crisis ecológica
Verde nuclear, verde gas
Las clarificadoras contradicciones de la transición energética
Juan Bordera / Antonio Turiel 6/07/2022
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El siguiente texto forma parte del libro El otoño de la civilización, editado recientemente por Escritos Contextatarios.
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Verde que te quiero verde, verde metano, verde nuclear. Francia con el uranio y Alemania con el gas. Ni el eterno García Lorca logró poner tan de moda el verde como la transición energética. Pero al mirar de cerca, el supuesto verde destiñe y lo que encontramos es más bien tendente al oscuro. Oscuro color crudo.
Está celebrándose una suerte de derbi entre las dos potencias europeas por excelencia. Los equipos están nerviosos por los últimos compases del “encuentro”, donde los precios del gas –y por tanto, de la luz en un mercado marginalista– han batido récords que pocos habrían augurado para tan pronto. Francia y su defensa poblada de centrales (nucleares) ataca la retaguardia alemana alegando que la nuclear es imprescindible para superar otras opciones peores como el carbón. Alemania, en su productivo terreno de juego, busca contraatacar con la defensa del gas como ineludible energía de transición. Argumentan que no genera residuos tan peligrosos, sirve para estabilizar la red y tiene la tasa de emisiones más baja de las fuentes fósiles –aproximadamente la mitad de las del carbón–.
El debate está caliente porque los miembros del lobby nuclear apoyan (oh, sorpresa) a la nuclear, y los que consideran que esa fuente de energía es una ruina económica llena de riesgos, suelen defender el gas como mal menor, o argumentan que las renovables se bastarán pronto para cubrir el suministro. ¿Quién tiene razón? ¿Qué sería más sensato hacer?
Según la ministra de Transición Ecológica, Teresa Ribera, el borrador filtrado a la prensa, que aboga por incluir en la “taxonomía de finanzas sostenibles” –término que podemos traducir como: invierta aquí sin remordimientos–, se equivoca: “No tiene sentido y manda señales erróneas para la transición energética del conjunto de la UE”.
Nos venden el sueño nuclear para que no veamos la pesadilla que es ahora mismo
Pero, ¿y si le diéramos un poco la vuelta al argumento? ¿Y si en realidad lo que está mandando son señales muy claras, inequívocas? La transición va a ser muchísimo más compleja de lo que se suele contar y los altos precios y contradicciones son algunas de las últimas señales. Y de poco sirve que arteramente se diga que son “energías de transición”, solo válidas por un plazo prefijado: a todos los efectos, se las considerará verdes. Verde nuclear y verde gas.
Según la propuesta pendiente de aprobación, las nuevas plantas nucleares serán verdes como una aceituna hasta –de momento– 2045, y para ello tendrán que contar con un plan para eliminar de forma segura los desechos (ja).
Los países defensores de su categorización como verde, capitaneados por una Francia que tiene la mitad de los reactores de Europa, afirman que es una fuente imprescindible para la transición; sin ella, nos veremos abocados al sucio carbón y al carísimo y solicitado gas, dicen. No comentan que la producción de uranio del mundo ha caído un 20% desde los máximos de 2016. No comentan que la perspectiva es que caiga todavía otro 30% de aquí a 2040. No comentan que Francia mantiene 5.000 soldados en el África Sahariana para asegurar el cada vez más maltrecho suministro de uranio desde Níger. No nos dicen que el 25% de las centrales francesas están permanentemente paradas. Nos venden el sueño nuclear para que no veamos la pesadilla que es ahora mismo.
Francia sabe que no hay futuro en la nuclear, pero necesita una coartada para que la UE no le impida seguir dando subvenciones públicas a un tinglado que se tambalea
Intentan hacer creer que tenemos al alcance de la mano tecnologías para reaprovechar los residuos y así callemos. En última instancia, Francia intenta que el rescate de Areva, la compañía semipública que se encarga de la gestión del combustible nuclear y que quebró en 2016, no arrastre a la semipública EDF, que la absorbió. Francia sabe que no hay futuro en la nuclear, pero necesita una coartada para que la UE no le impida seguir dando subvenciones públicas a un tinglado que se tambalea. Y mientras, aquí en España, algunos dan palmas con las orejas y le hacen el juego al Gobierno francés mientras nos intentan encandilar diciendo que esta decadente industria salvará el mundo (no queremos que nos salven de esta manera, gracias).
En cuanto al gas, sería [teñido de] verde hasta 2030. La elección de la fecha no responde a ningún criterio climático: ya el informe del Grupo III del IPCC que filtramos hace meses revelaba que, para alrededor de 2030, todas las centrales de gas y de carbón debían ser cerradas. Cerradas, no indultadas hasta esa fecha y a partir de ahí ya veremos cómo las vamos cerrando. Lo que sí que se espera que aguante –más o menos– hasta 2030 es la producción mundial de gas. El techo de producción se alcanzaría en ese 2030, que mágicamente aparece en el texto de la Comisión Europea. El mensaje es claro: vamos a tirar del gas natural tanto como se pueda, y si luego bajamos no será por compromiso climático alguno, sino porque cada vez habrá menos. Un cálculo que peca de mucho cinismo: se cuenta con que Europa acaparará el escaso gas que debería ir a otros lugares pero que acabará en nuestros lares, que pagan con moneda fuerte.
Y llegamos al carbón: una noticia reciente ha hecho que medio mundo se avergüence. Tras 26 Cumbres del Clima, y con un consenso del 99,9% de la comunidad científica sobre la gravedad del cambio climático, el precio del gas y la recuperación económica han hecho que, según la Agencia Internacional de la Energía, la cantidad de electricidad generada con carbón haya aumentado un 9% hasta batir el registro histórico. Grandioso. Hay que ver cómo funciona de bien la transición energética sin apenas planificar.
El aumento se ha debido a India y China, principalmente. Entre las dos se va a dirimir una buena parte de la laberíntica transición, en la que no se les puede negar la aspiración de cierta equidad con respecto al nivel de vida en Occidente. Eso conduce, aunque no se quiera admitir, a que Occidente (Estados Unidos, Europa, Australia, Japón, etc.) tendría que decrecer voluntaria y planificadamente hasta tratar de equilibrar nuestra huella.
Por si con esto no bastara, el petróleo no nos da ningún respiro. Con precios que coquetean ya con la barrera de los 90 dólares y una demanda actualmente insatisfecha –la caída en la producción ha sido del 4%–, las mismas previsiones de la Agencia Internacional de la Energía prevén una caída, si persistiese el proceso de desinversión comenzado en 2014, de entre el 20% y el 50% para 2025.
Es probable que este año veamos una caída adicional de la producción del oro negro del 8% y que tengamos una o dos crisis de precios en este 2022
Incluso con una cierta actuación de los Estados para parar la sangría, es probable que este año veamos una caída adicional de la producción del oro negro del 8% y que tengamos una o dos crisis de precios en este 2022. Peor aún, la producción mundial de diésel cae en barrena: casi un 15% desde el máximo de 2015, arrastrada por la falta de petróleos de buena calidad. Lo vemos en las estaciones de servicio, cómo sube imparable hasta precios no vistos desde 2008. Y diésel significa transporte, maquinaria pesada y de mina, tractores… Si falta diésel, falta –y faltará– de todo.
Ante semejante problemón, si con las renovables fuera a bastar para cubrir nuestras necesidades energéticas, tal y como alegan sus acérrimos defensores, si son más baratas, más limpias… en definitiva, ¡más verdes! –como los billetes que irán a parar a las grandes empresas y fondos de inversión– ¿por qué un modelo explotador de todos los recursos disponibles, que sólo busca maximizar beneficios a toda costa como el capitalista, no ha instalado ya una cantidad ingente de las mismas, para que el maná energético siga fluyendo al mismo ritmo y el espectáculo pueda continuar?
La respuesta es compleja, pero a la vez muy simple. No es posible. De momento, ni por asomo. Y todo parece indicar que los que creen que se podrá sostener la cantidad de energía actual con fuentes de captación de energía renovable, en el mejor de los casos pecan de bienintencionada ingenuidad, en el peor, se parecen más a unos vendedores de “elixires de la eterna juventud” que a visionarios.
Se suele alegar –y es verdad– que el coste de producción de electricidad por medios renovables ha caído en picado, y que hace tiempo que es más barato que el coste de las térmicas de carbón o las nucleares, y, desde hace unos años, incluso que los ciclos combinados del gas. Mirar solamente el precio, sin embargo, oculta ciertas verdades incómodas. Como, por ejemplo, que los paneles fotovoltaicos se fabrican mayoritariamente en China, país que genera el 65% de su electricidad con carbón. O que se requieren grandes cantidades de materiales, extraídos usando diésel, para paneles y aerogeneradores. O que todo se transporta de la mina a la planta de procesamiento, de la planta a la fábrica, de la fábrica al lugar de instalación, usando diésel.
Aunque la huella de CO2 de los sistemas renovables sea, indudablemente, mucho menor que la de otros tipos de centrales eléctricas, no es menos cierto que las renovables necesitan esos mismos combustibles fósiles para su fabricación e instalación (nadie ha cerrado nunca el ciclo de vida de las renovables usando solo energía renovable). Pero hay más. Las renovables han podido llegar a ser competitivas –económicamente– comparadas con otros sistemas mientras han sido relativamente pocas, menos del 2% de la energía primaria mundial. Pero, a medida que se fueran extendiendo, su competitividad iría empeorando: cada vez quedarían menos emplazamientos idóneos para su instalación; cada vez los costes de instalación y mantenimiento serían mayores.
Los que defienden acríticamente el modelo renovable actual quizá están cayendo en la trampa del crecentismo, cuando definen el progreso de las renovables como “crecimiento exponencial”. Nada crece exponencialmente por mucho tiempo en un planeta finito. Y mejor no hablemos de alguno de los materiales que se requieren, cada vez más escasos, para ese modelo de transición que, según reconocía la Agencia Internacional de la Energía, tendría que multiplicar por factores desorbitados su producción anual: el litio por 42, el cobalto por 21, las tierras raras por 7.
Si no asumimos el decrecimiento inevitable y nos adaptamos, hasta 2050 estaremos esperando un milagro. Algo poco científico, la verdad. Un milagro que no tiene pinta de que se vaya a producir y que irá dejando a más personas fuera de unos niveles de vida aceptables, mientras el mercado asigna los recursos eficientemente, si eres millonario.
A día de hoy las pérdidas de obtener hidrógeno de manera industrial para producir calor están alrededor del 50% y para vehículos son de un apabullante 90%
Hace unos pocos días, el ingeniero Marcel Coderch ilustraba en un programa en la televisión catalana con un ejemplo magnífico por qué este tipo de promesas tecno-optimistas del tipo, algo inventaremos, son un peligro: “Es como si te compras un boleto de lotería y dices, venga, voy a comprarme un coche” [eléctrico, como no] “y al ir a pagar dices, tome, e intentas pagar con el billete de lotería”. Eso es lo que estamos haciendo con la fe en la tecnología. Y no solo con la transición energética, también con el enorme reto climático: algunas de las “soluciones” más aceptadas, incluso por parte de la comunidad científica, son la captura y secuestro de carbono, de momento un pufo que no funciona salvo como agujero negro de fondos y recursos, o la geoingeniería, cuyos peligros sobrepasan ampliamente a sus supuestos efectos positivos.
La última bala de plata verde parece ser el hidrógeno: un vector, no una fuente de energía. No hay minas de hidrógeno en el mundo, el hidrógeno se obtiene consumiendo combustibles o electricidad. En el último informe anual de la Agencia Internacional de la Energía se reconocía que uno de los grandes retos del modelo al que se quiere transitar son las pérdidas por las sucesivas transformaciones, y el hidrógeno es un buen ejemplo: a día de hoy las pérdidas de obtener hidrógeno de manera industrial para producir calor están alrededor del 50% y para vehículos son de un apabullante 90% (en laboratorio todo es mejor, pero hay que ir al mundo real). Por ese motivo, la Estrategia Europea del Hidrógeno reconoce que Europa no se podría autoabastecer con el hidrógeno que puede producir usando sus propias renovables.
En el juego al que estamos jugando podemos acabar convirtiéndonos en una colonia energética del Norte de Europa
Alemania ha firmado acuerdos comerciales ventajosos para importar hidrógeno desde Ucrania (qué casualidad), Marruecos, Chile, Namibia o el Congo. Y, en parte por eso, a España se le ofrecen generosas partidas de los fondos Next Generation: para instalar infinidad de macroparques eólicos y solares, al tiempo que se le recuerda que el mercado del hidrógeno es único para toda Europa y que Alemania espera que los países del Sur “sean solidarios” con los del frío Norte.
Ese es el juego al que estamos jugando: uno en el que podemos acabar convirtiéndonos en una colonia energética del Norte de Europa. Pero, tranquilos, que todo será verde. La nuclear, verde radioactiva y fosforescente. El gas, verde fósil. La contaminación de la extracción masiva de materiales para nuestras renovables, verde mina. Si nos descuidamos, en un periquete habrá también macrogranjas verdes. Y, cuando ya no nos quede otra, acabaremos pintando el carbón del color de la esmeralda. Porque de todas las materias no renovables, el carbón es la que decae más lentamente. O asumimos el laberinto en el que estamos, o en los próximos años el mundo seguirá usando carbón a tutiplén.
Aunque faltan flecos y el resultado del partido está por determinar, tiene pinta de que va a acabar en un empate pírrico y pactado para evitar (temporalmente) el descenso de categoría –convertir tanto al gas como a la nuclear en energías puente, de transición–, algo muy conveniente para los dos países más poderosos de una Europa que se empeña, vieja, desvencijada, y malherida por un protofascismo emergente que no quiere oír hablar de límites de ningún tipo y que la tiene atemorizada, en al menos aparentar frente al espejo que se pinta un poco de verde. Verde que te quiero verde.
El siguiente texto forma parte del libro El otoño de la civilización, editado recientemente por Escritos Contextatarios.
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Verde que te quiero verde, verde...
Autor >
Juan Bordera
Es guionista, periodista y activista en Extinction Rebellion y València en Transició. Es coautor del libro El otoño de la civilización (Escritos Contextatarios, 2022). Desde 2023 es diputado por Compromís a las Cortes Valencianas.
Autor >
/ Antonio Turiel
Investigador Científico en el Instituto de Ciencias del Mar del CSIC.
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