análisis
El caso ERE: ¿quién malversó, y cuánto?
Buceando en la sentencia se encuentran los discutibles argumentos por los que unos acusados han sido condenados a cárcel y otros no
Miguel Pasquau Liaño 21/09/2022
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A algunos ciudadanos les basta con pensar que los magistrados del TS que han condenado por malversación (con pena de cárcel) a Griñán (y a otros cuatro acusados) lo han hecho porque son conservadores. A otros les basta con pensar que las magistradas que han suscrito el voto particular que propone su absolución por este delito, lo han hecho porque son progresistas.
Semejante asignación de roles en clave ideológica tiene la ventaja de que es irrebatible, exactamente por la misma razón por la que es indemostrable. Pero, ¿y si descendemos a los argumentos dados por unos y otras? Al fin y al cabo, en nuestro sistema lo importante no es que un juez esté o no asociado, o que su cuñado sea de un partido o de otro, o qué vocales del Consejo lo ascendieron, sino si es o no capaz de ofrecer mejores argumentos jurídicos que los que conducirían a una decisión diferente.
Es verdad que la sentencia tiene más de mil folios, y que el empeño requiere una inversión considerable de tiempo sin una utilidad inmediata. Me pareció, sin embargo, que podría merecer la pena: cuando una sentencia se coloca en el foco de la actualidad, es buena ocasión para reducir la distancia entre la lógica jurídica y la meramente periodística, por más que las explicaciones, si no persiguen con prisa llegar a conclusiones binarias (justa, injusta), tropiecen con la necesidad de explicar matices técnico-jurídicos no demasiado evidentes. Al menos puede servir para que, algún minuto suelto, hablemos de Derecho y no de ideología en un asunto en el que la consecuencia es la cárcel. Para ello puede ser útil formularse algunas preguntas clave, antes de precipitarse sobre las respuestas.
Dos preguntas que cualquiera se haría
Una pregunta que nos puede ayudar a entender dónde estuvo la discrepancia en el seno del tribunal es la siguiente: ¿por qué Chaves o Zarrías (por ceñirme a los nombres más conocidos) fueron condenados sólo por prevaricación (sin cárcel), y sin embargo Griñán, Martínez-Aguayo o Vallejo lo fueron también por malversación, pese a que todos ellos intervinieron sólo en la fase de elaboración de presupuestos, y no en la fase de adjudicación concreta de las ayudas? ¿Qué hace merecedores a cinco de los acusados, a diferencia de otros, de una pena adicional de varios años de cárcel, pese a que formaron parte de los mismos gobiernos y, todos ellos, crearon o mantuvieron un “artificio presupuestario utilizado para conseguir la distribución de fondos públicos sin cumplir las exigencias establecidas en las normas de subvenciones, con el descontrol subsiguiente” (p. 140)?
Relacionada con esto, hay otra pregunta, especialmente incómoda: ¿cómo es posible condenar a alguien por malversador si, en el juicio, no se ha analizado ninguna de las ayudas concedidas al amparo del procedimiento creado por los acusados (por estar pendientes de enjuiciamiento en piezas separadas)? ¿A cuánto asciende la malversación? ¿No habría que traer a juicio a los beneficiarios de las ayudas? ¿Se puede condenar por malversación en abstracto, o han de quedar formalmente probados actos concretos de disposición, sus cantidades y sus beneficiarios?
Malversación
Algunas precisiones hay que hacer sin demora. De un lado, la malversación no consiste en llenarse el bolsillo. Puede consistir en beneficiar injustamente a un tercero con fondos públicos. Lo nuclear de la malversación no es la apropiación, sino el desvío. Por eso, la falta de enriquecimiento personal del acusado no es un argumento para su exculpación.
Otra precisión, acaso más necesaria, por menos conocida: la imprudencia en la gestión de fondos públicos no es malversación. La condena por malversación exige un elemento intencional, o “dolo”. Este dolo puede ser directo (“quiero desviar fondos públicos para una finalidad privada concreta”) o, en algunas hipótesis, eventual (“quiero rapidez en la gestión de la asignación de fondos, y con tal de conseguir esa finalidad, no me importa que alguien aproveche para desviar fondos públicos a una finalidad privada cualquiera”).
Ni en la sentencia ni en los votos particulares hay reproche jurídico a la decisión de la Junta de Andalucía de habilitar partidas presupuestarias para salvar empresas en crisis
La tercera precisión: ni en la sentencia ni en los votos particulares hay reproche jurídico alguno a la decisión política de la Junta de Andalucía de habilitar partidas presupuestarias para salvar empresas en crisis y ofrecer cobertura a sus trabajadores. Podía hacerlo, porque ese es un destino legítimo para el dinero público. El reproche es que se hiciera al margen de las normas que rigen la elaboración de las leyes de presupuestos, y al margen de los controles propios de la normativa sobre subvenciones, lo que permitió que el Director General de Trabajo “pudiera disponer de las cantidades presupuestadas sin sujeción a la fiscalización de la Intervención de la Junta de Andalucía y sin necesidad de tramitar expediente alguno” (p. 186). La voladura de la normativa sobre elaboración de presupuestos y concesión de subvenciones se ha calificado como prevaricación. La duda es por qué, para algunos acusados, también constituye malversación, y para otros no.
Malversación e ilegalidad
Esta es una de las claves. La sentencia escapa de la necesidad de analizar el destino concreto de cada una de las ayudas para poder condenar por malversación, utilizando un argumento sobre el que, por su interés y trascendencia, creo que van a correr ríos de tinta jurídica: aun cuando buena parte de las ayudas se hubieran dado a empresas o personas que las hubiesen obtenido de haberse seguido un procedimiento legal de concesión (algo que expresamente se reconoce), todas constituyeron un desvío de fondos fuera de la finalidad pública de los mismos, y por tanto el importe de la malversación es todo el dinero que se empleó en aquel programa. ¿Por qué? Según la sentencia, porque al concederse sin los controles legales, ya se desvió el dinero de una finalidad pública, al “separarse” de los cauces legales y convertirse en dinero libre, de disposición arbitraria y sin control. Jugando con las palabras, diríamos que ese dinero público se “privatizó”, aunque se pusiera en manos de una autoridad pública para el cumplimiento de un fin público, y ésta sólo pudiera desviar los fondos cometiendo un delito. Es decir, la ilegalidad del procedimiento hace malversadora incluso a la ayuda que sí se diera para la exacta finalidad para la que se habilitó legítimamente la partida presupuestaria. Y ello porque la ilegalidad del procedimiento consistía precisamente en la elusión de controles efectivos, lo que permitía que otros delinquieran con opacidad.
Hay un párrafo que sintetiza este delicado argumento, al tiempo que, por un detalle de redacción, enseña su debilidad: en materia de empleo de fondos públicos, “la finalidad pública y la licitud viene condicionada al cumplimiento de las exigencias legales, y en este caso el incumplimiento de tales exigencias fue absoluto, dando lugar a un descontrol en el manejo de fondos” (p. 336). La finalidad pública y la licitud. Que la “licitud” esté condicionada al cumplimiento de las exigencias legales, es decir, a la ley, es demasiado obvio, y por tanto sobra en el párrafo transcrito la expresión “y la licitud”. Queda, entonces, lo importante: la finalidad pública del destino dado al dinero, se hace depender no de a quién se da y para qué, sino de la licitud del procedimiento de adjudicación. Y como el procedimiento fue deliberadamente ilegal (de ahí la condena por prevaricación), todas las ayudas constituyeron una sustracción o desvío malversador de fondos públicos. “En estas condiciones –dice la sentencia– no puede afirmarse que las ayudas concedidas cumplieran fines públicos; fueron absolutamente arbitrarias” (p. 385).
Es un criterio comprometedor, cuyo seguimiento en otros casos puede causar problemas. Imaginen que ante una emergencia debida a la erupción de un volcán o a escasez energética, una Administración decide agilizar el procedimiento de concesión de ayudas suprimiendo los controles establecidos en la legalidad vigente para impedir la arbitrariedad. Sigamos suponiendo que la facultad de asignar las ayudas concretas se concede a un organismo para el que nombran a personas de confianza, y que su trabajo es irreprochable, de modo que “a posteriori” no pudiera identificarse ningún exceso ni favoritismo (estamos imaginando). ¿Diríamos en este caso que todas las ayudas fueron malversadoras y condenaríamos por malversación a las autoridades que establecieron el procedimiento ilegal? Seguramente no. Seguramente el criterio seguido por el Tribunal Supremo viene condicionado por la “evidencia” (adquirida a posteriori, cuando saltó el escándalo) de que, en Andalucía, en buena parte hubo no sólo un procedimiento ilegal, sino, además, desvío de fondos para enriquecimiento injusto de terceros y creación de una red clientelar. Por eso dice que “el manejo de caudales públicos se realizó como si fueran propios, en favor de empresas y personas libremente determinadas y según las preferencias e intereses políticos de las autoridades que concedían las subvenciones” (p. 321). Pero esto, que políticamente es demoledor, y que puede predisponer al reproche hacia los acusados, no hace sino volver a la pregunta inicial: ¿por qué se condena por malversación a quién no decidió las empresas y personas a quienes se daban en concreto las ayudas, y que acaso podían confiar en que en la Consejería de Empleo no habría delincuentes?
Malversación y disposición de fondos
Pongamos aparte a quienes, por ocupar puestos en la Consejería de Empleo (a la que se atribuía la competencia para asignar las ayudas), han sido condenados por malversación. Miremos a quienes no participaron, al menos formalmente, en ninguna decisión sobre concesión de ayudas concretas, es decir, a quienes no tenían competencia para determinar si se daban a una empresa o a otra, si se daba una cantidad u otra, si se incluían a unos trabajadores o a otros. Es decir, a quienes crearon y mantuvieron el procedimiento de concesión de ayudas, pero no intervinieron en ningún procedimiento concreto. ¿Qué razón puede haber para atribuirles una responsabilidad penal por los actos concretos de desvío de fondos con ánimo de lucro en favor de terceros?
Cabría pensar en una responsabilidad mediata, por crear las condiciones para hacer posible la desviación: pero esta razón concurriría también en, por ejemplo, el presidente Chaves o el consejero Zarrías, y sin embargo fueron absueltos de malversación: eso significa que no basta con crear las condiciones para que otro malverse. Es preciso algo más, que explique por qué Griñán sí malversó y Zarrías no.
¿Cuál puede ser esa razón? Aquí nos topamos con el problema del dolo: ese algo más tendría que ser la conciencia de un alto grado de probabilidad de que el dinero se desvíe, es decir, se cometan delitos dedicándolo a hacer favores a los cercanos. Pero ¿por qué se atribuye esa conciencia a unos sí y a otros no? Habrá de ser porque algunos tuvieran más noticia de que ya estaba ocurriendo. Esta es la clave, tal y como subraya el voto particular.
La sentencia, en lo que respecta a Griñán, le atribuye un conocimiento “especial” por cuanto, en su condición de consejero de Hacienda, debió conocer los informes que señalaban un cúmulo de irregularidades
La sentencia, en lo que respecta a Griñán, le atribuye un conocimiento “especial” por cuanto, en su condición de consejero de Hacienda, debió conocer los informes que señalaban un cúmulo de irregularidades en la concesión de ayudas, que “anunciaban el posible despilfarro de los fondos públicos ante la ausencia de todo control” (p. 526). En particular se destaca un informe del interventor general que ponía de manifiesto que las ayudas se estaban otorgando mediante un procedimiento irregular y sin controles, especificando en qué consistían esas irregularidades. Cierto que el informe fue remitido a la viceconsejera, Martínez Aguayo, pero dada la importancia de la cuestión se infiere, con toda lógica, que debió de ser conocido por el consejero Griñán. Y por tanto, Griñán estaba obligado a tomar o proponer medidas para cerrar el grifo.
El voto particular repara, en cambio, en que en dicho informe y en otros posteriores no se hacía referencia alguna a casos de desvío de fondos. Únicamente se señalaban irregularidades en el procedimiento de concesión de ayudas. Es decir, sobre la ilicitud del procedimiento. Pero tal ilicitud ya debía ser conocida no sólo por Griñán, sino también por Chaves y Zarrías, porque éstos sí han sido condenados por prevaricación, y no hay prevaricación si no hay conciencia de que lo que se está decidiendo (el procedimiento de concesión de ayudas) es ilegal. Y en efecto, si el interventor hubiese advertido no ya la falta de controles efectivos, sino actos concretos sugerentes de desvío de dinero para favorecer a próximos, habría debido elevar un “informe de actuación” que obligase a considerar los medios para reparar los daños para el erario público. Pero no lo hizo. Sólo advirtió de la ilegalidad del procedimiento, porque era lo único de lo que tenía constancia, y por ello el interventor resultó absuelto de todo cargo. La conciencia de la ilicitud del procedimiento, pues, justifica la condena por prevaricación, pero no la de malversación, pues para ello debía haberse probado que el procedimiento ilegal se estaba utilizando para beneficiar a los próximos. Por eso el voto particular califica de “incoherencia extrema” que, no habiéndose apreciado en el interventor (que resultó absuelto) la conciencia de los actos de desvío del dinero, sí se le haya atribuido a quienes recibieron sus informes.
La sentencia concluye, con todo, que Griñán, por virtud de esos informes, “asumió la eventualidad de que los fondos vinculados al programa 31L fueran objeto de disposición con fines ajenos al fin público al que estaban destinados”, pues quedó alertado por esas irregularidades del alto grado de probabilidad de que hubiese sustracciones o desvíos. Es decir, un dolo eventual. El voto particular, que parte de la premisa de que no basta con la ilicitud del procedimiento para que haya malversación, sino que esta se produce con cada acto de disposición si persigue un beneficio privado, entiende que la sentencia da un “salto en el vacío para atribuir un dolo eventual con respecto a un resultado fraudulento (el desvío) cometido por terceros con dolo directo, subraya que no constan en la causa pruebas que permitieran atribuirle un mayor conocimiento de esos actos de desvío, que luego fueron tan conocidos, y critican ásperamente que se haya “instrumentalizado” la figura del dolo eventual “para solventar los déficits de prueba de cargo relativos a la autoría” de los condenados.
El voto particular introduce objeciones de clara discrepancia al no encontrar pruebas de que los condenados por malversación tuvieran más conocimiento personal que los absueltos de que se estaba desviando dinero
Como se ve, sea cual sea el sesgo ideológico de los componentes de la Sala, lo que se lee en la sentencia es un cruce argumental basado en consideraciones técnico-jurídicas y probatorias. Los cinco magistrados asumen, salvo en aspectos muy particulares, el relato de hechos probados, que por sí mismo resulta políticamente demoledor para aquellos gobiernos socialistas, en tanto describe un casi absoluto descontrol en la gestión de mucho dinero público. La lectura de la sentencia ofrece la impresión de una línea argumental coherente que arranca de la premisa de que la eliminación de controles, aunque buscase la agilidad y rapidez en la concesión de ayudas, facilitaba la disposición fraudulenta, sin que se pueda artificialmente disociar la aprobación del presupuesto de su ejecución. El voto particular introduce objeciones de clara discrepancia en cuanto a la premisa (la mera creación de un procedimiento de concesión de ayudas sin control convierte en malversación todo el dinero destinado a esas ayudas, pese a la habilitación parlamentaria), y en cuanto a la concurrencia de dolo, y no sólo imprudencia (que no sería punible), al no encontrar pruebas de que los condenados por malversación tuvieran, antes de saltar el escándalo, más conocimiento personal que los absueltos de que se estaba desviando dinero para beneficiar a personas y empresas fuera de la finalidad para la que se habilitaron los fondos. Ese mayor conocimiento atribuido a algunos les ha supuesto seis años de cárcel: desde luego, no era una cuestión menor.
A algunos ciudadanos les basta con pensar que los magistrados del TS que han condenado por malversación (con pena de cárcel) a Griñán (y a otros cuatro acusados) lo han hecho porque son conservadores. A otros les basta con pensar que las magistradas que han suscrito el voto particular que propone su absolución...
Autor >
Miguel Pasquau Liaño
(Úbeda, 1959) Es magistrado, profesor de Derecho y novelista. Jurista de oficio y escritor por afición, ha firmado más de un centenar de artículos de prensa y es autor del blog 'Es peligroso asomarse'. http://www.migueldeesponera.blogspot.com/
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