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De manera inesperada, acabé cenando en la casa de unos amigos de unos amigos, a los que no conocía, y a los que tampoco supe identificar, pues había muchas personas en la mesa, y todas se comportaban como si la casa fuera, en verdad, suya. Ausente, en un momento dado, hacia el final de la cena, pedí disculpas y me senté en el sofá. Aduje que estaba cansado –en verdad llevaba ya muchas horas sin dormir–, y calculé poder desconectar unos minutos. Pero no fue así. Me desperté varias horas después, con el sueño completamente agotado y consumido, y repleto de reparo. Al hacerlo, no pude calcular en dónde estaba. Esos segundos inquietantes tras el despertar, en los que no sabes dónde estás, se deben de parecer a los primeros instantes de la muerte, suponiendo que la muerte se parezca a algo vivido. Es muy posible que no sea así, y que la muerte, el único objeto sin comparación posible, no sea, por tanto, nada, salvo la nada más absoluta. En el silencio se percibía que no había nadie en la casa, que había conocido repleta y ruidosa. Los invitados habían desaparecido hacía mucho. Tras el trance de acostumbrarme a la oscuridad, que nunca es tanta, pude ver la mesa recogida, y un orden absoluto y diáfano y nuevo. Y pude escuchar matices del silencio, como el respirar a un niño, en una habitación cercana –respiran con otro sonido; respiran como respirábamos en los árboles, aún sin conocimiento alguno del peligro–. También escuché a otro niño, mucho más pequeño y que aún soñaba con arroyos de leche, cómo describía esa felicidad soñada, en voz alta y en una lengua agradable e incomprensible. Al fondo, y como fondo, escuché un sonido antiguo y reconocible. El de dos personas haciendo el amor e intentando hacer el menos ruido posible, lo que crea unos susurros y quejidos universales y característicos, que no pueden ocultar el genio personal de las dos personas implicadas. Me gustó todo lo que vi y escuché, y me sentí partícipe de ello, destinatario de un regalo. Si una visita no es un protocolo absurdo y sin sentido, sino que te abran una puerta para que accedas a un mundo, a una intimidad profunda e inesperada, la visita se había producido en verdad y radicalmente, tal vez por primera vez en mi vida. Y, como casi siempre que había accedido a una intimidad profunda y no prevista, salí de la casa de madrugada, hacia lo contrario de lo vivido, poseedor de algo, de un segmento de otras vidas, de lo que carecía antes de la visita. Jamás supe dónde había estado ni con quién, pero los había conocido.
De manera inesperada, acabé cenando en la casa de unos amigos de unos amigos, a los que no conocía, y a los que tampoco supe identificar, pues había muchas personas en la mesa, y todas se comportaban como si la casa fuera, en verdad, suya. Ausente, en un momento dado, hacia el final de la cena, pedí disculpas y...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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