En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Me explicaron que la primera vez que volvieron fue el año de mi nacimiento. También me dijeron que la Guardia Civil vino a casa y se los llevó al cuartelillo, a interrogarlos, nada más llegar. Fue sorprendente, porque lo hicieron, me dijeron, con suma amabilidad, pues ya tenían otro pasaporte, y no podían tocarles un pelo. Ellos nunca explicaron ese interrogatorio, que fue breve. Literalmente, una simple molestia, donde no debería haber habido ninguna. De hecho, nunca explicaron nada. De otros interrogatorios anteriores, de su pasado, de su presente, de su trabajo, de su casa, de su vida. Para mí eran enigmas, hasta que comprendí que esa es la actitud de quien ha dormido con la muerte por años y no tiene nada que ocultar, pero más aún, y con mayor profundidad, nada que exhibir. Mis primeros recuerdos de ellos son esperarles cada verano. Venían precisos y constantes como un reloj de sol, cuyas agujas sin ruido nunca jamás se desplazan, pero que dejan escapar el tiempo con la misma brutalidad que cualquier otro reloj. Les recuerdo oliendo a otro país. Su ropa y sus maletas eran otro país, y sucedían en otro sitio. Pero, por encima de todo, les recuerdo la mirada. Podían bromear, acercarse a la tristeza o a la melancolía. Pero todas esas expresiones tan solo decoraban momentáneamente su rostro, hasta que volvía a ser copado por lo que era su expresión constante. Era una expresión de incomprensión. Incomprendían. Incomprendían profundamente. Habían dejado de comprender. La ausencia de comprensión era tan enorme que no dudaban, cuando iba con ellos, en contrastar sus dudas conmigo, un niño sumamente pequeño, que no comprendía casi nada, pero al que creían más competente en su comprensión que a ellos mismos. No comprendían que la Guardia Civil llevara un tricornio mucho más pequeño que el que llevaban en los años 30. Me preguntaban por el significado de eso. Yo, claro, no lo sabía. Sigo sin saberlo. No comprendían que en las tiendas a las que les guiaba no hubiera vino De Müller, al parecer el mejor cuando marcharon. Pero, por encima de todo, no entendían ningún rostro ni código. Me preguntaban si era normal que una persona les saludara. Me preguntaban si era normal que una persona estuviera siempre sentada en un banco. Si la sonrisa de alguien era normal o una falsedad, un objeto enigmático. Yo, francamente, encontraba exóticas y divertidas esas dudas ante lo literal e incuestionable. Pero, por lo que me había explicado mi padre, las entendía. Entendía que ellos no tenían país. Lo habían perdido varias veces. Por lo que necesitaban a alguien que se lo tradujera todo, pues todo tenía un significado y un hilo, que ellos habían perdido, en lo que fue la menor de sus pérdidas.
Estoy en casa. Frente a un De Muller. Ahora lo escriben así, sin diéresis. Es un vino fantástico. Su olor es el del ánfora de vino rota que describía Esopo, encontrada en el camino y poseedora, aún, del eco turbador de un vino denso y ya desaparecido. Ese vino me hace recordarles, volviendo cada verano, inasequibles a un país y a unas personas que no comprendían. Tras una explosión de luz que me ciega, y que debe de ser la de cientos de relojes de sol derrumbados y perdidos en estos años, vuelven a estar vivos y les veo y les huelo su olor a otro país. Reconozco ese olor, porque ya es el mío. Les observo su incomprensión densa. Y me resulta familiar. Íntima. Yo tampoco comprendo, comprendo ahora de repente. Rostros, costumbres, países, han perdido su rotundidad. Cada día hay más ceremonias y expresiones y conductas que no entiendo. Hasta que entiendo que el paso del tiempo es también una suerte de exilio.
Me explicaron que la primera vez que volvieron fue el año de mi nacimiento. También me dijeron que la Guardia Civil vino a casa y se los llevó al cuartelillo, a interrogarlos, nada más llegar. Fue sorprendente, porque lo hicieron, me dijeron, con suma amabilidad, pues ya tenían otro pasaporte, y no podían...
Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí