HORAS INÚTILES JUNTO AL SENA (VI)
Tarde histórica
Se ha vuelto imposible proyectarse en el futuro, el muro de la imposibilidad nos cerca la imaginación
Alba E. Nivas 14/05/2022
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Bailan. Sus movimientos exploran el espacio abierto con veloz impremeditación. Mezclado con el ritmo de las percusiones en directo, el son de los altavoces caseros parece dispersar a su vez imágenes que nos alejan de los cuerpos, como si nadie quisiera estar donde está. De la memoria emergen ráfagas de turquesa caribeño, olor a tabaco, caricias de cuerpos añorados fugazmente reemplazados por partenaires de baile. Aquí la soledad se convierte en una fiesta colectiva, se celebra el mero hecho de vivir.
Más allá de esta ínfima pista de baile junto al Sena, nadie piensa ya demasiado en cómo llegó hasta París, en cuál de las crisis o con qué promesa de trabajo, siguiendo a cuál de los amores perdidos; nadie recuerda el primero de los cuchitriles con baño en la escalera, el segundo de los trabajos residuales a los que aboca no hablar apenas la lengua, que los labios no lleguen a articular correctamente los fonemas y delaten el petit accent, la actitud demasiado desenvuelta. Los pies en cambio se mueven con soberana agilidad, admirablemente sintonizados en una pulsación conjunta que observo sentada en una de las gradas que rodea la pista deleitándome con las figuras que tejen y destejen los movimientos de esta invisible red humana.
Venez danser, madame!, un tipo mulato me hace un ademán para que baje a bailar. Me niego moviendo la cabeza con una breve e implacable sonrisa tímida tan francesa que me hace sentir inmediatamente culpable y traicionera de lo que antes defendía como parte de mi esencia, cierta espontaneidad para ponerme a bailar a nada que sonara algo de música, buena o mala, lo mismo me daba, el ritmo me lo inventaba, la cuestión era escapar un rato a la rigidez de las circunstancias. De pronto me siento domesticada, tierna y tiesa como uno de los tulipanes que acabo de ver en el Jardin de Plantes, alineados en abigarrados parterres junto a los cartelitos de clasificación científica. Ya no sé quién soy. He dejado atrás elementos de identidad tan importantes como los brazos y las piernas pero eso no me ha impedido seguir avanzando, seguir abrazando. Solo me queda la columna vertebral, una escalera de caracol que trepa de instante en instante dejando caer por el vano todas las vivencias pasadas. Las veo perderse en la lejanía como esas ramas y botellas de plástico que las aguas crecidas de la primavera pronto arrastrarán hasta el Canal de La Mancha. Creo que por eso me gusta venir aquí de vez en cuando. No me hace falta entablar conversación para saber que a todos los que me rodean les sucede lo mismo. Su pasado también es una especie de borrón. No llegan a hacer las cuentas con la realidad. No pertenecen. Viven con la obstinación necesaria para que París no los destruya.
Luego están los otros, los que preferirían no pertenecer. Los partenaires. Sueñan con marcharse pronto de Francia y dejar atrás los cadáveres de sus mil y una vidas administrativas. Les obsesiona el pitido de las puertas automáticas y el metro sin conductor de la Línea 1 en dirección a La Défense. Conocen al dedillo el reglamento de uso público pero se dan constantemente de bruces contra las verjas de hierro de los parques. Les atraen las pieles de color distinto y odian con disimulado fervor la ilustrada sumisión que mamaron de l'Education Nationale, su etnocéntrica ceguera.
Unos y otros bailan esta tarde de mayo mientras por detrás desfilan paseantes y turistas. Vienen de los jardines del Museo de Historia Natural y se pierden en dirección al Quai de Tournelle. Y todos nos regocijamos con el fulgor rosado del cielo de París que en días como este presenta el rostro amable de la douce France. Vigorosas marionetas en la antesala de la belleza, pienso, mientras observo la fuerza de la corriente, vagamente descontenta por el despilfarro de identidad o la exigencia de adaptación permanente. Me levanto y sigo caminando por el muelle en busca de otro lugar donde sentarme a salvo de la nostalgia. Trato de asumir que ya no es posible guardarse nada.
Al rato alzo la mirada hacia el Pont d’Austerlitz y de pronto veo al joven Arthur Rimbaud. Viene caminando desde la Gare de l’Est, con la cabeza erguida y una mancha de sangre seca en la ceja derecha. Del hombro le cuelga una especie de zurrón de piel desgastada, dentro lleva una cajita con la cabeza de un gallo de la granja de Charleville al que su madre le cortó el pescuezo, y una cantimplora metálica de estilo militar con la quintaesencia de todos los venenos. En el bolsillo izquierdo empuña un diminuto diamante envuelto en tela de cáñamo. A medida que se acerca, reparo en los restos de barro de las perneras occidentales y varios líquenes solares colgando todavía de la levita, manchada de vino azul y vómitos, con algún que otro coágulo violeta.
Rimbaud deja atrás el Quai Saint Bernard y avanza por el jardín escultórico Tino Rossi a paso decidido. Se detiene súbitamente frente a la estatua que encargó Mitterrand para rendirle homenaje allá por los años 80 (del siglo XX). Desde donde estoy sentada, alcanzo a ver la estupefacción de su rostro intentando comprender la pose de odalisca. Le da tres vueltas. Se queda un momento pensativo hasta que por fin comprende el fino ingenio del artista. Ese cuerpo anguloso y partido en dos cuyos imposibles pies regresan hasta los codos, simboliza el Barco Ebrio de su presentación parnasiana allá por los años 70 (del siglo XIX). Luego se queda mirando fijamente las grúas de Notre Dame, temporalmente desconcertado y, a paso lento, se dirige al muelle. Observa los bateaux mouches que pasan bajo los puentes cargados de turistas naïfs. Conquistadores del mundo buscando la fortuna química personal (el deporte y el confort viajan con ellos). Conducen la educación de las razas, de las clases y las bestias, en ese navío: reposo y vértigo. El pabellón sangrante de la carne sobre la seda de los mares y las flores árticas. Estira el cuello hacia delante como si oliera el corazón de la Tierra eternamente carbonizado por nosotros, la humedad de las lágrimas blancas e hirvientes; como si oyera la voz femenina llegada al confín de los volcanes y las grutas árticas, la música de los abismos, el choque de los astros y los bloques de hielo.
Cuando pienso en la guerra, la primavera retrocede. Se ha reactivado en mí un poderoso temor infantil que creía superado
Una ráfaga de viento fresco me hace perder la página del libro. El genio de Rimbaud se reabsorbe en la eternidad sin nombre y yo me quedo con su tarde histórica (1) y los acontecimientos mundiales. Graves, viriles, capitales. Cuando pienso en la guerra, la primavera retrocede. Se ha reactivado en mí un poderoso temor infantil que creía superado, el miedo a algo que va más allá de las declinaciones de la crueldad humana, sobre la que pude tomar buena nota el tiempo que residí en México tratando de ganarme la vida como periodista. Por las mañanas desayunaba mangos y leía las crónicas de la revista Proceso, con todo lujo de detalles sobre emboscadas, ajustes de cuentas, decapitaciones y macabros rituales de violencia contra el cuerpo humano. Leía hasta que ya no podía soportarlo más. Entonces salía al balcón y miraba las manos del indio calentar las tortitas de maíz en el hornillo de carbón de abajo de casa. Ese gesto cotidiano me tranquilizaba.
El miedo del que hablo se remonta a los ocho o nueve años, una noche de viernes que –por despiste parental, supongo– me tragué una película inglesa sobre las consecuencias de un ataque nuclear en una ciudad pequeña como en la que yo vivía. Creo que fue entonces cuando se me abrieron las puertas de salida de la infancia, ciegas y sin miramientos, como las del metro. Comprendí que lo que me esperaba, que aquel mundo que escondían los silencios de mis padres era de naturaleza turbulenta y peligrosa.
El terror nuclear. Ninguna tropelía humana me parece más terrorífica que esa injerencia en el corazón de la materia. La sintaxis de polaridad y ambigüedad que caracteriza el orden cósmico, el misterio de su dinámico equilibrio tan certeramente intuido por las tradiciones sapienciales de Oriente y en particular por el taoísmo, corre el riesgo de verse derrocado por una aterradora e imprevisible fatalidad como la que se abatió sobre Chernóbil. Convendría que los espabilados adalides de la realpolitik leyeran los sobrecogedores testimonios recogidos por Svetlana Alexiévich en su libro Voces de Chernóbil. Tal vez así, en lugar de yodo para la tiroides, nuestros pragmáticos tecnócratas consentirían en proveernos de cargamentos de pastillas de cicuta mentolada para administrarnos una socrática y digna muerte. Hace varios años que leí el libro, pero no he conseguido olvidar el terror metafísico que expresaban aquellas voces humanas, la descripción de un mundo que, aparentemente intacto, había perdido su coherencia interna, donde la gente y los animales enfermaban de espeluznantes maneras.
“Ante Chernóbil todo el mundo se ponía a filosofar. Las personas se convertían en filósofos. Los templos se llenaron de la noche a la mañana. Se llenaron de creyentes y de gente hasta el día anterior atea. Gente que buscaba respuestas que no les podían dar ni la física ni las matemáticas. El mundo tridimensional se abrió y dejé de encontrarme con valentones que se atrevieran a jurar sobre la biblia del materialismo. De pronto, se encendió la cegadora eternidad [...] Chernóbil es un enigma que aún debemos descifrar. Un signo que no sabemos leer. Tal vez el enigma del siglo XXI. Un reto para nuestro tiempo”, escribe Alexiévich en una entrevista consigo misma.
En Francia hay cincuenta y seis reactores nucleares repartidos en dieciocho centrales en activo y se prevé construir unas cuantas más antes que soltar la liebre negra de la sobriedad ante la opinión pública. Cuando estos días leo noticias sobre misiles sobrevolando las centrales nucleares ucranianas o declaraciones de gerontócratas ufanándose de potencia armamentística, el viejo perro lanudo del miedo me mira fijamente de nuevo. En la partida geométrica que se disputan Cosmos y Caos, este último parece estar acaparando las fichas. Es difícil leer la prensa en estos tiempos sin que la mente se tambalee ante el oleaje de amenazas de todo tipo. Se ha vuelto imposible proyectarse en el futuro, el muro de la imposibilidad nos cerca la imaginación. Es como si el futuro se estuviera estrellando en el presente.
Sigo caminando por el muelle, en dirección a la Île Saint-Louis, uno de los lugares más pacíficos de París. Observo los rostros risueños de los turistas que vuelven a regresar en masa deseosos de dejar atrás el mal sueño de la pandemia. No deja de sorprenderme la tenaz inocencia que nos incita a confiar en la continuidad del mundo que conocemos. Yo escucho su silenciosa implosión y no consigo librarme del miedo. Supongo que por eso estoy escribiendo este artículo. La enormidad de los peligros que nos acechan me hace pensar en una tormenta que viví en altamar durante una travesía en velero. El barco estaba averiado. No teníamos luces; el oleaje llegaba de proa y avanzábamos gracias a un motor que podía apagarse en cualquier momento. El viento soplaba con una furia desconocida. Yo estaba arrebujada en el puente apretando a mi hijo contra el regazo mientras observaba la inmensidad de la masa de agua que zarandeaba el velero débilmente iluminada por la luna. No podía pensar nada. La conciencia había descendido de la cabeza a los intestinos. Todo mi ser se concentraba en la pulsación del ombligo. Era como si ante la inminencia de la muerte buscara aferrarse al origen mismo de la vida. Durante muchas horas estuve en aquel umbral, entre la oscuridad del mar y una invisible luz que sentía brotar a raudales del centro de mi cuerpo.
En la partida geométrica que se disputan Cosmos y Caos, este último parece estar acaparando las fichas
Entre un mundo que zozobra inexorablemente y otro que trata de nacer –con el riesgo mortal de todo alumbramiento– sospecho que el viejo perro lanudo del miedo será por mucho tiempo nuestro íntimo compañero. Habremos de aprender a mirar con las pupilas muy abiertas, como los animales; ser, como ellos, capaces de avanzar en ese espacio sin límites, más allá de las formas conocidas. Así lo describe Rilke en su octava elegía de Duino:
Toda en sus ojos, mira la criatura
lo abierto. Sólo nuestros ojos
están como invertidos y a manera de cepos
alrededor de su mirada libre.
Todo lo que está fuera de nosotros
lo conocemos sólo por la fisonomía
del animal, porque, aún muy tierno, al niño
lo desviamos y obligamos
a contemplar retrospectivamente
el mundo de las formas, no lo abierto
–que en la faz de la bestia es tan profundo. Libre
de muerte–. Sólo muerte
vemos nosotros; pero
el animal, libre, tiene siempre
su término tras él,
y, ante él, a Dios, y, cuando avanza, avanza
en la Eternidad, como los surtidores.
Pero nosotros nunca
–ni un solo día–
tenemos el espacio puro ante nuestros ojos
–donde las flores infinitamente
se abren. Siempre en el mundo
y jamás todo aquello
que no está en ningún lado y que nada limita;
lo puro y sin custodia
que se respira en todo, que uno sabe infinito
y que no se codicia. Allá, en la infancia,
se pierde uno en silencio,
en ello y queda en ello conmovido.
Otro –tal otro– muere, y así es.
Pues cerca de la muerte ya no se ve la muerte,
y se mira adelante, con fijeza,
quizá con una enorme mirada de animal... (2)
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Notas:
1. El párrafo sobre Rimbaud ha sido escrito tomando elementos de El barco ebrio, Una temporada en el infierno y las Iluminaciones. Tarde histórica es el título de uno de sus textos más visionarios.
2. El extracto del poema de Rilke es la versión de Juan Rulfo de las Elegías de Duino editadas por Sexto Piso.
Bailan. Sus movimientos exploran el espacio abierto con veloz impremeditación. Mezclado con el ritmo de las percusiones en directo, el son de los altavoces caseros parece dispersar a su vez imágenes que nos alejan de los cuerpos, como si nadie quisiera estar donde está. De la memoria emergen ráfagas de turquesa...
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