Imaginación radical
En defensa de la magia
El racionalismo tardío y el absolutismo científico de cierta izquierda la alejan de millones de personas que buscan otra conexión con la tierra, otras formas de vivir y otros relatos de mundo
Bernardo Gutiérrez 18/05/2022
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El año pasado un grupo de científicos españoles pidió a los políticos que se echaran a un lado. Solo los criterios científicos eran apropiados para luchar contra el virus covid-19, argumentaban. La ciencia-vacuna, patentes mediante, era la única salida. En el otro extremo del planeta, el gobierno de Mozambique convocó a los curanderos tradicionales para estudiar estrategias para sobrevivir a la pandemia. El escritor Mia Couto contó en una conferencia que los curanderos mozambiqueños estaban extraviados, porque no estaban consiguiendo entender el lenguaje del nuevo virus.
Entre el absolutismo científico y la tradición chamánica, aparentemente irreconciliables desde la perspectiva racional, muchos investigadores de las ciencias sociales intentan habitar un espacio que posibilite miradas múltiples y abordajes complejos para la crisis generada por la pandemia. Antonio Lafuente, investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), reivindicaba en este medio los conocimientos no reconocidos por la ciencia: los saberes colectivos, los ancestrales, los invisibilizados. Cita a la Asociación Francesa contra las Miopatías, que se creó en 1953 para dar visibilidad a un problema que el Estado y el mercado eran incapaces de abordar. Lafuente nombra una especie de rebelión de los idiotas, “un término genérico que describe a los amateurs o las brujas, a los no acreditados”.
Por su parte, el antropólogo Alberto Corsín, uno de los impulsores de un comunicado que solicitaba más financiación para las disciplinas sociales, demanda escuchar a los saberes situados que “las ciencias sociales han aprendido a conjugar de la mano de movimientos sociales y comunidades vulnerables”. Corsín denuncia insistentemente la supremacía de las ciencias bioquímicas: “¿Cuántas mesas sobre la gestión de la pandemia habéis visto con expertas en salud comunitaria, geografía urbana, administración pública o antropología médica?”.
¿Qué puede salir mal en un mundo reducido a física, química y teoremas matemáticos?
La vida después del telescopio
Después de que Galileo Galilei usara el telescopio en 1610, los cielos sagrados se transformaron en un espacio profano. La vista aumentada empezó a reemplazar a la visión imaginativa. Cuanto más detallada la imagen del telescopio, más plano era el sentido cualitativo de otros mundos. Patrick Harpur explica el “efecto literatizador” del telescopio en El fuego secreto de los filósofos, maravilloso libro editado por Atalanta. Este efecto, cuenta Harpur, propició el racionalismo exacerbado y el maquinismo que despojó a la naturaleza de misterios. Otros objetos tecnológicos pavimentaron el camino a la era de la razón. Gracias al reloj, el tiempo se desprendía de los ritmos cíclicos de la naturaleza para convertirse en algo separado, visible, lineal. La brújula guiaba a los hombres más allá del borde de los mapas, y les permitía entrar en el otro mundo sin perderse. Los magus renacentistas –que transitaban por la filosofía, el arte, la ciencia y la magia– dejaron de existir. Pocas décadas después del telescopio, Thomas Hobbes reservaba la imaginación a los niños, a los locos y a los ignorantes. La vuelta de tuerca positivista transformó el racionalismo en una religión, con iglesias en las que la Virgen o Cristo se sustituían por bustos de Newton o Descartes. El cambio fue tan radical, que el mismísimo Jean Jacques Rousseau, retirado en el campo al final de su vida, concluyó que el racionalismo extremo de la Ilustración era casi una religión, una parodia cientificista del catolicismo embrutecedor que despreciaba.
En la crisis múltiple desencadenada por la pandemia resuena el derrumbe del conocimiento basado en la ciencia y en la razón. La Ciencia en mayúscula, vinculada a patentes privadas, ha demostrado ser un estrepitoso fiasco. Por otro lado, en un mundo azotado por pandemia y guerras, lo racional no acaba de brindar explicaciones creíbles. Hace poco, la escritora argentina Mariana Enríquez me contaba en una entrevista que la magia brinda la posibilidad de recuperar lo antiguo. “Ahora nadie tiene que tener vergüenza u ocultar alguna creencia”, me contaba. Es innegable: en los últimos años, la cultura se ha llenado de magos y videntes. Beben de décadas previas, de gurús que no reconocían en voz alta sus métodos creativos. John Cage componía con el I Ching. Philip K. Dick o Yeats usaban el tarot en su proceso de escritura. Alejandro Jodorowsky se definía como psicomago. Led Zeppelin y David Bowie transformaron al mago Aleister Crowley (1875-1947) en todo un icono pop. El ocho (1989) de Katherine Neville –atravesado por la alquimia, la masonería y el esoterismo– continúa siendo un long seller. ¿Pienso luego, existo?
Desacelerar la razón
La filósofa de la ciencia Isabelle Stengers lanzó en 1997 una propuesta cosmopolítica para desacelerar la razón. La cosmopolítica propone una vuelta al animismo, entendido como reactivación y retomada de los vínculos, de los modos de producir conexiones. La cosmopolítica is the new red, una resistencia a las imposiciones unívocas de la ciencia. En América Latina, se ha enriquecido con cosmovisiones indígenas. La peruana Marisol de la Cadena describe cómo las civilizaciones indígenas andinas invocan una cultura que incluye tanto a la naturaleza como a los seres-tierra (montañas, ríos, lagos) y establecen unas prácticas-tierra que son relaciones de respeto. Los científicos bioquímicos tendrán dificultades para entender a Miriam Miller Starhawk, una de las voces más potentes de la espiritualidad contemporánea. La autoproclamada bruja Starhawk, que participó en la organización de las protestas de Seattle en 1999, fundó las religiones neopaganas Wicca y Reclaiming, a través de las cuales trabaja con permacultura, espiritualidad y formas de organización comunitaria.
Mientras el mundo se entregaba a la espiritualidad del Movimiento New Wave, España aterrizaba en un incipiente laicismo posfranquista
Tal vez, el fervor científico de cierta izquierda española tenga que ver con la historia. Mientras el romanticismo alemán o inglés se revolvía contra la razón, en España se resumía al amor como una “pupila en tu pupila azul”. El dadaísmo, el surrealismo y el situacionismo que abrazaron el poder del sueño y desbarataron las lógicas del consumo pasaron de puntillas por España. Mientras el mundo se entregaba a la espiritualidad del Movimiento New Wave –mezcla de orientalismos, indigenismos y ocultismos varios–, España aterrizaba en un incipiente laicismo posfranquista para sacudirse el obscurantismo religioso. La izquierda, defendiendo excesivamente una modalidad grande y única de ciencia, se pasa de frenada. Se incorpora –tarde y mal– a una tradición racional en el momento en el que hace aguas.
Que me perdonen los ortodoxos bien pensantes por citar a Led Zeppelin, al chamanismo y a las ciencias sociales en el mismo texto. No es fortuito. Pisan un suelo común: el paulatino fracaso de la razón moderna. Defender la magia no tiene nada que ver con el antivacunismo. Arthur C. Clarke, autor de 2001, una odisea en el espacio, consideraba que “la magia es solo la ciencia que no entendemos aún”. Reivindicar la magia es una forma poética de abrazar simultáneamente los saberes otros, las ciencias sociales, el diálogo entre disciplinas, el conocimiento que emana de las prácticas colectivas y de los cuerpos, las ficciones que desplazan el horizonte, la imaginación, la sabiduría de los amateurs y, por qué no, lo que sí nos sirve de la ciencia (que no es poco). Como a Servando Rocha –fundador de la editorial La Felguera–, a mí me asusta un “mundo en declive en el que el misterio desaparece”. Ante las respuestas unívocas de la razón, prefiero convivir con lo desconocido, formularme preguntas, imaginar mundos posibles, bucear en sabidurías heterodoxas y deambular sin rumbo para deshacer el hechizo del capitalismo.
La izquierda, si quiere conectarse con millones de personas que buscan otras formas de vida, otra conexión con la tierra, otra espiritualidad y otros relatos de mundo, debería iniciar un viraje hacia la magia. En lugar de estigmatizar todo lo que no sea científico, la izquierda mágica bien podría abrazar lo múltiple, habitar el problema y convivir con las contradicciones sin deshacerlas en dicotomías excluyentes. Ante la hecatombe planetaria, volvamos a ser magus, para que el arte, la ciencia, la filosofía y la magia vuelvan a ir de la mano.
El año pasado un grupo de científicos españoles pidió a los políticos que se echaran a un lado. Solo los criterios científicos eran apropiados para luchar contra el virus covid-19, argumentaban. La ciencia-vacuna, patentes mediante, era la única salida. En el otro extremo del planeta, el gobierno de Mozambique...
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