MEMORIAS DE UN GESTOR CULTURAL, 1987-2004 (V)
La Red de Centros Culturales (1996-2002)
El Instituto Cervantes nació de espaldas a Iberoamérica, formando una doble red de centros culturales, inédita en ningún país europeo, que lamentablemente permanece hasta hoy
Carlos Alberdi 7/05/2022
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En Buenos Aires practicábamos una cooperación cultural basada en la autonomía de la cultura. Ofrecíamos a la comunidad cultural local el centro y esa base cotidiana se convertía en la pista de aterrizaje de las propuestas que llegaban desde España. Bordeábamos, con delicadeza, la diplomacia cultural clásica que instrumentaliza la cultura al servicio de los intereses nacionales, tratando de pensar en unos intereses culturales iberoamericanos. Contemplábamos a lo lejos otras fuerzas, que luego han crecido, como la importancia económica de la cultura o la cultura como factor de desarrollo, y nos parecía que con nuestro planteamiento las englobábamos. Sin desmerecer la importancia de la diplomacia, ni del desarrollo, ni de la economía, pensábamos, en nuestra ingenuidad, que era posible una posición en la que la puesta en común de propuestas culturales iberoamericanas fuera el eje de la actividad de los centros culturales de España, superando en lo posible las barreras nacionales y manteniendo una idea de la calidad cultural por encima de prioridades diplomáticas, económicas o de desarrollo, porque, más ingenuos todavía, creíamos que por esa vía acercaríamos más a los agentes culturales y produciríamos más desarrollo y más riqueza. Sabíamos que, al final, un centro cultural no es otra cosa que los mensajes que emite. Eran tiempos optimistas.
Del resto de centros dependientes de Aecid supe poco en aquellos años 91 y 92 que pasé en Argentina. La efervescencia estaba en Madrid, donde se puso en marcha el Instituto Cervantes y la Casa de América. Visto desde Buenos Aires, el Instituto Cervantes era una buena noticia a medias. Se veía demasiado la mano de las fuerzas conservadoras de la diplomacia. Conservadores en lo político y conservadores, sobre todo, en lo corporativo. El Cervantes nacía de espaldas a Iberoamérica formando una doble red, inédita en ningún país europeo, y que lamentablemente permanece hoy en día, diferenciando entre los países que no hablan español –en los que trabaja el Cervantes– y los países en que se habla español –donde trabaja la Red de Centros Culturales de la cooperación española dependiente de la Aecid.
La creación de Casa de América tuvo también un fuerte peso del estilo embajada clásica
Exteriores, a pesar de tener el control, recelaba de un Cervantes fuerte. Por otra parte, la creación de Casa de América, aunque Pedro Molina fue el primer responsable de su área cultural, tuvo también un fuerte peso del estilo embajada clásica y en pocas ocasiones ha llegado a conectarse a fondo a los centros culturales que triunfan sobre el terreno. En pocas ocasiones se ha planteado como prioridad ser un centro cultural y ofrecerse como lugar de llegada de los creadores iberoamericanos. Los planteamientos diplomáticos han sido casi siempre prioritarios.
Desde mi despacho de la calle Florida tenía una visión limitada del conjunto. Me volví a Madrid y pedí el reingreso como profesor. En enero de 1993 me incorpore al instituto de Illescas donde tenía mi plaza. En mayo el director del Instituto Cervantes, Nicolás Sánchez Albornoz, me ofreció ser director de Cultura en su equipo. Dije que sí, pero me equivoqué. Después de la experiencia de la Residencia y del Centro Cultural de Buenos Aires, la parte cultural del Cervantes era un espacio sin definición. El Cervantes era un monstruo creado a partir de piezas sueltas de la Administración, cada una con su propio pasado, y la prioridad era amalgamar todo aquello y organizar las clases de español. La cultura tenía un lugar secundario en la Ley Fundacional y un lugar residual, si exceptuamos las bibliotecas, en la vida diaria de los centros, en la que todo eran problemas. El equipo directivo tenía falta de homogeneidad, cada uno teníamos una idea distinta de lo que debía ser aquello.
Me empujó a dimitir el convencimiento de que no tenía ningún tipo de apoyo para hacer con los centros Cervantes algo parecido a los centros culturales de Iberoamérica
Retomé una cierta relación con el Ministerio de Asuntos Exteriores, pero desde otro lado. Mientras que la Agencia de Cooperación estaba llena de diplomáticos que la dirigían, el Cervantes apenas tenía en la sede central a un viejo diplomático, Zulueta, que hacía de enlace, y, en París, a un consejero, Sánchez Rau, que hacía también de director de centro. Esa asimetría entre la Aecid y el Cervantes, que luego he tenido ocasión de observar más de cerca, generaba una relación perversa. Los diplomáticos consideran suya la Aecid. Al Cervantes lo ven como un organismo con intereses propios, capaz de volar por su cuenta, de asumir la dirección de la política cultural española en el exterior, si se descuidan. Visión que algunos mantuvieron, incluso, en la época en que Tamarón, un diplomático, fue director del Instituto.
Pero lo que definitivamente me empujó a dimitir de mi puesto de director de Cultura en marzo del 94 fue el convencimiento de que no tenía ningún tipo de apoyo para hacer con los centros Cervantes algo parecido a los centros culturales de Iberoamérica, con su voluntad de introducirse en la vida cultural local. Me volví al instituto de Illescas y, durante casi dos años, me mantuve ajeno a estos negociados. Me llegó la noticia de que Fernando Villalonga salió de Buenos Aires para ser consejero de Educación y Cultura de la Generalitat Valenciana y también que habían mandado para sustituirle a otro diplomático, no tan especializado.
En marzo del 96 el Partido Popular ganó las elecciones y a mí me ofrecieron incorporarme al equipo del Teatro Real, que dirigía Elena Salgado, para llevar temas educativos y de relaciones con el público. Me dijeron que Gallardón, que era entonces presidente de la Comunidad de Madrid, garantizaba la continuidad del equipo. Me lo creí porque me había trasladado a un Instituto de Orcasitas, el Enrique Tierno Galván, y había descubierto lo duros que eran ciertos centros de extrarradio comparados a otros, como el de Illescas, donde todavía el ambiente estaba dominado por una idea positiva del estudio. Pero aquí no estamos para hablar de educación. Lo que puedo contar es que de pronto pasé de dar clase a un grupo de repetidores con los que una hora podía equivaler a una pesadilla, a sentarme en una elegante oficina de Recoletos esquina Recoletos para preparar el proyecto del nuevo Teatro Real, donde se estaban terminando las obras.
Eran los tiempos de Stephan Lissner y de Elena Salgado. Apenas los pude conocer. En el momento en que nombraron ministra de Educación y Cultura a Esperanza Aguirre, supimos que el sueño se había terminado. En su paso por el Ayuntamiento ya había mostrado su distancia con la ópera, y, aunque Elena Salgado intentó resistirse, el nombramiento de Tomás Marco como director del INAEM y las fotos que se hizo hacer, en contrapicado, no dejaban dudas que despejar. A los pocos días nos sacaron de la elegante oficina y nos colocaron en una nave del Teatro Real, sentados en pupitres de colegio. Fueron momentos muy buenos porque éramos los primeros en entrar en el teatro recién restaurado, y disfrutamos subiendo, bajando y recorriendo el espacio de una punta a la otra. En medio de aquel barullo, me llamó Fernando Villalonga, a quien Aznar había nombrado secretario de Estado para la Cooperación Internacional y para Iberoamérica. Me dijo que me iban a echar y que me fuera con él para llevar temas culturales. Le dije que llevaba poco tiempo y que no podía despedirme, pero que cuando nos echaran, como él pronosticaba con conocimiento de causa, que estaría encantado. Así fue. A los pocos días llegó un nuevo gerente que nos fue preguntando a cada uno quién nos había llevado allí. Un señor con más pinta y maneras de inspector que de otra cosa. Él me dijo que me reclamaban en Exteriores, por lo que me reconfirmó que Fernando iba en serio. Volvía, tres años después de irme, a la cooperación, a mi relación con el Centro Cultural de Buenos Aires y a la construcción de lo que hoy es la Red de Centros Culturales de España en Iberoamérica y Guinea Ecuatorial.
Tras unos titubeos iniciales, me incorporé al puesto que tuvo Pedro Molina a su vuelta de Buenos Aires y antes de irse a Casa de América: consejero técnico de una enorme Subdirección de ICI, desde la que se coordinaba toda la actividad cultural, científica y universitaria con América Latina. También dependía de Fernando la Dirección de Relaciones Culturales y Científicas, donde nombró director a Santiago Cabanas. Fernando quería que yo hiciera de conexión entre Culturales y el ICI. Culturales estaba muy mal de recursos y allí se empezó a hablar de su posible integración en la Agencia de Cooperación, cosa que tuvo lugar en el año 2000, con el segundo gobierno de Aznar y Miguel Ángel Cortés en el puesto de Fernando.
Me volví a ocupar de Buenos Aires. Las noticias que le llegaban a Villalonga del diplomático que le había sustituido eran malas. Para empezar no se llevaba bien con Laura Buccellato, pero además su idea de lo que era la cultura española tenía tendencia a la prosopopeya. En el trato con los artistas locales era regañón y el arte contemporáneo le resultaba extraño. No era una persona preparada para el puesto y, a los pocos meses, Fernando me pidió que buscara un sustituto. Mi candidata fue Carlota Álvarez Basso, pero por diversas razones declinó. Al hacerlo me sugirió que hablara con Tono Martínez, al que yo conocía superficialmente de La Luna de Madrid. Lo hice y encontré alguien dispuesto a viajar de inmediato y con las características básicas para triunfar en la empresa. Y así fue. El diplomático se tuvo que replegar a la Consejería Cultural y Tono retomó la dirección del centro, en la misma línea que se había hecho con anterioridad. Fundó una revista-folleto, que llamó Barbaria, y mantuvo el centro a toda máquina hasta el año 2001.
Un centro que se movió desde antes del 96 fue el de La Habana. El Gobierno del PSOE había negociado la cesión de un antiguo club
Mi nuevo puesto me dio una visión más global de Iberoamérica y la generalización del correo electrónico me permitió establecer una relación constante con todos los puntos de la incipiente Red. Fernando tenía claro que había que crear un centro en México cuanto antes. Había elegido una vieja casa, detrás de la catedral, que nos cedía el gobierno de la ciudad, y en septiembre me mandó a que la viera. El lugar era y es excepcional. La tarea era complicada, porque en aquel tiempo el centro histórico tenía mala fama y muchos vaticinaban que no iría "nadie". Nosotros teníamos claro que, para el tipo de centro que proponíamos, el centro histórico era perfectamente válido y, además, era convergente con otros proyectos de la cooperación española de recuperación de centros históricos en Latinoamérica. Entre los pesimistas llevaban la voz cantante la consejera cultural y su marido, a la sazón número dos de la Embajada. Como creía que el Centro Cultural lo tenía que dirigir su mujer me dijo muy serio, en un aparte, que si no había un aparcamiento propio del centro el proyecto no saldría adelante. Efectivamente, el proyecto encalló mientras la pareja permaneció en México, y los intentos del arquitecto, Alfonso Govela, por encajar un aparcamiento en alguna parte del edificio fueron infructuosos. Hubo que esperar a la llegada de una nueva consejera cultural, que se puso a la tarea sin prejuicios, y al nombramiento de Ángeles Albert como directora, para que la obra prosperara. Cuando me fui a La Casa Encendida, en mayo del 2002, me había dado tiempo a corregir un folleto promocional con Ángeles y, a los pocos meses, se inauguró el centro. Su éxito fue inmediato, lo que consagró, al menos para algunos de nosotros, el modelo de Buenos Aires: base local y autonomía de la cultura como forma de encarar la cooperación cultural española en Iberoamérica.
Durante los seis años de brega, 1996-2002, que costó elaborar el proyecto, hacer la obra e inaugurar el centro de México, el resto de la incipiente Red no paró de moverse. Fernando Villalonga había experimentado personalmente lo que era un centro como el de Buenos Aires y apoyó a lo largo de su mandato la extensión del proyecto. El equipo de Miguel Ángel Cortés, que entró en el 2000, mantuvo el modelo con bastantes matices y le añadió un programa de exposiciones de artistas españoles que, en demasiadas ocasiones, no tenía demanda, iba a centros de segunda y fomentó una imagen de nuevos ricos innecesaria. Un proyecto pensado para contentar a los artistas españoles, pero indiferente a las necesidades americanas.
Un centro que se movió desde antes del 96 fue el de La Habana. El Gobierno del PSOE había negociado la cesión de un antiguo club, en primera fila del malecón, que estaba lleno de familias okupas. En el 96 la Consejería de Cultura la había pedido un diplomático, Ion de la Riva, muy ligado a los gobiernos del PSOE, que había sido director del Gabinete de Luís Yáñez y fundador de la Casa de América. Aunque Fernando rivalizaba con Ion en algunos aspectos, le apoyó para que avanzara en lo que fue el Centro Cultural de España en La Habana. Nos preguntábamos cómo aceptaría el régimen cubano la creación de un foco de encuentros y actividad en pleno centro de la ciudad, con el respaldo del gobierno español.
Se empezó muy poco a poco. Llevó su tiempo sacar a los okupas y se emprendió una obra de restauración, muy cuidadosa, en un edificio imponente, con cariátides en la fachada, pero muy castigado por el mar al estar en primera fila. Ion tenía una relación difícil con la oficialidad cubana, aparte de los problemas que surgieron cuando Cuba se agarró a unas declaraciones del recién nombrado embajador Coderch para rechazarlo. En una Embajada sin embajador, Ion inauguró el centro con mucha suavidad invitando a Ruiz Giménez y manteniendo la ficción de que era un centro exclusivamente español, sin actividad de los cubanos. El régimen no quería el modelo de Buenos Aires, pero también era absurdo tener un centro como aquel y no ofrecerlo a la comunidad cultural local. A Ion de la Riva le sucedió José María Rodríguez Coso, que fue dejando que el centro se moviera y que recibió, a cambio, algún ataque desabrido del gobierno cubano.
Si volvemos al 96 y a la incipiente Red de entonces, el centro con más encanto era Buenos Aires. Santiago de Chile era territorio diplomático
En 2001, Jesús Gracia, que en 1999 había sido nombrado director de la Agencia, fue nombrado embajador en La Habana y se llevó de directora del Centro a Ana Tomé, a la que conocía porque había dirigido Santo Domingo. La llegada de una directora "profesional", que contaba con el apoyo del embajador, revolucionó el centro y estuvo a punto de revolucionar La Habana. Fue algo más de un año y el compañero Fidel tuvo que intervenir para echarla. Es quizá el momento más amargo de la Red de Centros, a la vez que el más influyente, pues nunca antes un centro de estas características pudo pensar en convertirse en una cuestión de Estado. Durante el tiempo que duró el sueño, 2001-2003, se sintió lo importante que es la cultura cubana y lo mucho que aportaría a la cultura Iberoamericana si no estuviera, como está, sometida a los imperativos de una dictadura militar que se considera en estado de guerra permanente.
Si volvemos al 96 y a la incipiente Red de entonces, el centro con más encanto era Buenos Aires, del que ya hemos hablado y que Tono mantuvo y mejoró. Santiago de Chile era territorio diplomático. Albergaba una oficinita del Instituto Chileno de Cultura Hispánica, una organización más que antigua, y su ámbito de actuación estaba limitado por una Embajada de España acostumbrada a dejarse querer por la alta sociedad chilena que, por si alguien no lo sabe, es conservadora a rabiar. El contraste entre Buenos Aires y Santiago, en los años noventa, era enorme. La diferencia entre la prensa de una y otra capital era un claro exponente del nivel de la vida social y cultural de las dos ciudades. Lo cierto es que el centro de Santiago tenía, además, algunas carencias y solo diplomáticos muy especiales, como Rafael Garranzo, lograron conectarlo a la vida cultural de Santiago de una manera productiva.
En Lima, mientras yo estuve en Buenos Aires, trabajó Rafael Sender, sobrino del novelista, y persona del mundo editorial de Barcelona. Allí se encontró además con una diplomática excepcional, Mila Hernando, de consejera cultural. La mala suerte quiso que, cuando llegó el momento de la apertura del centro, el entonces director del ICI seleccionara a una profesora de filosofía sin demasiada mano izquierda, que llevó por allí a toda la joven filosofía española, pero que no se integró en la vida local. Duró, a trancas y barrancas, un par de años y hubo que esperar a la siguiente directora, Teresa Velázquez, que ahora lleva las exposiciones temporales del Reina Sofía, para que el mecanismo se pusiera en marcha. Desde entonces el Centro Cultural de España es un lugar principal de la vida cultural limeña.
En Santo Domingo a Ana Tomé le correspondió la tarea de convertir un Instituto de Cultura Hispánica en un centro cultural modelo Buenos Aires. Lo hizo como sólo ella sabe, y tuvo su momento cumbre en el 97 cuando invitó a Eduardo Lago y a Junot Díaz, dominicano que luego sería premio Pulitzer. Eduardo había traducido al español la primera novela de Junot. Luis Espinosa, que dirigía la Agencia, iba y venía continuamente a Santo Domingo y consideraba que Ana no era suficientemente adicta. A finales de 1997 dio orden de no renovar su contrato y nos llevamos uno de los disgustos más grandes de aquellos años. Afortunadamente Ricardo Ramón ganó el concurso para sustituirla y el centro siguió su andadura.
En San José de Costa Rica había un centro pequeño llamado El Farolito. Lo dirigía Jesús Oyamburu y como entonces era el único centro propio en Centroamérica tratábamos de que hiciera proyectos con el resto de los países del istmo. El centro era físicamente poca cosa, pero daba mucho juego y estaba perfectamente instalado en la vida local.
De los centros propios el más antiguo era el de Asunción. Tenía una vida anterior, dependiente del Ministerio de Asuntos Exteriores. Cuando la creación del Cervantes, los centros culturales del Ministerio pasaron al Cervantes, pero éste, sin embargo, por hablar español, pasó a Cooperación. En su hoja de servicios hay una época dorada, con Paco Corral a la cabeza, en la que el centro fue lugar de reunión de la oposición a Stroessner. El centro había sido y siguió siendo un oasis en la vida de Asunción. Fernando mandó primero a una mujer, Lilo Acebal, que luego a la vuelta triunfó en Madrid montando la librería Pantha Rei. Estuvo dos años y le sustituyó Nilo Gutiérrez, que también lo hizo muy bien y luego saltó a San José de Costa Rica, para finalmente volverse a España, como delegado de Patrimonio Nacional en La Granja de San Ildefonso.
Conectar los mundos culturales que hablan español y portugués históricamente distantes, es una labor crucial si se quiere influir en el ámbito internacional
Respecto a la Sociedad Cultural Brasil-España, nunca sabíamos muy bien si era parte de nuestra Red o no. Desde luego que no lo era por su concepción. Eran centros de enseñanza, que se habían promovido desde la Embajada en Brasilia buscando, en cada una de las ciudades donde se instaló, un profesional que se dedicara ya, o se pudiera dedicar a partir de entonces, a la tarea de enseñar español. Por tanto nunca hubo ningún director realmente interesado en la actividad cultural, si no era para conseguir algo de dinero de la Aecid, que financiaba los salarios de los directores, o como fórmula publicitaria que les permitiera captar más alumnos. Nosotros teníamos muchas ganas de estar culturalmente en Brasil, porque veíamos que el proyecto iberoamericano necesitaba conectarse en Río o en Sao Paulo. La Sociedad Cultural no nos servía de mucho, pero no había otra cosa. Finalmente el Instituto Cervantes absorbió los centros de la Sociedad y abrió además centros propios en Sao Paulo, Río y Salvador. La Red de Centros Culturales, liberada de aquellos centros de enseñanza, abrió un Centro Cultural en Sao Paulo en 2005, al estilo del de Buenos Aires, para conectarse con la vida cultural local. En 2012, los aires de la crisis empujaron al cierre del centro. Una pérdida para la Red, en un momento en el que Brasil ya creía en la relación con sus vecinos.
Brasil, si se permite una cuña, ni estaba ni se le esperaba en las reuniones iberoamericanas de los años noventa. Por su tamaño se podía permitir el aislacionismo. Después, con Lula, Brasil incorporó el discurso iberoamericanista. Desde cierto punto de vista, la importancia de Brasil es grande, comparable a la de México. Conectar los mundos culturales que hablan español y portugués y que han estado históricamente distantes, es una labor crucial si se quiere influir en el ámbito internacional. El Centro Cultural de España en Sao Paulo, creado por la Aecid, trabajaba en esa dirección. Los centros del Instituto Cervantes en Brasil enseñan español, que es muy importante, pero no es lo mismo. El modelo de doble red muestra en Brasil todas sus contradicciones. España invita a Brasil a sumarse a la comunidad iberoamericana de naciones, pero luego le da un tratamiento cultural diferenciado.
En 1995 un cónsul en Miami creó una entidad norteamericana sin ánimo de lucro, con el nombre de Centro Cultural Español de Cooperación Iberoamericana. Villalonga vio las ventajas a tener un pequeño local en Miami, como punto de convergencia del exilio cubano y de algunas élites e industrias culturales iberoamericanas. Mandó allí, en 1996, a Santiago Muñoz Bastide, que ya había trabajado con él en Valencia y al que esperaba mandar a México, cuando el nuevo centro se abriera. Santiago se supo manejar y Miami se consolidó como un centro pequeño, pero que ha servido para observar, desde dentro, el crecimiento de las minorías hispanas en Estados Unidos. Se habla últimamente de que este centro se incorpore al Cervantes por trabajar en Estados Unidos. Quizás es la oportunidad de reelaborar las estrategias del Cervantes y de que toda la Red de Centros de Aecid se incorpore al Instituto, de modo que España disponga de una sola Red en el mundo, con un vector iberoamericano relevante y un concepto moderno de centro cultural.
La incipiente Red se visibilizó en torno al 99 cuando, con la inestimable ayuda de Mariano Navarro, hicimos el primer folleto en el que estaban todos los centros. Todavía los de Malabo y Bata se llevaban desde la Oficina de cooperación con Guinea y sus directores eran funcionarios desplazados. Esa situación era buena porque cobraban bastante más que los directores de centros en Latinoamérica, que eran contratados laborales, pero era mala porque no se presentaba casi nadie con experiencia en gestión cultural.
En aquellos años finales del siglo, se puso en marcha el centro de Montevideo, en una antigua ferretería que se restauró sin estridencias y ha dado lugar a uno de los más equilibrados de la Red. También se abrió un centro en El Salvador, por iniciativa de un embajador atrevido que lo organizó todo en la casa de al lado de la Embajada. Además se incorporaron los tres centros de formación de la Aecid, que jugaban su papel en sus respectivas ciudades: Antigua, Cartagena de Indias y Santa Cruz de la Sierra. Aunque su misión primordial era organizar cursos de formación, los tres tenían su pequeña programación cultural que les daba mucho juego.
Como la Red de Centros no cubría todo el territorio, incorporamos también las oficinas culturales de las Embajadas y trabajábamos con la idea de una Red de Centro y Oficinas, al servicio de la cultura española e iberoamericana. Fueron años intensos, en los que mezclábamos con naturalidad a diplomáticos y a expertos en gestión cultural.
En Buenos Aires practicábamos una cooperación cultural basada en la autonomía de la cultura. Ofrecíamos a la comunidad cultural local el centro y esa base cotidiana se convertía en la pista de aterrizaje de las propuestas que llegaban desde España. Bordeábamos, con delicadeza, la diplomacia cultural clásica que...
Autor >
Carlos Alberdi
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