FEMINISMOS: CARTAS ENTRE GENERACIONES
Unos ya no están y otros están lejos
Una carta a Anna Ajmátova
Rosa Berbel 8/03/2022
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Nuestro trabajo, ¿no es un exorcismo,
una respuesta al desafío oscuro?
Enrique Lihn
Querida Anna:
A lo largo de los últimos meses he vuelto con frecuencia al Poema sin héroe. Pierdo la cuenta de las veces que he repetido eso de que la lectura es una ouija, una larga conversación con los muertos; también lo es, sin dudarlo, la escritura, si acaso esta distinción tiene todavía algún sentido. Formas complementarias de invocar a los ausentes. Este tipo de máximas suelen resultarme incómodas, hay una forma de violencia en ese uso del es, una perversa metaforización. Sin embargo, supongo que hay en ellas también un modo de conocimiento: la posibilidad de la correspondencia, el placer de la continuidad. Tus poemas están llenos de este goce, y también de fantasmas, de lugares, palabras e historias que aparecen incesantemente. La ouija es, entonces, en esta momentánea comunicación entre tú y yo, la regla por excelencia del juego, un abismo en varios niveles. Rehuyo al hablarte la palabra trauma, ni siquiera me interesa especialmente nombrar este duelo que nos atenaza, pero hay tantos espectros por todas partes que se me hace imposible no sentir el terror. Una emoción, una relación con el mundo, y en última instancia, una relación con el lenguaje, que me es radicalmente familiar.
Aquel invierno en Leningrado debió de ser atroz, aunque creo que no se trata exactamente de un terror histórico. Los inviernos parecen no acabarse nunca. Mi terror es un terror atemporal, un terror que socava la Historia con mayúsculas, de la misma manera en que el fantasma socava lo real y lo irreal, la ausencia y la presencia. Abole las fronteras de la vida y la muerte. Por tu poema procesionan extraños personajes, algunos de ellos célebres y otros oscuramente anónimos, huéspedes imprevistos que llaman a tu casa en mitad de la noche. En nuestro imaginario colectivo, recibir visitas inesperadas es siempre el punto de partida para una situación terrorífica, peligrosa. Los relatos reproducen nuestros miedos más conservadores, el terror es una máquina de guerra: dar acceso a un extraño a tu intimidad, o incluso no conocer lo suficiente a los conocidos, es el argumento por excelencia del género. No abras la puerta, no cojas el teléfono, evita echar un vistazo por aquella mirilla. Pero, ¿acaso no es la literatura una sublimación de este temor, la celebración de que es preciso dejarse intimidar por los otros?
Si este diálogo entre tú y yo fuera posible de verdad, sé que dirías que sí. Ciertamente es una de esas preguntas retóricas tan obvias. Esto es justo lo que es la literatura. Pero miento: este diálogo es posible. Emily Dickinson, otra amante de los espectros a la que deberíamos incluir en la conversación, escribió algo así como que el alma dotada de un huésped rara vez siente la necesidad de viajar. Estamos confinados en nuestros propios cuerpos, en los largos corredores de nuestra cabeza. ¿Hay alguien realmente llamando a nuestra puerta? El descenso a oscuras criptas. Hannah Arendt tiene también una idea muy tierna según la cual “pensar con una mentalidad amplia significa entrenar la propia imaginación para ir de visita”. ¿Qué hay en este doble gesto, en recibir invitados o en hospedarte en una casa ajena, tan sugerente para el pensamiento? ¿Por qué nos fascinan tanto (y uso este plural de forma utópica, no para referirme a nosotras, sino más bien a todas las nosotras posibles) los fantasmas?
Ser un huésped, en el mágico doble sentido de la palabra huésped, tiene que ver con el reconocimiento de un enigma. Ser huéspedes nos hace perder el control, un control en primer lugar lingüístico: quién visita a quién, a quiénes pertenecen las casas. Un huésped es un imposible. No existe la previsibilidad al traspasar un umbral: los límites son saltos al vacío, las respuestas no están dadas de antemano. Y tus poemas están llenos de líneas abisales, de decisiones enigmáticas y trazas de impureza. Quizá por eso me ayudan tanto en estos días. La poesía y el terror son una forma más de experimentar esta lógica antiapocalíptica, pero también el amor, los viajes o las fiestas; formas de relativizar la percepción del riesgo, formas de ponerse en peligro.
Querida Anna, conversar con los muertos establece una jerarquía: vosotros siempre sabéis más, sois más interesantes, afrontáis mejor las contradicciones. Quizá todas mis obsesiones de los últimos tiempos, mis fantasmas más temidos, se anclen en la certeza de que el conocimiento es limitado. Los vivos somos seres aburridos, tan escasamente ambiguos. Nos repetimos todo el tiempo, aunque creemos conservar cierto sentido de la linealidad. A pesar de todo, las ambivalencias nos torturan.
Es muy difícil no hacerte preguntas, no demandarte respuestas: aprender, como el que va invitado a una casa extraña, que simplemente el mundo está lleno de incógnitas. De bucles, paradojas, redundancias. El orden de las cosas, rituales inaccesibles, el sentido del lenguaje: todo es nuevo en una casa nueva.
Celebremos, aun con cierta resistencia, que así sea.
Con devoción,
desde otro lugar y desde otro tiempo,
Rosa.
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Enrique Lihn
Querida Anna:
A lo largo de los últimos...
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Rosa Berbel
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