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Fue una suerte de locura el nacimiento de la tragedia, en el siglo V aC. Se trataba de un género en el que nadie leía nada en voz alta, sino que actuaba. Actuar era algo tan novedoso que, de hecho, carecía de percepción. Para el público, y es posible que también para el propio actor, el actor no actuaba. Era. Era el héroe, era el mito, era el Dios que representaba. El público, de pronto, veía a una divinidad hablando. Y enloquecía. Era la catarsis. Aristóteles la dibuja como una consecuencia de “la piedad y el terror”, que es lo que, literalmente, se siente en presencia de Dios. La catarsis era una suerte de purificación. Espiritual, pero también de tipo físico. O médico. Un espectador, copado por la catarsis, limpiaba su cuerpo de los humores que creaban la enfermedad. La catarsis era, por todo ello, importantísima. Al punto que el Estado velaba por ella. La buscaba, la creaba, pero también la depuraba, la refrenaba, llegando incluso a prohibir accesos exagerados a ella. La gestionaba. Le preocupaba. Sólo la permitía, inicialmente, durante tres días al año, cuando se celebraban las Dionisias, la gran fiesta en honor a Dionisos. En esas fiestas se representaban, cada día, tres tragedias de un solo autor y, al cabo del día, como colofón, una cuarta obra, satírica, en la que intervenían sátiros como personajes, seres carnales, vitalistas y cercanos, que entorpecían y cuestionaban el drama del héroe. Esa tragedia satírica era una transición, un punto final a un día duro e intenso de representación de tragedias, una descompresión, que facilitaba que el espectador volviera a casa sin exceso de turbación. Pero el Estado velaba por la catarsis de otras maneras. Por ejemplo, seleccionando a los tres autores que escribirían para las Dionisias. Esa era una de las labores del arconte epónimo, el gobernante civil –no el militar, no el religioso–. También era labor suya premiar a uno de esos poetas. Premiar es comprometerse con uno, no con los tres autores, apostar por un tono y significados sobre tres posibles. El arconte epónimo, además, pagaba el trabajo de los autores y de los actores. Y no solo eso: también pagaba la entrada al teatro de todos aquellos ciudadanos que no podían pagársela. El interés para que fuera toda la ciudadanía al teatro era tal que el arconte pagaba la entrada a personas que no eran ciudadanas: mujeres, niños y esclavos. El arcano también designaba las coregías. La coregía era una liturgia –esto es, un servicio público–. Consistía en que los ciudadanos ricos pagaran la contratación de los coros. Los coregos, los ricos que aceptaba la coregía, seleccionaban el coro –entre sus amigos, también ricos–, pagaban su vestuario, sus ensayos y el local para ensayar. El corego era, en cierta medida, el último momento en el que el Estado, delegando en un ciudadano rico, aún pugnaba por lijar, modular una tragedia y su catarsis. En pleno conflicto con Persia, por ejemplo, Pericles fue el corego para Los Persas, de Esquilo.
Tres días de mensajes densos, un bombardeo fieramente moderado y seleccionado por el Estado, que garantizaba la asistencia a su teatro, no a toda la ciudadanía, sino a toda la ciudad, una ciudad que gritaría, lloraría, enloquecería, viviría la catarsis que, ni más ni menos, el Estado había elegido y depurado. Todo ello confirma a la tragedia como el gran hecho propagandístico griego de la democracia. El sitio, el punto en el que el Estado exponía sus valores. Me pregunto cuál es ese punto hoy, y cuál su duración. No es el teatro. Por lo que no debe de durar tres días. Si no vemos su inicio, es que no lo tiene, por lo que debe de carecer de final. Debe de durar siempre. Todo indica que debe de ser la realidad. O su retransmisión. A ese espectáculo asistimos ciudadanos, inmigrantes, adultos, niños, ricos y pobres. Somos tantos que no nos vemos, por lo que nos creemos iguales. Si no nos vemos, es que tampoco vemos la catarsis que debemos vivir, en profundidad y en todo momento, de manera constante, en ese espectáculo constante que son nuestros días. No vemos que nosotros no somos nosotros, sino seres enloquecidos, que gritan y lloran, por la piedad y terror que da ver a los Dioses. O, por lo mismo, no verlos jamás.
Fue una suerte de locura el nacimiento de la tragedia, en el siglo V aC. Se trataba de un género en el que nadie leía nada en voz alta, sino que actuaba. Actuar era algo tan novedoso que, de hecho, carecía de percepción. Para el público, y es posible que también para el propio actor, el actor no actuaba. Era. Era...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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