EDITORIAL
Un país de comisionistas
21/04/2022
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Una de las mayores lacras de la España democrática es la corrupción. Se trata de un vicio unido intrínsecamente a nuestro sistema político y social, que viene de muy atrás. A diferencia de otros países europeos que a finales del siglo XIX o principios del siglo XX hicieron reformas institucionales para escapar de la corrupción, en España no se ha roto una tradición que alcanzó su forma más perfeccionada en el periodo de la Restauración (caciquismo). El amiguismo e intercambio de favores ha sido una de las principales vías de medrar. Una buena parte de las grandes fortunas españolas ha surgido de la corrupción y del abuso de lo público para enriquecimiento privado.
Los escándalos económicos que continuamente salen a la luz estos días son un ejemplo evidente de este modelo en el que quienes más defienden el liberalismo construyen sus fortunas saqueando al Estado. Y la figura que mejor describe a este sistema corrupto es la del comisionista, un pícaro sin escrúpulos y con contactos, que estadísticamente suele estar ligado al Partido Popular y es endémico en Valencia y en Madrid.
Los intermediarios tienen mala fama. Se les achaca que obtienen beneficio económico sin necesidad de trabajo, creatividad, riesgo o esfuerzo personal. En realidad hay comisionistas honestos y transparentes cuyo trabajo es encontrar compradores para el producto que alguien ofrece. Pueden incluso ser imprescindibles en algunos negocios. Pero los comisionistas de los que hablamos estos días no son de esos.
La vinculación entre comisionista y corrupción nace de esos tipos que venden esencialmente su capacidad de influencia. Se ofrecen para intervenir en procesos de decisión, normalmente públicos, consiguiendo que beneficien a unos empresarios en vez de a otros. Aunque cobrar una comisión por ayudar a alguien a cerrar un trato no es delito, intervenir para que el Estado contrate a alguien sí suele serlo: puede haber un funcionario que se deje influir para no optar por la oferta más solvente o más beneficiosa sino por la del comisionista, en cuyo caso entramos en el terreno de los sobornos y las prevaricaciones. También puede haber engaños y estafas, porque se presente una oferta falsa que, una vez firmada, no se pueda cumplir o porque se mienta en las condiciones… En general nadie regala dinero. Y quien paga cantidades desorbitadas a un comisionista, o a un testaferro, lo hace porque sin él no lo conseguiría.
En los casos que estamos conociendo no es casual que se trate de aristócratas que aparecen cada día en las revistas del corazón, de hermanos o de primos de políticos relevantes, de jugadores de fútbol conocidos mundialmente… Todos ellos usan sus contactos con las élites y en la administración pública para enriquecerse. Conocen a alguien que va a tomar una decisión y usan su ascendencia sobre ellos para influir en el resultado. Son la esencia misma de la corrupción. Los millones que cobran salen en última instancia del presupuesto público y entran en sus cuentas corrientes para premiar un intercambio de favores.
La emergencia sanitaria durante la pandemia se ha convertido en el mejor caldo de cultivo para estas prácticas
Este modelo de negocio es por su propia naturaleza opuesto a la idea de democracia, al estado del bienestar y al imperio de la ley. Algunas estimaciones han cifrado estos últimos años en cerca de 100.000 millones de euros anuales el coste de la corrupción. Por eso resulta tan extremadamente dolorosa la falta de voluntad de las instituciones públicas en la lucha contra esta lacra que no cesa. La mayoría de los casos no se investigan a fondo. Las denuncias de la fiscalía son escasas y, en muchos casos, las condenas puramente testimoniales. La emergencia sanitaria durante la pandemia se ha convertido en el mejor caldo de cultivo para estas prácticas. A una legislación ya laxa se le ha añadido la excusa perfecta para hacer concursos rápidos, sin competencia ni supervisión. Aún no sabemos cuántos comisionistas se han enriquecido a base de conseguir que las comunidades autónomas y los ayuntamientos contraten a sus amigotes para suministrar materiales, construir hospitales o limpiar edificios a precios abusivos. Mientras la ciudadanía enfermaba o moría asustada, algunos comisionistas robaban a manos llenas y lo festejaban diciendo “pa’ la saca”. En la sociedad se extiende la sospecha de que solo está saliendo a la luz la punta del iceberg, y la inacción de los organismos de control resulta difícil de entender.
Lo más triste de todo esto es que no es de extrañar. En España, el jefe del Estado durante décadas, el rey Juan Carlos, ha actuado como comisionista en jefe y se ha enriquecido con prácticas corruptas que la Justicia ha preferido no perseguir o ha dejado prescribir. Ahora, el abogado que defiende que sus actos queden impunes es nada menos que el antiguo fiscal anticorrupción. Con estos mimbres, todavía no tenemos pruebas de que estos comisionistas y los políticos que les contrataron hayan cometido estafas u otros delitos. Pero tampoco tenemos dudas. De nuestra ejemplar transición quedan sólo las sombras. Los historiadores del futuro hablarán de la II Restauración corrupta.
Una de las mayores lacras de la España democrática es la corrupción. Se trata de un vicio unido intrínsecamente a nuestro sistema político y social, que viene de muy atrás. A diferencia de otros países europeos que a finales del siglo XIX o principios del siglo XX hicieron reformas institucionales para escapar de...
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