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“A Cartago vine, y por todas partes crepitaba en torno mío un hervidero de amores profanos que me cantaron al oído. Todavía no amaba, pero amaba el amar, y con íntima indigencia me odiaba a mí mismo por tanto necesitar. Busqué qué amar amando el amar, y odiando la seguridad y la senda sin peligros, porque dentro de mí había apetito y necesidad”.
Este fragmento es de una calidad absoluta. Su lectura ofrece la certeza, la seguridad de que esas palabras van en serio y de que son innegociables. Son alta literatura, y ese es su sello. Su traducción al romance aún posee colores enérgicos de su ritmo original, en latín, por lo que uno reconoce, en esas palabras, una grandeza incluso anterior a ellas mismas. Por otra parte, este texto de finales del siglo IV posee una absoluta modernidad. La palabra modernidad ya es lejana y no creo que nos interpele. A mí, al menos, me interpela tanto como la palabra gótico o románico. Como la palabra ‘antes’, o la frase ‘hace mucho tiempo’. Pero la modernidad, ese fragmento histórico y concluso, es reconocible en esas palabras, en las que se percibe el tormento y el carácter inaplazable e inapelable de algo que no existía en la Antigüedad, algo que –es solo un cálculo, pues el grueso de la cultura clásica fue destruida en el siglo IV– solo existió en algún verso de Safo. Se trata del yo. Un yo, lo dicho, moderno, incomprensible, nocivo incluso, para un Antiguo. Se vuelve a retomar ese yo fascinado por los cambios y por sus propios cambios en el siglo XVIII, a través de libros de memorias. En las memorias de Rousseau aparece. Y no por casualidad. Rousseau debía de ser consciente de ello, pues copia ideas y fragmentos enteros de ese libro del siglo IV. Incluso copia su título: Confesiones. Ese yo aparece en las memorias de Benjamin Franklin, al otro lado del océano. Más para aquí, de manera más astuta, camuflando otros objetos para no ser linchado por su época, aparece en las de Torres Villarroel. En el XIX y en el XX ese yo aparece en un género nuevo. La novela. Reconocerás ese yo porque también aparece en las canciones del siglo XX. Es un yo al que le pasan cosas no previstas, con las que choca. Es el yo de Édith Piaf, pero también el de los Beatles. De hecho, el fragmento con el que han empezado estas palabras podría ser un trozo de una canción, a la espera de un estribillo contundente.
Este fragmento de las Confesiones de San Agustín –en su Libro Tercero, en su capítulo I, en su apartado Caída en las redes del amor– es fundacional de un género. Las memorias. Pero también lo es de una época, que quedó formulada por una novedad –el yo–, si bien tuvo que esperar hasta el siglo XVIII para eclosionar. Es importante señalar que ese yo inaugurado por San Agustín aun sigue siendo vigente. De lo que se deduce que ese yo también anuncia y abarca esta otra época, en la que ya vivimos y desde la que les escribo. No es ya la Modernidad, en la que ese yo sediento se desplazaba y buscaba un sentido. Es la época del yo igualmente sediento, si bien ya sin desplazamiento alguno. Es la época del yo y la sed inaudita. Puedes ver ese yo en formas actuales del arte moderno, esas antigüedades. Y lo puedes ver en la política, esa mole de yoes que avanzan imparables, desesperados, formulando dolor y búsqueda. Y sin movimiento alguno. Esa novedad.
“A Cartago vine, y por todas partes crepitaba en torno mío un hervidero de amores profanos que me cantaron al oído. Todavía no amaba, pero amaba el amar, y con íntima indigencia me odiaba a mí mismo por tanto necesitar. Busqué qué amar amando el amar, y odiando la seguridad y la senda sin peligros,...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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