CRÓNICAS PARTISANAS
Invítame a votar
La famosa indiferencia ciudadana que hace perder votos a los partidos de izquierda es un simple reflejo, la plasmación demoscópica de una indiferencia anterior, a saber, la de los gobiernos y partidos progresistas hacia sus votantes
Xandru Fernández 12/06/2022
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Lleva razón Santiago Alba Rico: hay que pedir a los partidos de izquierda que colaboren un poco con la gente. No infravaloremos el voltaje de esa oración: el solo hecho de enunciarla, el modo en que está construida, con su andamiaje verbal deliberadamente amable (“pedir”, “colaboren”) y la modestia de ambiciones que se desprende de ese “un poco”, nos indican que las cosas van peor, mucho peor, de lo que estamos dispuestos a reconocer. Sobre todo porque empieza a ser habitual oír y leer lo contrario, a saber: que hay que pedir a la gente que colabore con los partidos de izquierda. Como si la culpa de todo la tuviera el pueblo con su desafección, su indiferencia, su desconfianza o su desprecio por la política. La abstención, esa enfermedad moral de las masas que nos empuja al abismo.
Al invertir el reproche de los portavoces y analistas de izquierda, Alba Rico señala la verdadera abstención que debería importarnos: la de los partidos de izquierda. Yo estoy también bastante seguro de que la famosa indiferencia ciudadana que hace perder votos a esos partidos es un simple reflejo, la plasmación demoscópica de una indiferencia anterior, a saber, la de los gobiernos y partidos de izquierda hacia sus votantes. Cierto, sus asesores se preocupan y tratan de averiguar qué es lo que hacen mal. Tengamos paciencia: no es tan fácil darse cuenta de que si uno vota a un partido para que derogue la Ley Mordaza y pasan los años y ese partido está en el gobierno y no ha tocado la Ley Mordaza, eso puede interpretarse como que han pasado de uno olímpicamente. Estoy seguro de que tarde o temprano darán con el cable rojo que hay que cortar. O eso o cortan el que no es y saltamos todos por los aires.
Entre tanto, no deja de asombrarme nuestra insistencia (y no me pregunten a qué primera persona del plural remite ese “nuestra”: he dormido poco) en atribuir todas y cada una de las complejidades de los comportamientos electorales a las cuitas internas de unos individuos aislados que, o bien votan de acuerdo con sus intereses, o bien se dejan llevar por sus pasiones, o bien tratan de obtener, con su voto, los beneficios que solemos atribuir a los rituales religiosos. Yo ahí veo una cierta insuficiencia metodológica: no salimos del cliché del sujeto electoralmente cartesiano que reflexiona sobre el sentido de su voto y decide en consecuencia. Está bien que pensemos en ello y que discutamos sobre si los aspectos racionales tienen más peso que los emocionales o los identitarios, pero no perdamos de vista que el acto de votar no se diferencia tanto del acto de comprar. Y compramos, cierto, lo que necesitamos, y también lo que nos gusta, cierto también, o aquello con lo que nos identificamos aunque ni nos guste ni lo necesitemos: no necesitas esa bandana espantosa y ni siquiera te gusta, pero es clavada a la que llevaba Bruce Springsteen en el tour Born in the USA y te hace sentir más joven, más rockero y más cool. Sin embargo, el acto de comprar forma parte, más veces de las que nos gusta reconocer, de un campo de interacciones sociales que nos pone a mitad de camino entre la extorsión y la necesidad de reconocimiento. Así es cuando compramos lotería porque todos los de la oficina juegan el mismo número, cuando nos decidimos por un modelo de automóvil porque nuestra cuñada trabaja en un concesionario determinado o se nos ocurre irnos de vacaciones a Benidorm porque van también dos colegas del trabajo y compartimos gastos.
Las pocas veces que las izquierdas españolas, con todas sus limitaciones y sus matices, movilizaron a un número de votantes lo suficientemente significativo como para pensar que no había sido solo por incomparecencia de las derechas, fue porque votar había dejado de ser una decisión íntima y privada, fruto de una reflexión a puerta cerrada, y se había convertido en un acto cuyo sentido hacía juego con los hábitos y la experiencia de una comunidad de afines: mucho de lo que fue el PSOE en los años setenta y ochenta se debe a que votar a ese partido era algo con lo que se contaba en el día a día del sindicato o la asociación de vecinos, y tampoco se entiende el éxito electoral del primer Podemos sin sus círculos, ni el de las candidaturas de las izquierdas gallegas y vascas sin sus imaginativas experiencias asociativas.
Son ahora, en cambio, las derechas las que han hecho del voto una consecuencia casi natural de cómo es la vida en sus nichos ecológicos y de qué discursos manejan sus potenciales votantes. No se trata, o no solo, de que movilicen pasiones más intensas. Se trata de que en esos contextos el voto no supone un esfuerzo de conciencia, un combate cuerpo a cuerpo contra el sentido del deber. Simplemente, sucede. Las izquierdas hace tiempo que no están sucediendo, por eso cuesta tanto acordarse de votarlas.
Lleva razón Santiago Alba Rico: hay que pedir a los partidos de izquierda que colaboren un poco con la gente. No infravaloremos el voltaje de esa oración: el...
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Xandru Fernández
Es profesor y escritor.
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