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Huesos, hedor, sangre… carne de matadero. En el breve espacio que separa a ambas víctimas –animal sintiente y humano– no existe lugar para la piedad ni la redención. A ritmo frenético, los ganchos se deslizan uno tras otro dejando entrever un holocausto de cadáveres helados. Penden como barrotes, destinados en perfecto orden, al consumo del orbe civilizado. Todo aparece suspendido en la cadena de sacrificio. Carne, dignidad, justicia cuelgan en un amasijo informe que todo lo trasciende. Entre sus paredes se hallan los desheredados de la tierra, descarnadamente expuestos a los embates de la industria cárnica. La máquina de matar no deja espacio a las lágrimas. Los crímenes aquí cometidos se sepultan en el olvido. Aquí no hay paraíso, ni amor, ni primavera. No hay dios. Nadie debería ser merecedor de tal destino. Su sufrimiento, en forma de alarido universal, se silencia envasado en el vacío. Animales y hombres embrutecidos son devorados por una avidez hambrienta de oferta y demanda que, en su ceguera, no atiende a súplicas, ni siquiera cuando lo que está en juego es el bien más preciado: la vida. Si se adentraran en el Purgatorio escucharían el agónico lamento de los adinerados: ¡Oh avaricia! ¿qué más puedes hacer, que así te has apropiado de nuestra sangre, que ni te cuidas de nuestra propia carne? (Dante Alighieri, Divina Comedia, canto XX, 82-84). Inmovilizados, los verán retorcerse, condenados a morder eternamente el polvoriento suelo que los sostiene. Esclavos de su propia voracidad, se debaten inútilmente en una contorsión espeluznante de bocas sedientas de riquezas. Nadie sale indemne de un matadero. Cada trabajador tiene su enfermedad particular. Cuerpo, mente y alma acaban por romperse a un ritmo furioso. Es imposible acostumbrarse a trabajar en una morgue palpitante. Los derechos más básicos penden cual retales en un minimalismo forzado por convenios laborales que actúan de rompeolas frente a la plusvalía de la codicia. “Mataderos” era el apelativo utilizado en el Londres decimonónico para referirse a las ocupaciones nefastas –aquellas en las que la vida se escapa de entre los dedos–, como las casas de encuadernación e impresión de libros y periódicos. Sus trabajadores acababan pereciendo bajo el insoportable peso de un trabajo a destajo, inmisericorde, insalubre, químico. Alejados del cielo, sus vidas se quebraban entre sórdidos muros y amarillentas velas. Asómense al libro I del Capital de Karl Marx y hallarán el malestar de todo un siglo diseccionado con la precisión de un bisturí. El trabajo de los traperos, de las fundiciones de latón, de las fábricas de botones, de esmaltado, galvanizado y lacado desfilarán ante su retina como algunas de las profesiones más sucias, vergonzosas y peor pagadas del siglo XIX. Hay muchas formas de matar, también de morir. A través de la clasificación de los retales, los traperos perecían presos de la viruela. No esperaba mejor suerte a los jóvenes. Su vida se cortaba al tejer el último hilo de Ariadna, una vez convertían los telares en preciados tejidos de seda. Los mataderos ahora se iluminan con luz artificial pero la precariedad siempre se asienta en idéntica base, la desigualdad. Aldous Huxley fue plenamente consciente de ello al asegurar que no se pueden construir tragedias sin inestabilidad social. Se es feliz mientras uno se conforma con lo que tiene, en la pesadilla utópica que le toca. Y el matadero industrial es un submundo alienado y cosificado que no obedece a otro imperio que al sistema Bedaux, diseñado para medir e incrementar la productividad cada 60 segundos. Vida, muerte, despiece…todo se cronometra. Derecho de aseo personal: diez minutos. Tiempo para comer por “bocadillo”. Es tal la velocidad que exige la rentabilidad de las multinacionales que la vista se nubla en el vertiginoso y ciego juego de este macabro carrusel de miembros mutilados que giran informes hasta la náusea. El movimiento espasmódico de las manos tan solo ejecuta mecánicamente el lema subliminal de la producción de masa: “Deprisa, deprisa…” No puedes parar. Si lo hicieras, dejarías de ser rentable. Pero, si miraras atentamente, entonces, morirías de asco y de pena. El inhumano sistema del ingeniero filo-nazi Charles Bedaux sobrevive en nuestros convenios colectivos. Y así es como las víctimas, no deseando aquello que no pueden tener, son conducidas al sacrificio.
Huesos, hedor, sangre… carne de matadero. En el breve espacio que separa a ambas víctimas –animal sintiente y humano– no existe lugar para la piedad ni la redención. A ritmo frenético, los ganchos se deslizan uno tras otro dejando entrever un holocausto de cadáveres helados. Penden como barrotes, destinados en...
Autora >
Casandra Greco
Filósofa, bioeticista e investigadora científico social en salud pública. Defendí derechos en salud en el edificio Berlaymont de la UE, entre otros organismos. Aquí me mueve la protesta ardiente por su derecho a ser felices.
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