DE FRENTE
Pañales y democracia
El problema en España reside en que importantes aspectos de la cultura democrática de sus élites siguen en mantillas. Lo verdaderamente antisistema es la defensa a toda costa de un mundo que ya no es
Pablo Beramendi 24/01/2022
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
La salud de las democracias preocupa. Lo hace incluso en países como Estados Unidos que acostumbra a presumir de tradición democrática a pesar de la enorme distancia entre sus mitos y su realidad. Los republicanos llevan meses tratando de modificar la administración electoral de estados que consideran clave en futuras elecciones y siguen bloqueando la tramitación en el senado de la John Lewis VRA (voting rights act), sabedores de que cuanto más sencillo sea votar para minorías, trabajadores urbanos o estudiantes, peor lo tienen. En paralelo, la batalla judicial en torno al diseño estratégico de los distritos para reducir el valor del voto de los oponentes sigue, con victoria reciente en Ohio para los demócratas y varios frentes pendientes (Carolina del Norte incluida). Que los partidos intenten manipular las instituciones para su beneficio no es nuevo. Que el perdedor se niegue a aceptar el resultado es algo más novedoso y preocupante. El bulo del fraude electoral en 2020 sigue vivo y bien asentando en el imaginario de muchos votantes republicanos. Refiriéndose a todo este proceso, Joe Biden abandonó hace unos días su tono letárgico para pedir a los republicanos que “quiten el puñal del cuello de la democracia”.
La llamada tuvo su eco en España, donde muchos se muestran preocupados por la polarización y el deterioro de aspectos fundamentales del sistema construido alrededor de la Constitución de 1978. Juan Luis Cebrián, por ejemplo, en “Puñales contra la Democracia”, vuelve a Linz y a “los manuales de ciencia política” para identificar tres amenazas a la yugular de nuestra Constitución, ya cuarentona: la deslealtad de la oposición; la deslealtad del Gobierno al apoyarse en partidos antisistema; y la deslealtad de las minorías territoriales, en particular la catalana, rebajada a “cortaúñas” aún amenazante. Esta lista refleja una visión muy extendida de la historia reciente: la alternancia bipartidista entre PSOE y PP, hegemónicos en sus respectivos espacios ideológicos, y el estado autonómico son la base de la estabilidad y la prosperidad de país. Cuanto menos se toque el marco institucional del 78, emérito y sucesores incluidos, mejor. De ahí que la aspiración democrática de las minorías nacionales a redefinir, por medios pacíficos, su posición dentro del Estado se perciba como un ataque frente al que no caben concesiones. Y de ahí que el ascenso de Vox y Podemos como partidos de gobierno o necesarios para gobernar se identifique con un peligroso retorno a esas democracias trufadas de élites que no creían en la democracia que tan bien analizó Juan Linz.
Lo que hay es una derecha echada al monte y una izquierda cada vez más moderada. El matiz no es menor
Desconozco los manuales en los que se fundamenta este paralelismo. Parece que no recogen dos diferencias relevantes para evitar caer en falacias. La primera, evidente para todos pero cuyas implicaciones se ignoran, se refiere a los niveles de desarrollo y bienestar. El apoyo a soluciones revolucionarias o los incentivos de elites económicas, sociales, y políticas para organizar conjuntamente el derribo de la democracia se reducen mucho en sociedades desarrolladas con Estados de bienestar. La segunda es que tanto la polarización como la deslealtad con las instituciones hoy son asimétricas, tanto en USA como en España. No existe hoy una situación en la que fuerzas a ambos extremos del espectro compitan por destruir la democracia. Lo que hay es una derecha echada al monte y una izquierda cada vez más moderada. El matiz no es menor.
Tanto el Partido Republicano como el Partido Popular han asumido que vale todo con tal de desgastar al rival, aunque con eso se desgasten importantes instituciones del Estado. Cebrián se refería a la situación del poder judicial, que es muy grave, pero hay otros muchos ejemplos, incluidos dar aire y legitimidad a Vox cuando y donde haga falta o intentar presentar la gestión de los fondos europeos como un cambalache clientelar de esos en los sobran doctores en la iglesia popular.
¿Puede argumentarse en serio que exista una dinámica similar en la izquierda? Abusando de las etiquetas, quizás: es verdad que el Gobierno tiene apoyos parlamentarios en partidos que se dicen comunistas, nacionalistas, independentistas, republicanos, o con vocación de superar el régimen del 78. Pero esto no los convierte en antisistema necesariamente. Si uno observa su práctica política, sus comportamientos objetivos, lo que se ve es una deriva cada vez más moderada. Unidas Podemos o ERC defienden planteamientos muy cercanos a la socialdemocracia tradicional, mientras que en el PSOE conviven una línea liberal cercana al Ciudadanos original y una línea más tradicional, centrada en la protección de derechos sociales. Por eso la coalición funciona razonablemente, porque sus miembros son capaces de acordar políticas que no satisfacen plenamente a nadie pero que todos consideran un avance, incluida una reforma laboral que no pasará a la historia como un asalto social-comunista al capital. Lo mismo ocurre entre las familias del Partido Demócrata, obligadas a llegar a acuerdos entre sí y a generar una cierta frustración entre los que vimos en los primeros anuncios de Biden un giro social de mayor alcance. La izquierda no es hoy una amenaza a la democracia representativa o al capitalismo, más bien todo lo contrario.
El análisis comparado también sugiere que para que los sistemas políticos se perciban como legítimos deben ser capaces de incorporar de forma efectiva posiciones diferentes, tanto ideológicas como en lo que se refiere a la organización territorial del Estado y la incorporación de las minorías nacionales.
Desde esta perspectiva, el Gobierno de coalición y su práctica parlamentaria contribuyen a fortalecer la democracia. Permite que actores y organizaciones antaño “anti-sistema” participen de la gestión y se socialicen en el tránsito del maximalismo de los principios a la gestión de recursos escasos bajo presión. Es un proceso muy normal en las democracias parlamentarias que contribuye a su estabilidad. El problema no es la incorporación de partidos “anti-sistema” (que de facto no lo son) sino el numantinismo que supone transformar un posible resultado (alternancia de gobiernos monocolor de PSOE o PP) en el sistema mismo.
De modo similar, el gran éxito del Estado autonómico hasta los primeros 2000 fue su capacidad de integrar demandas progresivas a medida que se completaba el proceso de descentralización, proceso al que ayudaron, y mucho, las necesidades electorales de PSOE (1993) y PP (1996). Con la reforma fallida del Estatut de Catalunya (2006-2010) y su instrumentalización política por parte del PP, los límites del sistema a la incorporación de las minorías nacionales se hicieron evidentes, con las consecuencias conocidas. El problema no es nuevo y está ahora más contenido (parece que algunos partidos “anti-sistema” son capaces de presidir la Generalitat sin mayores dificultades), pero volverá. Y cuando lo haga será de nuevo evidente que el argumento “dentro de la CE, lo que se quiera; fuera de ella, nada” es insuficiente y tramposo. ¿Por qué? Porque, con el actual procedimiento de reforma en la mano, incluso si el 100% de los votantes de Catalunya apoyasen un referéndum o la independencia la ausencia de respuesta o una respuesta basada sólo en la persecución penal serían perfectamente legales y constitucionales (si bien políticamente suicidas). Un diseño que permite este escenario es problemático desde el punto de vista de la incorporación democrática de las minorías. De hecho, lo lógico sería abordar ahora el reconocimiento institucional de la coexistencia de varios demoi, de manera que se pueda articular una reforma que sea aceptable para todos. Se puede negociar mejor cuando no hay una crisis diaria y además hay recursos para compensar costes. Proponer esto no es amenazar la democracia. Es pensar cómo mejorarla y hacerla sostenible a medio plazo.
El problema en España no es que haya puñales, secesionistas o anti-sistema, en el cuello de la democracia; el problema reside más bien en que importantes aspectos de la cultura democrática de sus élites siguen en pañales. Lo verdaderamente antisistema es la defensa a toda costa de un mundo que ya no es.
La salud de las democracias preocupa. Lo hace incluso en países como Estados Unidos que acostumbra a presumir de tradición democrática a pesar de la enorme distancia entre sus mitos y su realidad. Los republicanos llevan meses tratando de modificar la administración electoral de estados que consideran...
Autor >
Pablo Beramendi
Profesor de Ciencia Política en Duke University.
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí