El relato ruso
Putin y los peligros de la melancolía imperial
Al arraigar los conflictos en un pasado lejano, el presidente ruso ha fomentado la sensación de que son fatalmente crónicos e insalvables, favoreciendo la polarización. El conflicto enraíza con un planteamiento cultural pergeñado durante décadas
Edgar Straehle 6/03/2022
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El 24 de febrero de 2022, Vladimir Putin pronunció el famoso discurso con el que anunció una “operación militar especial” y se inició la invasión de Ucrania. El presidente ruso justificó la agresión desde la autodefensa y la presentó incluso como “en última instancia una cuestión de vida o muerte, una cuestión de nuestro futuro histórico como pueblo”. Luego denunció “el golpe de Estado” de Ucrania en 2014 y se retrató a sí mismo como un pacifista, pues “durante ocho años, interminablemente largos ocho años, hemos hecho todo lo posible para resolver la situación por medios pacíficos y políticos. Todo ha sido en vano”. De ahí que apelara al argumento de la necesidad y concluyera que “era simplemente imposible soportar todo esto. Era necesario detener de inmediato esta pesadilla: el genocidio contra los millones de personas que viven allí, que solo confían en Rusia, que cifran sus esperanzas solo en nosotros”.
Más tarde, y tras destacar que el nacionalismo ucraniano había sido cómplice de Hitler en la “Gran Guerra Patriótica”, Putin abundó en la reductio ad hitlerum y afirmó que el objetivo de su operación era “proteger a las personas que han sido objeto de intimidación y genocidio por parte del régimen de Kiev durante ocho años. Y para ello lucharemos por la desmilitarización y desnazificación de Ucrania”. De hecho, llegó a exhortar a los soldados ucranianos: “¡Queridos camaradas! Sus padres, abuelos, bisabuelos no lucharon contra los nazis ni defendieron nuestra patria común para que los neonazis de hoy tomaran el poder en Ucrania”.
La retórica empleada por Putin se debe entender en buena medida desde la perspectiva de un país con una memoria antifascista tan importante como la de Rusia. Hay que tener en cuenta que, sobre todo en la etapa de Breznev (1964-1982), la memoria de la victoria rusa contra las tropas nazis pasó a ocupar un lugar central y que ese acontecimiento llegó a ser una especie de episodio fundacional alternativo a la Revolución Rusa de 1917, uno menos ideológico y más pretendidamente cohesivo.
El gobierno de Ucrania decretó penalizar en 2006 el negacionismo, tanto del Holodomor como el del Holocausto
Lo interesante es que esa memoria antifascista cultivada también ha sido oportunamente empleada para tachar de fascista o nazi cualquier tipo de amenaza al poder, lo que no le ha impedido rehabilitar a figuras controvertidas del pasado como Stalin. Lo que con ello se ha hecho ha sido recuperar sobre todo el recuerdo del vencedor de la “Gran Guerra Patriótica” frente a Hitler, mientras se prefería eludir momentos más incómodos como las terribles purgas estalinistas o el llamado Holodomor, esa terrible hambruna que provocó la muerte de millones de ucranianos y que todavía hoy separa a Ucrania y Rusia, no solo en el terreno del presente, sino también del pasado. Interpretada como un genocidio intencionado por unos o como una suerte “accidente” no planeado por otros, sigue siendo seguramente el episodio central, mas no el único, en su lucha de las memorias. De hecho, el gobierno de Ucrania decretó penalizar en 2006 el negacionismo tanto del Holodomor como del Holocausto, mientras que el gobierno ruso ha introducido en 2014 el polémico artículo 354.1 en el código penal.
Ahora bien, lo curioso para empezar es que en verdad el propio discurso de Putin compartía rasgos con el discurso que Hitler pronunció el 1 de septiembre de 1939 para defender la invasión de Polonia. También el canciller alemán justificó su ataque desde la protección de unas minorías que sufrían una situación que calificó de Terror (la palabra “genocidio” se acuñó cinco años más tarde), se presentó a sí mismo como un pacifista (“como siempre, traté de lograr, por el método pacífico de hacer propuestas de revisión, una alteración de esta intolerable posición”) y retrató su intervención como inevitable y necesaria (“ninguna gran potencia con honor puede permanecer pasiva durante mucho tiempo observando tales acontecimientos”). En otro momento, advirtió Hitler de forma intimidatoria: “¡Lucharé en esta batalla, no importa contra quién, hasta que la seguridad del Reich y sus derechos estén garantizados!”.
Como de costumbre, y eso obviamente no es una actitud exclusiva de figuras como Putin o Hitler y también ha sido un recurso de potencias oficialmente democráticas, el ataque se prefirió disfrazar de autodefensa. En este sentido, el canciller alemán se remontó al llamado Diktat de Versalles, mientras que el presidente ruso se ha centrado en su célebre discurso en las culpas de una OTAN de la que también ha resaltado su comportamiento hipócrita. Ahora bien, el problema no es que esas críticas sean totalmente falsas o infundadas, ya alguien como Keynes denunció el Tratado de Versalles de 1919 como una “paz cartaginesa” y la conducta de la OTAN no es en absoluto modélica, sino que realmente sean capaces de justificar las respectivas invasiones. Por ello, no deja de ser curioso cómo en ambos casos se combinan un discurso victimista y otro agresivo, como si del primero se siguiera el segundo. De ahí, por ejemplo, que Putin acabase su intervención con estas inquietantes palabras:
“Quien intente ponernos obstáculos, y más aún crear amenazas para nuestro país, para nuestro pueblo, debe saber que la respuesta de Rusia será inmediata y acarreará consecuencias que nunca han experimentado en su historia. Estamos listos para cualquier desarrollo de los acontecimientos”.
Ahora bien, en estas líneas me gustaría resaltar, no solo lo que dijo Putin, sino también lo que silenció. Y recorrer ese silencio es importante porque ayuda a comprender que el conflicto no es solo geopolítico ni meramente reactivo. En no poca medida, la invasión de las tropas rusas se explica también desde un marco ideológico anterior a esta escalada bélica, y anterior también al Euromaidán. No está de más recordar que en la primera etapa de Putin como presidente de Rusia las relaciones con la OTAN y la Unión Europea fueron más cordiales, y que ya entonces había comenzado a cultivar una especie de “melancolía imperial”; una en la que la reivindicación pública de la gloriosa memoria de un imperio pasado y a su juicio injustamente disgregado, lo que describió Putin ya en 2005 como un gran desastre geopolítico del siglo pasado, ha pasado a ser el marco desde donde querer legitimar la recuperación de ciertos territorios en el presente. Es decir, no se trata tanto de una nostalgia imperial que quiera volver a los tiempos evocados, sino de servirse de una memoria vaga, flexible e instrumentalizada del pasado para justificar y reforzar las políticas actuales.
Desde este punto de vista, se puede entender la reivindicación pública de figuras históricas como el filósofo Iván Ilyin (1883-1954), el general Anton Denikin (1872-1947) o el célebre escritor Aleksandr Solzhenitsyn (1918-2008), todos los cuales conectaban con una memoria anticomunista y también con un discurso que permitía conectar con un nacionalismo de corte imperial(ista).
Ilyin fue un pensador que tuvo que marcharse al exilio por culpa de la Revolución Rusa, muy cercano al fascismo (si bien por sus vínculos con el cristianismo prefirió a Franco antes que a Hitler) y conectado a una visión mística y religiosa de Rusia. Algunas de sus grandes preocupaciones, rescatadas en estos últimos años, fueron el posible desmembramiento de Rusia contra el cual se debía luchar o la lucha por una autonomía cultural rusa que se librara de la influencia occidental.
Por su parte, Sozhenitsyn, el famoso autor de Archipiélago Gulag, ganó una gran popularidad en los años 90 en su país gracias a obras como El problema ruso, bestseller donde denunció la deletérea influencia europea en la historia rusa y donde, citando a Lomonossov, enfatizó por ejemplo que “para Rusia sólo hay un tipo de guerra posible contra Europa occidental: la defensiva”. Además, en este libro escribió un pasaje como este, indirectamente evocado por Putin en el discurso del 24 de febrero: “La desgracia no fue que se desintegrara la URSS, eso era inevitable. La gran desgracia (…) es que dicha desintegración se produjera automáticamente siguiendo las falsas fronteras trazadas por Lenin, de manera que Rusia se vio privada de regiones enteras”.
Acerca de la memoria de Denikin, el historiador Serhii Plokhy ha recordado esta anécdota que tuvo lugar en una visita de 2009 al monasterio Donskoy para dejar flores en la tumba de Solzhenitsyn:
“¿Has leído los diarios de Denikin?” preguntó Vladimir Putin una vez a Larisa Kaftan, reportera de origen ucraniano del principal periódico ruso, Komsomol'skaia pravda (La verdad del Komsomol). La referencia era a las memorias de un líder del Ejército Blanco ruso de la época revolucionaria, el general Anton Denikin. “No”, respondió Kaftan, que prometió leer la obra. “Asegúrate de leerlas”, sugirió Putin, y luego añadió: “Denikin habla de la Gran y Pequeña Rusia, de Ucrania. Escribe que nadie puede entrometerse en las relaciones entre nosotros; eso siempre ha sido asunto de la propia Rusia”. Kaftan hizo lo prometido y más tarde publicó un artículo que incluía una selección de citas de los escritos de Denikin. La que Putin tenía en mente decía lo siguiente “Ninguna Rusia, sea reaccionaria o democrática, sea republicana o autoritaria, permitirá jamás que Ucrania sea desgajada. La estúpida, infundada y externamente agravada disputa entre la Rusia de Moscú y la Rusia de Kiev es nuestra disputa interna, no concierne a nadie más, y será decidida por nosotros mismos”.
Además, la memoria del controvertido Denikin –uno de los responsables del Terror Blanco y, por cierto, junto al también polémico nacionalista ucraniano Simon Petliura– fue reivindicada por Putin y sus restos, como también los de Solzhenitsyn y los de Ivan Ilyin, fueron enterrados en el monasterio Donskoy de Moscú.
Putin denunció que, por culpa del colapso de la Unión Soviética, “la nación rusa se convirtió en una de los mayores, si no el mayor, grupo étnico del mundo dividido por fronteras”
Desde la perspectiva de esta memoria nacional-imperial reivindicada, se puede entender que en julio de 2013 Putin afirmara por vez primera, justamente en Kiev y con motivo de la celebración del 1025 aniversario de la conversión del príncipe Vladimir I al cristianismo, que bielorrusos, ucranianos y rusos no eran más que un solo pueblo. Más tarde, fue repitiendo esta idea en diversos escenarios y contextos hasta que el 18 de marzo de 2014, en el discurso pronunciado para justificar la anexión de Crimea, volvió a insistir en que Ucrania y Rusia eran un solo pueblo cuyo origen se situaba en Kiev. Además, Putin denunció que por culpa del colapso de la Unión Soviética “la nación rusa se convirtió en una de los mayores, si no el mayor, grupo étnico del mundo dividido por fronteras”.
Putin retomó ese mantra en el artículo “Sobre la histórica unidad de rusos y ucranianos”, texto publicado el 12 de julio de 2021 que anticipa en muchos aspectos el discurso de hace unos días y en el que pretendió demostrar históricamente la tesis de la unidad de los pueblos ruso y ucraniano. En este escrito también sostuvo el carácter meramente inventado de la nación ucraniana (“la Ucrania moderna es totalmente el producto de la era soviética”), algo que ha repetido en el discurso de hace unos días, mientras que su conclusión no fue otra que:
Estoy seguro de que la verdadera soberanía de Ucrania sólo es posible en asociación con Rusia. Nuestros lazos espirituales, humanos y de civilización se formaron durante siglos y tienen sus orígenes en las mismas fuentes, se han endurecido por pruebas, logros y victorias comunes. Nuestro parentesco se ha transmitido de generación en generación. Está en los corazones y en la memoria de las personas que viven en la Rusia y Ucrania modernas, en los lazos de sangre que unen a millones de nuestras familias. Juntos siempre hemos sido y seremos mucho más fuertes y exitosos. Porque somos un solo pueblo.
Hay que tener en cuenta que Putin ha destacado por cultivar una memoria conservadora, nacionalista y al mismo tiempo transversal o “transideológica”. De ahí, por ejemplo, que Putin haya querido rehabilitar diversos referentes de exiliados contrarios a la Revolución Rusa (incluyendo a un filósofo como Berdiaeff) y que se haya apoyado en múltiples ocasiones a la Iglesia ortodoxa (que, por cierto, de la mano del patriarca Kirill ha apoyado ahora la invasión rusa), al mismo tiempo que eso no le ha impedido cultivar políticamente la memoria de Stalin. O proponer incluso rebautizar de nuevo la ciudad de Volgogrado con el nombre de Stalingrado. Una buena muestra de la importancia dada al relato histórico nacionalista oficial se manifiesta en la renovada constitución rusa de 2020, cuyo artículo 67.3, además de manifestar honrar “la memoria de los defensores de la Patria”, expone desde entonces que se “garantiza la protección de la verdad histórica” y que “se excluye la disminución de la gesta heroica del pueblo defensor de la Patria”.
Convertir a Putin en algo así como un mero discípulo de Stalin, Ivan Ilyin o Aleksandr Dugin, es una simplificación
Ahora bien, no por ello se debe confundir a Putin con Stalin (tampoco con Hitler), ni se lo debe describir como un simple producto de los diferentes referentes ideológicos de los que se ha servido. Por ello, más que plantearse quién es algo así como el filósofo de Putin, como Timothy Snyder ha intentado hacer de manera muy detallada a partir de su conexión con Iván Ilyin en su libro El camino hacia la no libertad, se debe observar cómo la política del dirigente ruso se ha caracterizado por hacer usos selectivos de los legados de esa pluralidad de referentes, lo que en la práctica le ayuda a generar una imagen de transversalidad a la postre focalizada sobre todo en la cuestión nacional-imperial. Convertir a Putin en algo así como un mero discípulo de Stalin, Ivan Ilyin o, peor, Aleksandr Dugin (muy popular entre los círculos de la revolución conservadora europea) es una simplificación, pues su política en verdad se desarrolla de manera pragmática y en relación con la sucesión de los acontecimientos. Además, las referencias públicas de Putin a esas figuras del pasado tienen a menudo más el objetivo de mandar un mensaje simbólico a la sociedad, que no la de visibilizar una influencia real. De ahí que los referentes empleados sean una pluralidad de figuras históricas que, en muchos de los aspectos que no se resaltan de ellos, esgrimen ideas no solo diferentes sino contrarias entre sí.
Un buen ejemplo del juego de continuidades y discontinuidades llevado a cabo por el gobierno de Putin fue la recuperación en 2000 del himno soviético
Un buen ejemplo del juego de continuidades y discontinuidades llevado a cabo por el gobierno de Putin fue la recuperación ya en 2000 del himno soviético, si bien al precio de cambiarle una letra para que fuera propiamente patriótica y, entre otras cosas, eliminara las referencias a Lenin y al comunismo de la versión de 1977. Además, hay que tener en cuenta que es difícil pretender crear una “identidad nacional antifascista” que al mismo tiempo condene duramente a Stalin, principal responsable de la derrota del ejército nazi. Eso resulta oportuno en el contexto de un conflicto con el nacionalismo ucraniano, cuyas conexiones con el fascismo (habitualmente enfocadas desde la controvertida figura de Stepan Bandera, colaborador con unos nazis que también lo encerraron en un campo de concentración) han sido subrayadas. Y también, al querer confundir el pasado con el presente y tomar la parte por el todo, han sido no poco exageradas. Entre otras cosas, desde el relato ruso se ningunean figuras muy celebradas en Ucrania como Mijailo Hrushevski (1866-1934), miembro del Partido de Socialistas Revolucionarios de Ucrania, primer presidente de la Rada ucraniana en 1917 y principal representante de la fundación contemporánea de la historiografía ucraniana.
Por otro lado, y como ya expliqué en un artículo que describía las maniobras actuales de reescribir la historia desde perspectivas nacionalistas o populistas, la influencia de Stalin también se ha notado en la relectura de algunos controvertidos episodios rusos del siglo XX. Por ejemplo, Putin se sirvió de un texto oficial del estalinismo como Los falsificadores de la historia (1948) para justificar el Pacto de no agresión entre Hitler y Stalin y el consiguiente reparto de Polonia en 1939, culpar por extensión del estallido de la Segunda Guerra Mundial a Francia e Inglaterra por el fracaso de los Acuerdos de Munich y con ello intentar deshacer la supuesta “leyenda negra de Stalin” (una expresión de Domenico Losurdo).
Putin ha apelado constantemente a una oportuna y elástica rusofobia, en la que deliberadamente ha presentado las críticas a su persona y a su gobierno como críticas a Rusia
De hecho, a menudo se arguye que la condena generalizada de Stalin sería una muestra más de la rusofobia occidental, una activa tanto en el presente como en el pasado y una en verdad no exenta de un victimismo no pocas veces apuntalado sobre teorías de la conspiración. Más aún, Putin ha apelado constantemente a una oportuna y elástica Rusofobia o Leyenda negra rusa en la que deliberadamente ha pretendido presentar las críticas a su persona y a su gobierno como críticas a Rusia en general. Como ha mostrado Marlène Laruelle en Russian Eurasianism: An Ideology of Empire, también se ha alentado una suerte de lucha cultural conectada con corrientes de pensamiento como la euroasiática, esbozada intelectualmente en el siglo XIX, desarrollada con más fuerza por los exiliados de la Revolución Rusa y actualizada y popularizada de nuevo por figuras como Lev Gumilev (1912-1992) o Aleksandr Dugin (1962). Por cierto, en su libro Fundamentos de geopolítica (1997) ya señaló que Rusia debía resolver el problema de una Ucrania soberana.
Por ello, se debe recalcar que esta apelación a la rusofobia no se trata de una postura exclusivamente actual y que se apoya tanto en un pasado reciente como en uno más lejano que es oportunamente recuperado y actualizado. Por ejemplo, Igor Shafarenski escribió un importante best-seller Rusofobia no por casualidad ya en 1989 y uno de los referentes intelectuales de este libro, Lev Gumilev, fue un pensador muy popular en Rusia cuyo “extraordinario talento” ha sido reivindicado por Putin. Por cierto, Gumilev ya escribió un libro curiosamente titulado La leyenda negra (Chernaia legenda) que hacía referencia a su proyecto de deshacer los prejuicios historiográficos antirrusos y occidentales contra el “yugo tártaro” y, de paso, contra la historia nacional rusa en general. Como ha mostrado Mark Bassin en The Gumilev Mystique, lo que se ha pretendido desde sus posiciones y su memoria ha sido una relectura del pasado con el fin de difundir y prestigiar las tesis euroasiáticas. Además, desde posiciones nacionalistas rusas también se ha querido desautorizar la imagen de Europa al retratarla como una cultura decadente, también en un sentido moral o espiritual, y se la ha rebautizado incluso como Gayropa.
Es preciso observar que ya en el discurso pronunciado en 2014 para justificar la anexión de Crimea Putin también apeló al pasado, pero no ya solo a uno cercano y meramente restringido a la OTAN, sino uno mucho más lejano. Sus palabras fueron:
“En resumen, tenemos todos los motivos para suponer que la infame política de contención, llevada a cabo en los siglos XVIII, XIX y XX, continúa en la actualidad. Constantemente intentan arrinconarnos porque tenemos una posición independiente, porque la mantenemos y porque llamamos a las cosas como son y no nos dedicamos a la hipocresía. Pero todo tiene un límite”.
Al arraigar los conflictos en un pasado lejano Putin ha fomentado la sensación de que son fatalmente crónicos e insalvables y favorece así la polarización. Por ello, hay que recordar que toda esta retórica comenzó mucho antes del conflicto actual. No por ello se debe caer en lecturas intencionalistas, como si la invasión de Ucrania estuviera pensada desde el principio del gobierno de Putin, pero sí que es importante retener que el conflicto actual no solo se explica desde un choque geopolítico, palabra no por casualidad muy de moda a la hora de enfocar este conflicto y muy usada desde nuevos sesgos por pensadores como Dugin, sino que también cuadra con un imaginario y un planteamiento cultural que ayudan a comprender el origen de la guerra. Un imaginario y un planteamiento cultural, por cierto, que no solo están presentes en Putin, sino que, con sus diversas modulaciones nacionales o geográficas, comparten parcialmente muchos de quienes al menos hasta hace poco eran sus admiradores.
El 24 de febrero de 2022, Vladimir Putin pronunció el famoso discurso con el que anunció una “operación militar especial” y se inició la invasión de Ucrania. El presidente ruso justificó la agresión desde la autodefensa y la presentó incluso como “en última instancia una cuestión de vida o muerte, una cuestión de...
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Edgar Straehle
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