Feminismos: Cartas entre generaciones
Una carta a Clarice Lispector
Si vivieras hoy de la manera definida por ti, es decir, atada a una concatenación de palabras vertiginosa, me pregunto si seguirías dejando intactas las férreas estructuras de la desigualdad, la corrupción y la pobreza
Azahara Palomeque 3/04/2022
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Querida Clarice:
Debo de ser la única que te recuerde a diario no en tu habitual solemnidad, oculta dentro de ese halo punzante que desprenden tus libros, sino envuelta en las llamas de tu dormitorio y a punto de ser devastada por la asfixia como una vulgar bruja del siglo XVI. Reconozco que, desde que supe de tu accidente, allá por mi juventud perdida en las inmensas y soleadas explanadas de la Universidad de São Paulo, no he dejado de pensar que podría pasarme lo mismo: rendirme al sueño con un cigarro encendido, no despertar nunca o hacerlo deformada y al borde del otro lado; tanto que sólo me permito fumar en mi estudio y me he convertido en una maniática que comprueba insistentemente que las colillas estén bien apagadas antes de irse a la cama. Te podrá parecer paradójico: “Escritora española revela que, de su mayor referente literario, adquirió un trastorno obsesivo-compulsivo superior a toda inspiración”, pero con eso demuestro que la vida, si acaso, importa más que las letras, aunque sea porque te evoco como una advertencia (eres el cartel sanitario al que por fin se presta atención: FUMAR MATA), mientras me aferro a este vicio confesable.
Que mi tabaquismo te encuentre cada noche desde el miedo que provoca tu ejemplo y no directamente en tus palabras nos humaniza a ambas y constata una rutina común a la que pocos de tus admiradores, académicos de postín, se atreverían: ves que lo mío acaba por respetarte más. No eres ni un paper ni una cátedra, huyo de la ansiedad de la influencia como de una vara verde, no te pongo flores y, hasta en tu propia concepción de la muerte –tan distinta de la hoguera como del cáncer que al final te atravesó–, pervive esa huella cotidiana que quien explora desde la crítica suele relacionar con el misticismo. “Agora eu morrí”, sentenciaste en tu última entrevista, pero te referías a los paréntesis de tiempo que no pasabas escribiendo, cuando los días transcurrían simplemente bajo el peso de lo fútil, sin fantasías, y aquí me pregunto, amiga, qué ocurriría para que esos fragmentos se te hiciesen intolerables en un país que habría necesitado de tu fuerza verbal como dique a las atrocidades políticas. Eran los años sesenta, Brasil entraba en un período de dictadura militar contra el que muchos intelectuales de la época se rebelaban; en plena efervescencia, el llamado “tercer” mundo cuestionaba su condición subdesarrollada y los marginados de todas partes se erguían como lanzas: Cuba contagiaba de espíritu revolucionario a América Latina; en Estados Unidos, el movimiento negro desafiaba a la hegemonía blanca y sus ardides legalistas; África se descolonizaba; hasta Francia izaba a sus obreros y estudiantes como estandartes de justicia. Brasil, tan moderno en Brasilia, se sacudía el hambre a pedradas y la reivindicaba en corrientes artísticas como el Cinema Novo, con Rocha a la cabeza. Mientras tanto, A Paixão segundo G. H. rezaba: “Eu não precisava do clímax ou da revolução ou de mais do que o pré-amor”. Tu protagonista buscaba el afecto incondicional, su antesala y promesa, dispuesta a libar una cucaracha kafkiana desde el apartamento lujoso, envolvente, de su existencia burguesa: redactar eso era tu vida en contraste con el resto del planeta ardiendo de fondo.
Intimista, hermética te han llamado. Pocas veces se te vio en manifestaciones. Una historia como mujer nacida ucraniana, emigrante a esa zona tan depauperada, el noreste brasileño, se vería empañada por la experiencia posterior como esposa de un diplomático. Cierto es que Macabéa, años más tarde, desvendaría las miserias nacionales en A hora da estrela justo cuando el corazón salvaje se te preparaba para dejar de latir, pero me resulta tan perturbador que sólo al final palpitasen los conflictos de la época en tu pluma, como si éstos fuesen a perjudicar una estética de órganos revueltos, casi biliar, cuando nadie achacó contradicción ninguna en la obra de, por ejemplo, Camus, quien iba desde el existencialismo más críptico a la reivindicación más beligerante respecto a su Argelia natal. Te pareces a Pizarnik, excluida del Boom aunque contemporánea, ajena a los gritos de la calle excepto en la trepidación de su estómago. Te pareces a todas las mujeres que, como la vieja de Feliz Aniversário, escupen en su tarta de cumpleaños una rabia contenida de siglos que no acierta a traspasar las fronteras de las paredes de la casa, tanto pueden éstas acomodarse a la piel que contigo, querida, apenas se vislumbran ventanas: un artículo demandando más plazas para alumnos universitarios; el pajarito indefenso que, plasmado en una crónica, se convierte en alegoría de la libertad; siempre: discreción máxima o sutileza elegantemente vestida frente los abusos perpetrados por los mismos, con la excepción, tal vez, de los ejercidos contra nosotras: a veces siento escalofríos al leer las agresiones sexuales que nos transforman, según tus cuentos, en mujer, como ritos de pasaje preparando el cuerpo para su única función social: he aquí tu política. Si vivieras hoy de la manera definida por ti, es decir, atada a una concatenación de palabras vertiginosa, me pregunto si seguirías dejando intactas las férreas estructuras de la desigualdad, la corrupción y la pobreza, –incluso– la destrucción masiva de ecosistemas, el pulmón del planeta –Amazonas– calcinándose, por el hábito de narrar espacios familiares podridos; cuántos saltos no impulsaría el trampolín que conecta la violencia del lar a la institucional si contase con tu mano firme; quién tomaría en serio una voz desgañitada de pancartas que, de repente, también construye el malestar poéticamente; si habrán o no cambiado los tiempos desde tu crear lírico, introspectivo, al mío admirado, pasando por la voz pública que precisamos porque, ¿sabes?, ahora está muy mal visto fumar, pero no necesariamente debido a que nos quieran vivas, ni tan siquiera porque fomenten una garganta despejada con la que poder clamar iguales, pues siempre hay algo que la opaca. Y, aún así, considero una gran victoria haber aprendido compulsivamente a evitar incendios contigo, querida. O a prender la mecha fuera de los cuartos propios.
Un gran abrazo,
Azahara
Querida Clarice:
Debo de ser la única que te recuerde a diario no en tu habitual solemnidad, oculta dentro de ese halo punzante que desprenden tus libros, sino envuelta en las llamas de tu dormitorio y a punto de ser devastada por la asfixia como una vulgar bruja del siglo XVI. Reconozco que, desde que...
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Azahara Palomeque
Es escritora, periodista y poeta. Exiliada de la crisis, ha vivido en Lisboa, São Paulo, y Austin, TX. Es doctora en Estudios Culturales por la Universidad de Princeton. Para Ctxt, disecciona la actualidad yanqui desde Philadelphia. Su voz es la del desarraigo y la protesta.
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