GOLPE DE REMO
El refalfiu
Tal vez, dentro de un siglo, historiadores del nuestro estudien y relaten que el fascismo del siglo XXI vino precedido y fue alimentado por una sociedad refalfiada
Pablo Batalla Cueto 2/05/2022
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Todos los idiomas atesoran palabras razonablemente intraducibles; gemas idiosincráticas que concentran en un solo vocablo un pliego de significados que se disgregan en el viaje a otra lengua. La asturiana posee esta: refalfiu. El sustantivo y también su verbo –refalfiar– y su adjetivo: refalfiáu/ada. Qué cosa es el refalfiu, la sintetiza bien el Diccionario General de la Lengua Asturiana, en una de esas entradas que componen un tratado de filosofía en miniatura. Es el “hastío causado por la abundancia”. Es asimismo la “abundancia sin comedimiento”, el “cansancio por exceso de comodidades” y el “cansancio de una cosa buena por el hábito del uso, del trato”. Refalfiar añade colores a la paleta: es “estar muy saturado de comida”, “hartarse de algo”, “tener abundancia de algo y no apreciarlo”, “desdeñar manjares o exquisiteces por no parecer de excelencia suficiente”, “estar ocioso”, “ensoberbecerse mostrando desprecio por casi todo”, “malcriar por exceso de mimos”…
Una sola palabra puede resumir toda una época. Baudelaire compendiaba la suya en la francesa ennui. Y era el ennui algo así como un refalfiu; la sensación de hastío de una generación de clases altas agotadas de la pax de su época y su propia prosperidad y en la cual pulsaba –escribe el filólogo José Manuel Querol en El pueblo a escena: teoría y práctica de la performance política, un libro todavía en prensa– una necesidad lacerante de “novedad, de hacerse visible en un relato épico, de individualizarse y ser parte de una epopeya”. Sumergidos en una inapreciada abundancia, desdeñosos de exquisiteces insuficientes, malcriados por exceso de mimos, prendía en aquellos hombres una acedia creciente, exasperante. “Nada es igual de lento que las cojas jornadas,/ cuando bajo pesados copos de años nevosos/ el hastío, ese fruto de la falta de afanes,/ toma las proporciones de la inmortalidad”, escribía Baudelaire. El fin de la historia era un coñazo, y en el techo blanco de su cuarto, aquel aburrimiento empezó a dibujar espectros argonautas, matadragones, vikingos, cruzados, conquistadores; el anhelo de “una clase alta de guerreros que, en sus expediciones, gozan plenamente de la liberación de toda obligación social, retornan a la simplicidad de la conciencia de la fiera, se vuelven monstruos triunfantes”, como escribía Sorel comentando a Nietzsche. Era ambicionada la “audacia de las razas nobles, audacia loca, absurda, espontánea”, indiferente por “todas las seguridades corporales, por la vida, por el bienestar”.
Aquellos fantasmas adquirían cuerpo a través del arte; de un arte revitalizado por fascinaciones como la que ejerció sobre los pintores de París de principios del siglo XX el descubrimiento del arte africano y oceánico, con sus formas elementales y contundentes, en las que aquellos artistas escuchaban –se lo hacía escuchar el racismo brutal, condescendiente hasta para elogiar, de la edad de los imperios– el embrujo de la irracionalidad y las pasiones salvajes. A este calor nacían vanguardias como el fovismo, de fauves («bestias»), plástica rompedora y provocativa, de colores chillones y formas simples y resolutivas, cuyos impulsores la presentaban en algún caso como una transposición explícita a sus lienzos de una cierta idea de violencia. Maurice de Vlaminck decía que “lo que en la sociedad solo podría haber hecho arrojando una bomba he intentado hacerlo en la pintura utilizando colores puros, tal y como salen del tubo. De esta forma, he satisfecho mi voluntad de destruir, de desobedecer, para recrear un mundo sensible, vivo y liberado”.
A otro pintor fauvista, Henri Rousseau, lo harían famoso cuadros en los que representaba estampas como un león devorando un antílope o un tigre atacando a un explorador en medio de la jungla, pero, significativamente, se inspiraba en las fieras del antiguo zoo de París y en ilustraciones de libros para niños: nunca salió de Francia ni vio una jungla de verdad. En cuanto a Vlaminck, se acogió al hecho de que tenía tres hijas para no combatir en la primera guerra mundial y durante la segunda fue ambiguo ante el nazismo: en 1939 convocó a sus amigos para denunciar la amenaza alemana y quemó con ellos un retrato de Hitler por haber tratado como artistas degenerados a pintores como Braque, Matisse o Gauguin; pero en noviembre de 1941, con Francia ya ocupada, participó en un viaje oficial a Alemania junto con varios otros artistas franceses, llegando a reunirse con el Führer en su estudio.
Con mucha frecuencia, la cháchara violentista y la mística febril de las tempestades de acero convivían en la misma persona con la mayor mezquindad y timoratería en la vida cotidiana. Pero el refalfiu es lo que tiene: quiere sin querer en realidad, anhela sin anhelar, es un niño emperretado con demasiados juguetes y que, harto de sí mismo, se revuelve sin encontrar postura en las mantas desordenadas de la cama de su insomnio. Cuando el diablo está refalfiáu, mata moscas con el rabo. Tal vez, dentro de un siglo, historiadores del nuestro estudien y relaten que el fascismo del siglo XXI vino precedido y fue alimentado por una sociedad refalfiada que veía El último superviviente y 300, consumía series sobre vikingos o cruzadas apocalípticas, compraba merchandising de los Tercios de Flandes o conducía automóviles con faros que remedaban los ojos voraces de una bestia al acecho. Y que, a pesar de todo ello, se entregó, cobarde y mansa, a los malvados.
Todos los idiomas atesoran palabras razonablemente intraducibles; gemas idiosincráticas que concentran en un solo vocablo un pliego de significados que se disgregan en el viaje a otra lengua. La asturiana posee esta: refalfiu. El sustantivo y también su verbo –refalfiar– y su...
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Pablo Batalla Cueto
Es historiador, corrector de estilo, periodista cultural y ensayista. Autor de 'La virtud en la montaña' (2019) y 'Los nuevos odres del nacionalismo español' (2021).
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