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Subo a un taxi. El taxista inicia una conversación. Un taxi es una habitación. Una conversación iniciada por una persona que lleva horas, años tal vez, en una habitación, es algo arriesgado. Mucho más cuando tú vienes de otra habitación, construida hace siglos. El taxista, sin mediar tiempo ni transición de un tema a otro, me habla de la suciedad de las calles, del desastre de la ciudad, y de la inmigración como culpable activa de todo ello. Con recursos para marcar distancias, efectivos y ágiles hasta el hastío, y de los que no disponía antes de la pandemia, le explico que he subido al taxi para realizar un trayecto, que, si quiere conversar, elija un tema que permita ser compartido por un desconocido como yo. Por ejemplo, el tiempo. Por pura retórica, sin ánimo de que ello suceda, termino mi breve intervención animándole a que volvamos a empezar nuestra vida en común, como si acabara de entrar yo en el taxi. Para mi sorpresa, el taxista hace exactamente eso. Cambia su tono y su expresión. Me saluda otra vez, y me habla del tiempo. Concretamente, de su tiempo, del tiempo que ha vivido. Me explica que es huérfano, que fue criado por su abuela. Su abuela tiene diabetes. Por lo que va a verla varias veces al día. Es como tener un hijo. De hecho, su mujer le ha dejado, porque quería tener un hijo. Y el taxista ya lo tiene: su abuela. Con lo que gana, no puede tener otro. Eso sucedió hace tres meses. Desde entonces, el taxista ha perdido más de diez kilos. Solo piensa en su mujer, una vida, unas posibilidades que no pudo pagar. No vuelve a casa. No tiene dónde volver. Está todo el día en el taxi. Aún así, con lo que gana, sigue sin poder tener un hijo, sin poder mantener el que ya tiene, su abuela. Sin poder mantenerse a sí mismo, de manera que sigue siendo hijo de nadie.
El taxista empezó hablándome desde el neoliberalismo, para luego, de manera imprevista, empezar a hablarme del neoliberalismo. No solo no es lo mismo, sino que es lo contrario. Para pasar de una cosa a otra, solo tuvo que hacer una cosa sencilla, pero inverosímil. Tan improbable que yo mismo se la propuse, en la confianza de que nunca la aceptaría. Dejar de decir, para empezar a hablar. Dejar el desde y pasar al del es un cambio inusitado. Por lo que veo, no suele acaecer en una misma biografía. Es un pequeño milagro. Tal vez, incluso, no sea pequeño.
Tendrá que pasar eso. Millones de veces. Entre millones de personas. Tendremos que llegar al límite. Perder peso. Perder. No tener a donde volver. Romper la habitación. Saber que no tenemos lo que no tenemos no porque no queramos. Y, de pronto, volver a empezar, con otras palabras. Es imposible. Inviable. Pero yo lo he visto.
Subo a un taxi. El taxista inicia una conversación. Un taxi es una habitación. Una conversación iniciada por una persona que lleva horas, años tal vez, en una habitación, es algo arriesgado. Mucho más cuando tú vienes de otra habitación, construida hace siglos. El taxista, sin mediar tiempo ni transición de un...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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