Diario itinerante
De la terapia del ‘shock’ a la guerra financiera
Las privatizaciones mafiosas de los noventa en Rusia, diseñadas por los gurús de la Universidad de Harvard, explican por qué una parte importante de la población rusa aún apoya a Vladímir Putin
Andy Robinson 19/04/2022
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La Vanguardia publicó el 18 de abril una comparación breve de dos suspensiones de pagos sobre la deuda rusa. La primera en 1998, que se produjo tras un periodo desastroso de desregulación, endeudamiento y privatizaciones corruptas durante los Gobiernos de Boris Yeltsin, provocó pánico en los mercados financieros globales. La otra, que está a punto de producirse, lejos de preocupar a los inversores occidentales, cuenta con su beneplácito al ser provocada expresamente por Washington como parte de la guerra financiera contra Vladímir Putin.
La megamoratoria rusa de 1998 sobre 61.000 millones de dólares de deuda –el 17% del PIB ruso– desencadenó una ola expansiva destructiva que alcanzó a Brasil y a otros países en desarrollo ese mismo año –forzando un rescate del FMI– y estremeció sísmicamente a Wall Street. El daño colateral más importante para el sistema financiero del default fue el megafondo de cobertura Long Term Capital Management, que suspendió pagos sobre derivados por un valor superior a un billón de dólares y tuvo que ser rescatado por un consorcio de bancos.
Si Chicago había proporcionado las teorías para justificar las privatizaciones corruptas de Pinochet en Chile, Harvard era la elegida para diseñar la privatización de la economía soviética
Entonces, los bancos y fondos de inversión occidentales estaban altamente expuestos al riesgo de default. Como explica con brillante humor negro Matt Taibbi en este articulo, los titanes de Wall Street habían realizado billonarias apuestas por la privatización y la desregulación financiera diseñadas por los gurús económicos del entonces presidente Boris Yeltsin. Los más importantes de estos eran Anatoly Chubáis –ahora consejero de JP Morgan– y Yegor Gaidar, ambos ultraliberales formados en Occidente. Rusia se convirtió en el laboratorio del neoliberalismo del shock.
“Las privatizaciones de la industria soviética fueron gestionadas con el asesoramiento de economistas estadounidenses (...) a gángsters mafiosos y a asesinos como Boris Berezovsky se les regalaron participaciones mayoritarias en empresas como Aeroflot”, recuerda Taibbi.
Si Chicago había proporcionado las teorías para justificar las privatizaciones corruptas de Pinochet en Chile, Harvard, la universidad de asesores de Clinton, como Larry Summers, era la elegida para diseñar la privatización de la economía soviética. Summers fichó a Jeff Sachs (ahora arrepentido y crítico acérrimo a la terapia del shock y a las estrategias de occidente en Rusia y en el Sur global) para asesorar a los Harvard Boys en Moscú. Andréi Schleifer, nacido en Rusia y formado en Boston, y Jonathan Hay, de la Escuela de Derecho de Harvard, ambos doctorados por Harvard, ayudaron a diseñar la estrategia de shock para el GKI, el comité de privatización del Gobierno de Boris Yeltsin.
Pocos años después, estos dos últimos fueron acusados de utilizar información privilegiada durante las privatizaciones para facilitar una serie de pelotazos del fondo de cobertura de la mujer de Schleifer, Nancy Zimmerman. Pagaron 256 millones de dólares para frenar la investigación.
El FMI apostó fuerte también por el capitalismo del shock en Rusia. Bajo la dirección de Michel Camdessus, excolaborador de Mitterrand, católico de la escuela de solidaridad convertido en evangélico de la desregulación y admirador del nexo Wall Street-Washington clintoniano, extendió la mano a Yeltsin. Las presiones del FMI de Camdessus en favor de abrir las cuentas de capitales habían contribuido a inflar burbujas y provocar la crisis asiática del año anterior, que el FMI luego agravó con recetas de austeridad.
Durante la desestatización de los 90, la pobreza en Rusia subió del 2% al 40% de la población
Para Rusia, que abrió su economía de par en par para que la banca internacional tuviera acceso a la gran subasta de activos públicos, facilitó créditos por 16.000 millones de dólares entre 1991 y 1998, un apoyo clave a la venta a precio de saldo de las grandes empresas estatales a un puñado de oligarcas. Durante este periodo de desestatización, la pobreza en Rusia subió del 2% al 40% de la población.
Cuando Yeltsin pidió una nueva línea de crédito en 1998 para asegurar acreedores asustados por la crisis en Asia, el FMI se negó. Tras la suspensión de pagos, Yeltsin fue sustituido en la presidencia por Putin, que ganó las elecciones presidenciales de 1999. Los gobiernos occidentales aplaudieron la llegada al poder de un “líder fuerte” en comparación con el etílico Yeltsin. Tanto Bill Clinton como Tony Blair elogiaron al exlíder de la KGB.
Un artículo en la revista dominical del New York Times en 1999 retrató al nuevo presidente como “una versión humanitaria de Pedro el Grande, el gobernante que abrirá el país a la influencia del mundo, una Rusia más dulce y más dinámica que nunca”. Chrystia Freeland, la actual ministra canadiense de Economía, escribió entonces en sus crónicas periodísticas que “estamos a punto de enamorarnos de Rusia (con Putin) otra vez”.
Taibbi resume parafraseando la consigna de la política exterior a la hora de apoyar a dictadores.“Pensamos que Putin era nuestro bastardo; pero se ha convertido en su propio bastardo”.
Veintitrés años después, ante otra inminente suspensión rusa de pagos, los grandes bancos occidentales se sienten protegidos. Han ido retirando sus créditos de Rusia en los últimos años. El FMI –que comienza su asamblea semestral esta semana en Washington– ya no tiene programas de créditos en Moscú. Por eso, Biden puede permitirse dar instrucciones a los bancos en Wall Street para que estos no procesen los próximos reembolsos de la deuda rusa. Y Moody’s puede rechazar categóricamente que Rusia pague su deuda en rublos.
Merece la pena reflexionar sobre estos dos defaults. Porque es lógico pensar que la terapia del shock y las privatizaciones mafiosas de los noventa en Rusia, diseñadas por los gurús de la Universidad de Harvard, explican por qué una parte importante de la población rusa aún apoya a Vladímir Putin. Tal vez explica también por qué gran parte del Sur global –no solo los 31 países que no han condenado la invasión y que albergan más de la mitad de la población del mundo– no se suma a los nobles y apasionados llamamientos de los líderes occidentales a que se construya un frente unido mundial contra Putin.
Tras el colapso de 1998, gran parte del electorado ruso ya identificaba la democracia liberal con un saqueo de bienes públicos sin precedentes
Tras el colapso de 1998, el daño a la credibilidad de la democracia rusa ya era un hecho consumado. Gran parte del electorado ya identificaba la democracia liberal con un saqueo de bienes públicos sin precedentes en la historia. Desde las crisis en Asia y Rusia de 1997-98 se ha ido generando una unidad antioccidental en el Sur global, centrada en sustituir al dólar como divisa reserva.
China que, como Isabelle Weber destaca en su nuevo libro How China avoided shock therapy, eligió un camino diferente al capitalismo de shock; es un referente mucho más relevante ya para los grandes países en desarrollo que Estados Unidos. Muchos países del Sur global contemplan con preocupación la weaponization –conversión en arma militar– del dólar hegemónico tras verse forzados a invertir sus reservas de divisas –necesarias como blindaje para evitar una crisis como la de 1997-98– en dólares.
Es comprensible. A fin de cuentas, poco ha cambiado en el ámbito económico de Occidente desde aquellos años en los que llegaron a Moscú los JP Morgan y los Goldman Sachs, los Citigroup y los Long Term Capital Management, para diseñar el gran saqueo del Estado soviético.
Entonces, el gobierno de facto en un mundo unipolar tras la caída de la URSS era lo que Jagdash Bhagwati, el gran economista indio, calificó como el nexo Washington-Wall Street personificado por Robert Rubin, el secretario del Tesoro de Bill Clinton, y expresidente de Goldman Sachs, con su brazo derecho, Summers, el economista más brillante de Harvard. Los demócratas de Clinton contaban con el apoyo de los bancos de inversión y siempre devolvían el favor aunque hicieran falta acciones militares para abrir las economías de los países reticentes al capital internacional.
Plus ça change plus c'est la même chose en los tiempos de Biden y de la guerra de 2022. El diseñador de las sanciones financieras contra Rusia es Wally Ademeyer, vicesecretario del Tesoro y exgestor del fondo BlackRock.
¿Cuáles serán las consecuencias de las sanciones y del default ruso? Tal vez no habrá daños colaterales en Wall Street. Pero la economía rusa puede caer por un precipicio, una caída del PIB del 15% este año, según el Instituto Internacional de Finanzas en Washington. Putin aguantará seguramente, como suele ocurrir con las sanciones. Pero habrá un impacto catastrófico sobre el bienestar de millones de rusos. Tal vez la pobreza volverá al 40% de la población rusa otra vez.
Y en decenas de otras economías en desarrollo del Sur global –la mayoría contrarias a la política de sanciones contra Rusia–, las subidas de precios de alimentos y combustibles desatarán más pobreza y otra ola de hambre. Pero, tal vez, más que Putin, será el bloque occidental de EE.UU. y Europa –tan seguro de su superioridad moral en un sinfín de editoriales– el que se aísle más del resto. Andrew Cockburn hace la pregunta indicada en London Review of Books: cuando llegue el hambre y los cortes de luz a los pobres: “¿A quién echarán la culpa estas poblaciones? ¿A Rusia o a Occidente?”
La Vanguardia publicó el 18 de abril una comparación breve de dos suspensiones de pagos sobre la deuda rusa. La primera en 1998, que se produjo tras...
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Andy Robinson
Es corresponsal volante de ‘La Vanguardia’ y colaborador de Ctxt desde su fundación. Además, pertenece al Consejo Editorial de este medio. Su último libro es ‘Oro, petróleo y aguacates: Las nuevas venas abiertas de América Latina’ (Arpa 2020)
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