transiciones posibles
Sobre colonias energéticas y otras hipérboles peligrosas
El artículo que nos ocupa ha despertado nuestras alarmas porque desarrolla el marco perfecto para un enfoque que todavía no está presente en España de modo reseñable, pero muy pronto puede estarlo: el del nacionalismo energético de corte reaccionario
Xan López / Emilio Santiago / Héctor Tejero 13/06/2022
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En las primeras líneas de un artículo reciente, “España, colonia energética del norte de Europa”, Antonio Turiel, Juan Bordera y Alfons Pérez animaban a sus lectores a desmentir que el titular elegido era una hipérbole o una exageración. Creemos que podemos dar una alegría a los compañeros, pues ellos mismos reconocen que nada les haría “más felices que estar errados”. El comienzo del texto parece un caso claro de excusatio non petita, accusatio manifesta. Calificar a España de futura colonia energética del norte de Europa es exactamente una hipérbole especulativa, una exageración algo tremendista hecha desde presupuestos cuestionables. Lo problemático no es recurrir a la hipérbole. La intervención política siempre hace uso de figuras retóricas efectistas, y seguramente nuestro contexto mediático nos fuerza a ello hasta el abuso. La cuestión es si el recurso estilístico elegido es útil o contraproducente. Qué marcos de interpretación social alimenta y cuáles tapona.
Este debate creemos que tiene sentido porque tanto los firmantes de dicho artículo como el de este compartimos unos fines de transformación social muy parecidos, una sociedad sostenible y justa (y por tanto poscapitalista, ecosocialista, ecofeminista… añadan el sustantivo de alta intensidad ideológica que más les motive) aunque difiramos en los medios para conseguirlo. Esto es, el caso de este texto se enmarca en una polémica más amplia sobre cómo debe el ecologismo social actuar políticamente en la coyuntura actual.
El mundo está lleno de países que exportan energía y que solo con calzador podrían ser considerados colonias energéticas. Noruega es un ejemplo
Antes de proseguir, reconocemos que el artículo enfoca asuntos graves que son de alto interés. La transición energética en España está sujeta a múltiples tensiones, conflictos y decisiones que van a marcar unas décadas profundamente decisivas. Específicamente, es meritorio animar a reflexionar sobre cómo puede impactar cualquier modelo de desarrollo masivo del hidrógeno verde en un país con un fuerte estrés hídrico, ya muy tensionado por las demandas de agua de la industria agroalimentaria, y que el cambio climático solo va a empeorar. También queremos destacar como positivo que, con todos sus problemas, el horizonte de debate “colonia energética” se antoja mucho más afinado a la plausibilidad histórica de lo que viene que el horizonte de debate de esa otra hipérbole peligrosa con mucha presencia en el debate público ecologista, el “colapso”. Solo estirándolo hasta volverlo irreconocible, un futuro energéticamente colonial se deja pensar con las adherencias ideológicas y las significaciones políticas que cualquier uso riguroso del término colapso lleva consigo.
Dicho esto, pensamos que la tesis fundamental que defiende el artículo no se sostiene. Y no lo hace al margen de si los datos técnicos que maneja sobre las posibilidades de importación de GNL son correctos o no. Se trata de un asunto de otra naturaleza. Como suele ocurrir, el problema con este tipo de discursos no es si las previsiones cuantitativas de sus escenarios de futuro son más o menos exactas, sino el modo automático y mecanicista en que esas previsiones se proyectan en acontecimientos muy definidos y prepolíticamente determinados. Es el salto fallido de lo biofísico a lo social lo que chirría de sus planteamientos.
Es fundamental tener eun cuenta las leyes de la termodinámica en el análisis social porque marcan tendencias de onda muy larga sobre limitaciones materiales generales que el marco categorial de la economía neoclásica obvia, dando lugar a aporías ecológicamente negligentes. Pero a medida que bajamos de la mirada macroscópica y nos centramos en los complejos aspectos de lo social y sus detalles, la termodinámica nos aporta cada vez menos. Y desde luego, no nos dice apenas nada interesante del tipo de coyunturas políticas que pueden convertir a un país en un Estado fallido (un colapso) o de modo menos drástico, en una colonia energética.
Llamar por igual zona de sacrificio a una termoeléctrica que quintuplica la mortandad infantil y a un macroparque eólico de la España vaciada implica borrar demasiadas diferencias
En el caso de este artículo, el salto fallido de lo biofísico a lo social es especialmente llamativo porque no se sostiene ni en la inducción empírica más básica. El mundo, y Europa, está lleno de países que exportan energía y que solo con calzador podrían ser considerados colonias energéticas. Noruega es un buen ejemplo: casi el 50% de sus exportaciones son gas y derivados del petróleo que van mayoritariamente a otros países de Europa. Difícilmente se puede considerar a Noruega “la Argelia escandinava”. Lo que no significa que una estructura productiva como la noruega no sea problemática. Aunque su PIB es superior al del resto de países nórdicos, su complejidad económica es menor. Los países que se especializan en exportar un par de recursos naturales en detrimento de otros sectores corren el peligro de sufrir lo que en la jerga económica se conoce como “enfermedad holandesa”: el sobredesarrollo de un sector económico que puede terminar lastrando al resto y en última instancia a la economía en su conjunto, teniendo un efecto muy desequilibrante. La especialización de España en la producción y exportación de hidrógeno verde podría dar lugar a una situación así. Pero de ahí a convertirnos en una colonia hay un trecho.
Por hacer una analogía, diagnosticar que nos estamos convirtiendo en una colonia energética debe presuponer, en coherencia, que ya somos una colonia turística o agroalimentaria. Sin duda, nuestra inserción en la economía global a través de sectores como el turismo o la exportación de comida tiene consecuencias dañinas en nuestra estructura económica, que arrastramos desde hace demasiado tiempo: desde un mercado laboral con alta precariedad, marcado por una fuerte estacionalidad y condiciones de explotación inhumana de mano de obra migrante en el mundo rural, hasta una sobredotación de infraestructuras de transporte o un alto deterioro ecológico en algunas regiones españolas. Pero considerar todo ello el paisaje socioeconómico y político propio de una colonia es un maximalismo inconsistente. Especialmente sangrante en comparación con las viejas situaciones coloniales históricas y las nuevas situaciones coloniales que siguen hoy en día reproduciéndose en todo el globo. Creemos que resulta más adecuado, para poder tener un diálogo internacionalista honesto con nuestros aliados potenciales de los diferentes sures, rebajar un poco la intensidad semántica. El capitalismo es un sistema sacrificial, está en su misma lógica constitutiva destruir posibilidades de vida en favor del incremento de beneficios privados. Pero llamar por igual zona de sacrificio a una termoeléctrica que quintuplica la mortandad infantil en una región del sur global y a un macroparque eólico en una comarca de la España vaciada implica borrar demasiadas diferencias.
Llegados al punto de crisis ecológica en el que estamos, una parte de esa transición ecológica supone sustituir unos impactos ambientales por otros en los que aún hay margen
¿Alemania tiene interés en que España le venda energía barata? Sin duda. ¿Está España destinada a convertirse en una “colonia energética” del centro de Europa? Muy improbable. De hecho, esta energía barata también puede ser una oportunidad para reindustrializar el país. Lo que va a decidir entre una opción u otra no va a ser ni la geología, ni la termodinámica, sino la política (interna y externa). Y muy mala política puede hacer el ecologismo si ya asume de partida su incapacidad de acción histórica con fardos tan pesados. Una de nuestras principales discrepancias con la línea que suelen defender los autores del texto no es sobre sus diagnósticos técnicos, sino por cómo estos se presentan envueltos en eso que Thea Riofrancos ha llamado un “estado de ánimo”. Esto es, un paquete de afectos, sesgos, pasiones o metáforas de naturaleza ideológica que sirve para interpretar los hechos y sus posibilidades. Y que siempre apunta en una misma dirección que, seguramente sin pretenderlo, tiene efectos profundamente despolitizadores. O, cuanto menos, “malpolitizadores” si se nos permite el neologismo. Por norma general, al ecologismo influido por este tipo de enfoques le es mucho más fácil imaginarse organizando una supuesta resiliencia comunitaria ante el colapso que imaginarse desarrollando acciones de gobierno transformadoras mientras se hace fuerte en el Estado. Le es más fácil imaginar la colonización energética de España que el empoderamiento de un proyecto de transición energética que sirva para resituar nuestro papel en Europa y el mundo en clave de sostenibilidad y justicia social.
El artículo que nos ocupa ha despertado nuestras alarmas porque entre lo que deja entrever, un cierto deje conspiranoico (“plan alemán de saqueo energético”, “dimensión siniestra de los fondos Next Generation”, “cúmulo de casualidades convenientes”, etc.), y lo que calla (no ofrece ninguna alternativa efectiva más allá de un llamado al “decrecimiento redistributivo”), desarrolla el marco perfecto para un enfoque que todavía no está presente en España de modo reseñable, pero muy pronto puede estarlo: el del nacionalismo energético de corte reaccionario. Y es cuanto menos inquietante que compañeros que luchan por un mundo sostenible y justo le faciliten una pista de aterrizaje conceptual. Conocemos el trabajo comprometido de Antonio Turiel, Juan Bordera y Alfons Pérez en los ámbitos científicos y militantes, y sabemos que no es ni mucho menos su intención alimentar a los monstruos reaccionarios que habitan en este interregno entre dos mundos que nos ha tocado habitar. Pero en una coyuntura histórica en la que Le Pen ha obtenido el 40% de voto en segunda vuelta prometiendo, entre otras medidas, desmontar parques eólicos, poner el acento en un relato de asalto a la soberanía nacional por parte de un poder colonial alemán que mueve en la trastienda los hilos de la transición energética renovable es reforzar un discurso cuya salida no va a ser, ni de lejos, un cuestionamiento decrecentista del modelo de desarrollo. Lo que hay al final de un camino pensado así es una regresión reaccionaria en clave nacionalista que, por cierto, ya tiene raíces solidas en las geografías rurales más abandonadas del país. Un proyecto reaccionario que va a encontrar en las resistencias locales a la transición energética una nueva fuente de agravios frente a las imposiciones del “cosmopolitanismo verde y urbanita”.
Si la hipérbole de la colonia energética resulta especialmente desafortunada es por cómo encaja como un guante perverso, precisamente, en el marco de los conflictos y las resistencias territoriales a la implantación de las energías renovables que hoy están teniendo lugar. Que son, al mismo tiempo, un marco de lucha tan justificado y legítimo como preñado de peligros.
La crisis climática nos pone y nos pondrá ante encrucijadas y decisiones complejas. La transición ecológica a la que aspiramos quiere mejorar la calidad de vida de la gran mayoría de personas del mundo y hacerlo de forma compatible con los límites planetarios. Pero llegados al punto de crisis ecológica en el que estamos, una parte de esa transición ecológica supone sustituir unos impactos ambientales que ya han rebasado límites por otros en los que aún hay mucho margen. Es fácil pensar en una transición ecológica sin costes ni resistencias ni impactos, pero eso no significa que no sea un simple deseo irrealizable. Es en el contexto de una crisis climática aterradora y esta lógica de sustitución de impactos ambientales en la que hay que situar el hecho innegable de que las energías renovables no son inocuas. Su impacto ambiental y social es alto, tanto en las instalaciones mismas como en los tendidos eléctricos, así como en la minería que alimentará esta nueva infraestructura técnica. Esto, que sería así en cualquier sociedad imaginable, se multiplica porque en el capitalismo las energías renovables sólo se despliegan asociadas a procesos de acumulación de capital, que se rigen por la obtención de beneficios y no por la satisfacción de necesidades. Procesos de acumulación indisociables de formas de violencia social más o menos suavizadas: explotación laboral, reordenamiento de los usos del suelo vía expropiación, externalizaciones económicas negativas, impactos ambientales, plusvalías especulativas… En un país como España, con un oligopolio eléctrico tan poderoso y un caciquismo local que se nutre mucho de corruptelas urbanísticas, la transición a las renovables puede convertirse en una barra libre de abusos. Por ello los contrapesos en forma de lucha territorial bajo el lema “renovables sí pero no así” tienen algo de buena noticia.
Con un oligopolio eléctrico como el español, con un caciquismo local que se nutre de corruptelas, la transición puede convertirse en una barra libre de abusos
Pero al mismo tiempo esas resistencias territoriales a las renovables pueden suponer el caldo de cultivo perfecto para un proyecto político de impugnación general de la idea de transición ecológica justa en defensa de la continuidad del capitalismo fósil y la apuesta por el renacer nuclear. Esto en una década en la que ya no nos podemos permitir, climáticamente, más retrasos. Ese proyecto existe y está a un par de piezas de terminar el puzle de época y ponerse a liderar los descontentos que las renovables están generando. Nos asusta que un concepto tan hiperventilado como el de “colonia energética” lleve las aguas de los imaginarios colectivos hacia esos molinos. Porque además, y aquí creemos que hay otra diferencia fuerte de nuestros planteamientos respecto al de los autores del artículo, pensar que revelar la insostenibilidad del capitalismo nos acerca siquiera un milímetro a superarlo es una pura ilusión. Compartimos la idea fuerte de que una sociedad sostenible habrá mandado el capitalismo a un museo de los horrores pasados. Pero limitarse a impugnar el sistema capitalista con fraseología abstracta cuando tenemos a nuestras espaldas la experiencia dolorosa y amarga de más de 170 años de luchas socialistas fallidas, que movilizaron una cantidad de talento teórico y práctico tan brillante como colosal, y un poder organizativo mayúsculo, nos parece cuanto menos ingenuo. Señalar el capitalismo no es ningún gesto de inteligencia radical, es una obviedad. Lo que nos exige nuestro tiempo es pensar en pasos concretos y políticamente factibles para ir desmontando algunas lógicas capitalistas desde una más que evidente desigualdad en la correlación de fuerzas. Una correlación que, esperamos, comience a cambiar en nuestro favor a medida que acumulemos victorias tangibles e ilusionantes.
Finalmente, y por impulsar el debate en un tono constructivo, nos parece mucho más interesante políticamente explorar no las posibilidades del agravio nacionalista entre países europeos, sino las posibilidades de la colaboración. La solidaridad europea, con la imposición fanática de la ortodoxia económica, no cuenta con precedentes recientes que inviten al optimismo, cierto. Pero es igual de evidente que tampoco estamos ya en el mundo de 2008 y que los márgenes para otro tipo de relaciones intereuropeas están abiertos. Los retos actuales (cambio climático, pero también la pandemia y otros efectos boomerangs por venir de eso que hemos dado en llamar Antropoceno) requieren respuestas globales. Y eso abre una condición de posibilidad para organizar un internacionalismo tan real como efectivo. Esto es así, seguramente, por primera vez en la historia, en el sentido de que nunca en la historia nuestros problemas habían empujado materialmente hacia soluciones de orientación socialista de un modo tan claro. Por supuesto esta inscripción socialista de las soluciones técnicamente efectivas no garantiza la política socialista, esta se juega en otros campos. Pero nos lo puede poner un poco más fácil a la hora de articular respuestas inspiradas en principios de cooperación y planificación.
En un paper científico, firmado junto a otros compañeros de su equipo en el año 2012 y titulado “A global renewable mix with proven technologies and common materials”, Antonio Turiel afirmaba que la interconexión geográfica entre naciones era uno de los pilares de una matriz energética renovable, con materiales abundantes y tecnologías probadas, que fuera capaz de ofrecer un consumo energético no muy distinto aunque algo menor del actual siempre y cuando se asumieran los principios de una economía de estado estacionario y un alto grado de colaboración internacional. Por mucho que las cosas hayan podido empeorar en estos diez años, tampoco se trata de un escenario completamente refutado. Prueba de ello es que otros autores del mismo artículo, como Antonio García Olivares, siguen considerándolo técnicamente viable. Lo que diferencia a uno y a otro es una cuestión que tiene que ver más con estados de ánimos ideológicos y sus respectivas hipótesis políticas. Y como la política siempre tiene algo de performativo, de profecía autocumplida, para iluminar este momento de peligro, que diría Benjamin, y sacar de él su mejor promesa, nos parece mucho más sugerente apropiarnos de la posibilidad utópica ecosocialista de una interconexión energética renovable vertebrando una Europa poscrecimiento que de una ofensa nacionalista cimentada en proyecciones lúgubres de las sin duda muy mejorables relaciones de poder vigentes en la Unión Europea neoliberal.
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Xan López (activista de Contra el Diluvio), Emilio Santiago (investigador del CSIC) y Héctor Tejero (diputado de Más Madrid en la Asamblea de Madrid).
En las primeras líneas de un artículo reciente, “España, colonia energética del norte de Europa”, Antonio Turiel, Juan Bordera...
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Xan López / Emilio Santiago / Héctor Tejero
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