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Razones y honores
Los pupilos de Maquiavelo tienen el poder, pero no la razón, por eso emplean tanto tiempo en hilarla
Ana Bibang 12/10/2022
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Que Nicolás de Maquiavelo no tenía un pelo de tonto, ya está escrito en la historia. A él debemos el término “maquiavélico” entendido como algo astuto, implacable y engañoso, pero sobre todo a su obra póstuma El príncipe, donde se acuñó, aunque de forma apócrifa, el concepto “razón de Estado”.
Insisto en lo hábil de Maquiavelo y lo apócrifo de su autoría, ya que fue su enemigo, el sacerdote, estadista y economista Giovanni Botero, quien desarrollaría profusamente el término “razón de Estado” en su obra Della Ragion di Stato, hasta convertirla en doctrina referente del pensamiento político de la época. A Giovanni lo que es de Giovanni.
Sin embargo, la razón de Estado quedó ligada al nombre de Maquiavelo para la posteridad, lo que permite ver que ya por aquellos tiempos del Renacimiento italiano, se estilaba atribuirse la razón sin que correspondiera del todo y se acompañaba de honores hacia la persona, su obra y hasta sus milagros. Procediera o no.
Como ya es de sobra conocido, la razón de Estado refiere a la justificación de la ausencia de límites éticos al Estado en el ejercicio de sus poderes y la aceptación como lícita de la comisión de un “mal menor”, si con eso se garantiza la continuidad del propio Estado en aras de un supuesto “bien común”.
En resumen, aquello de que el fin justifica los medios, llevado a su máxima expresión.
El argumentario xenófobo instrumentaliza a las personas migrantes para rellenar las grietas causadas por los gestores y así calmar a una sociedad hastiada
Si hacemos un barrido desde la época de Maquiavelo hasta nuestros días, no faltan episodios de ese ejercicio de poder sin límites que finalmente han acabado pasando a la historia como un capítulo más o incluso rodeado de vítores. Así, recientemente hemos visto honores de Estado para despedir a Isabel II, monarca del Reino Unido y cabeza del imperio que llevó a cabo un colonialismo feroz basado en el expolio económico, la deshumanización y anulación identitaria de las personas forzosamente colonizadas, cuyo camino hacia la recuperación de la independencia legítima arrebatada se llevó sus cuerpos y vidas.
Y piano, piano, llegamos al momento actual, en el que toca presenciar la victoria electoral de la ultraderecha en Italia, gracias al consabido discurso del amor infinito a la patria y a la apología de valores religiosos y socioeconómicos propios del pleistoceno, como patas infalibles para sujetar y proteger la nación contra el enemigo supremo: la inmigración.
Nombrada y entendida en bloque (lo de fuera, no se sabe si son personas, entes malignos o alienígenas hostiles) y definida como fuente de todo mal.
Por supuesto, este poderosísimo adversario viene acompañado de sus malévolos compinches, que son todos aquellos que no comulguen con el pensamiento único, cierto y verdadero de quienes usan indignamente el sistema democrático para hacerse con el poder, pero desprecian sus fundamentos.
Vamos, que básicamente, el falso argumentario xenófobo instrumentaliza a las personas migrantes (mal menor) para rellenar las grietas causadas por los gestores autóctonos y así calmar a una sociedad hastiada (bien común). Ahí tienen la razón de Estado, la que se lleva los honores.
Buscar al enemigo a las puertas suene más a viñeta de “13 Rue del Percebe” que a razón de Estado
Bastaría con echar un vistazo al porcentaje de trabajadores de origen migrante en sectores estratégicos de la economía española como hostelería, servicios y/o construcción, para confirmar que sin esa mano de obra y sus correspondientes contribuciones al sistema de la Seguridad Social, el país se tambalearía de forma más que preocupante; tanto es así, que la reciente reforma del Reglamento de Extranjería promueve la contratación en origen de trabajadores extranjeros para su incorporación al mercado laboral español, dadas las dificultades de cubrir determinadas ocupaciones.
Claro que esto es España. Igual es que Italia no adolece de problemas macroeconómicos y desconoce lo que es la recesión. Igual.
Y aunque en ese escenario victorioso, posada y fonda habitual de clásicos como Berlusconi y nuevas promesas como Meloni, buscar al enemigo a las puertas suene más a viñeta de “13 Rue del Percebe” que a razón de Estado, incluso así, se prefiere escuchar a Maquiavelo antes que a Botero.
Pero para una servidora, los pupilos de Maquiavelo tienen el poder, pero no la razón, por eso emplean tanto tiempo en hilarla. Y mucho menos tienen honor.
Que conste a los efectos oportunos. Por si acaso.
Que Nicolás de Maquiavelo no tenía un pelo de tonto, ya está escrito en la historia. A él debemos el término “maquiavélico” entendido como algo astuto, implacable y engañoso, pero sobre todo a su obra póstuma El príncipe, donde se acuñó, aunque de forma apócrifa, el concepto “razón de Estado”.
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Ana Bibang
Es madrileña, afrodescendiente y afrofeminista. Asesora en materia de Inmigración, Extranjería y Movilidad Internacional y miembro de la organización Espacio Afro. Escribe sobre lo que pasa en el mundo desde su visión hipermétrope.
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