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Todo el mundo hablaba de lo que estaba ocurriendo. Y lo que estaba ocurriendo ocurría en Reikiavik. Era el campeonato del mundo de ajedrez, en el que jugaba el soviético Spassky contra el norteamericano Fischer. La locura ambiental era tan intensa que mi padre volvió un día del trabajo con un juego de ajedrez. Era grandioso. Conociéndole, era el más grande de la tienda. Pero era profundamente defectuoso, como esas cosas que compras hoy y que están hechas en el otro extremo del mundo. Lo que indica que, entonces, éramos el otro extremo del mundo. Las figuras eran huecas y estaban rellenas de arena, que continuamente regaba el tablero. El tablero, a su vez, estaba mal plastificado, y presentaba unas arrugas que impedían la verticalidad de las piezas en un pequeño tramo. Pese a ello, mi padre nos enseñó a jugar al ajedrez con esas herramientas. Era divertido. Pero lo que ibas aprendiendo no te ayudaba a comprender aquello de lo que hablaba todo el mundo, y de lo que informaban los noticiarios cada día. No eran las partidas entre Spassky y Fischer. Era otro juego. Algo críptico y más profundo, que residía detrás de esa coreografía, y que todos los adultos, al parecer, entendían. Se debatía, se discutía, se vivía un combate violento para establecer el hombre del futuro. Sería un hombre nuevo. Los contrincantes para ese título eran, por una parte, Spassky, un gran jugador, avalado por todo un Estado, que había inventado, hacía décadas, el mismísimo concepto de ‘hombre nuevo’. Y Fischer, un genio, a quien ningún Estado apoyaba. Hijo de una madre soltera, norteamericana y judía, que salió huyendo del antisemitismo de la URSS de los años 30, no era, por todo eso, un objeto simpático, ni en la URSS, ni en los EE.UU.. Por mi parte, yo iba con Fischer, a quién visualizaba como uno de los nuestros. Un David con una honda frente a dos gigantes, gamberro, indisciplinado, abandonado a su propia velocidad, con golpes de actitud imprevista. En mi fuero interno, yo deseaba con todas mis fuerzas que Fischer ganara y se convirtiera en el hombre nuevo, al que aludían todos los adultos. Finalmente, fue Fischer quien ganó el torneo. Pero no hubo hombre nuevo, porque no hubo Fischer. Tras su victoria, Fischer desapareció de la faz de la Tierra. Con el tiempo, supe más de su desaparición. Fue absoluta. Algo, en su interior, se rompió y le devoró. Y con cierta rapidez. Dos años después de su gran victoria y su gran desaparición, fue despojado de su título mundial, por negarse a participar en ningún campeonato, y a principios de los 80 fue detenido por la policía norteamericana, por ser un vagabundo molesto por las calles. Por aquel entonces aquel judío genial ya era antisemita. Paria sin pasaporte en Japón, reclamado por la justicia de su país, Islandia le concedió asilo en el Reikiavik, que conoció en su juventud, y en el que murió a principios del siglo XXI.
No hubo hombre nuevo. O sí, lo hubo. Pero fue tan gigantesco que no lo vimos cuando se irguió y empezó a caminar. Con el paso del tiempo, he llegado a creer que aquel desequilibrado ubicado en la ficción, lector de conjuras, enemigo de los suyos, era, en verdad, el hombre nuevo. Lo empecé a ver cuando empecé a ver a los nuevos hombres viejos, los posteriores a ese hombre nuevo, los que le siguieron, y que hoy ocupan, paulatinamente, tanto tiempo y espacio. Una vez visto el primero, los demás fueron paisaje, y sus gritos y delirios nos dejaron de sorprender e indignar.
Todo el mundo hablaba de lo que estaba ocurriendo. Y lo que estaba ocurriendo ocurría en Reikiavik. Era el campeonato del mundo de ajedrez, en el que jugaba el soviético Spassky contra el norteamericano Fischer. La locura ambiental era tan intensa que mi padre volvió un día del trabajo con un juego de ajedrez....
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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