siempre desea y la propaganda mediática impide, hay que empezar por tomarse todo esto en serio. En ello nos va la vida, en el sentido más literal de la expresión, pues ese es el discurso de una superpotencia nuclear acomplejada. Esta “Rusia de Weimar” nunca habría llegado aquí sin su Versalles. ¿Repetirá Occidente el error intervencionista cuando llegue la quiebra del régimen de Putin?

 

Casi nadie esperaba esta invasión. “Impensable”, escribí en CTXT evocando las escenas de Budapest en 1956 como algo descartado por completo. Todo el mundo bien informado y con criterio lo decía a mediados de febrero. Lo decían en Kiev el propio ministro de Defensa y los más agudos analistas ucranianos....

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Autor >

Rafael Poch

Rafael Poch-de-Feliu (Barcelona) fue corresponsal de La Vanguardia en Moscú, Pekín y Berlín. Autor de varios libros; sobre el fin de la URSS, sobre la Rusia de Putin, sobre China, y un ensayo colectivo sobre la Alemania  de la eurocrisis.

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