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Tras la crisis del Govern provocada, mal llevada y peor resuelta por Junts, la política catalana se adentra en una nueva etapa. El error de sugerir una moción de confianza salió caro a los de Borràs y Turull. Esquerra no dejó pasar la oportunidad y dio un golpe de timón. En apenas un par de días pasó página y zanjó la crisis con un giro estratégico que está dando que hablar: un gobierno monocolor ampliado con algunos independientes de espacios políticos colindantes (Nadal del PSC, Campuzano del PDCat/CDC y Ubasart de Podemos/Comuns).
Las lecturas de esta operación han sido variadas, con sesgos evidentes y agrupables a grandes rasgos en tres opciones. El independentismo ha querido ver el primer paso hacia un tripartito con PSC y Comuns, hoy todavía tabú, pero que se asume inevitable. Versión sospechosamente familiar, aunque de sentido contrario, la del centralismo conservador que acusa a Sánchez de facilitar oxígeno al independentismo con el único objeto de salvar sus propios presupuestos. En una tercera interpretación encontramos un cierto enfado del progresismo catalán, que daba por descontado que entre un tripartit independentista y otro progresista no había nada de por medio.
Con el nuevo Govern se perfila una suerte de monstruo gramsciano, a medio camino entre la traición al mandato del 1 de octubre y la formación de un escenario nuevo
La decisión de continuar en solitario –con apenas 33 escaños de 135– tiene más enjundia de lo que parece. Se perfila una suerte de monstruo gramsciano, a medio camino entre la traición al mandato del 1 de octubre y la formación de un nuevo escenario por determinar. Quienes fíen la debilidad de este segundo Govern a no disponer de más de 33 escaños, deberían ponderar primero las ventajas institucionales que el régimen confiere al president. Aunque no sea tan evidente como en el gobierno local (en 2015, por ejemplo, Colau pudo gobernar en solitario con 11 concejales de 41), a la hora de resistir, el gobierno autonómico tampoco está falto de recursos institucionales.
No se ha de olvidar que el régimen del 78 fue pensado desde las experiencias históricas de entreguerras y la quiebra de las democracias. Pese a la evolución del pluralismo catalán en lo que va de siglo (aumento de la fragmentación de 5 a 8 partidos, polarización creciente, etc.), el régimen también ha previsto instrumentos para blindar la gobernabilidad. Por eso, a la par que se anunciaba un Govern monocolor con independientes, Esquerra se parapetaba en su ventaja institucional: el president cesa y nombra su ejecutivo, la prórroga presupuestaria se puede dar por descontada, etc.
Más allá del impacto inmediato, interpretar el gesto táctico de Aragonès tampoco debería desatender un análisis más diacrónico. Desde el repliegue en los márgenes institucionales, Esquerra puede prever distintos escenarios y prefigurar distintos cursos de acción a modular según se vayan dando las interacciones. Bajo esta otra perspectiva, estaríamos ante algo así como el “grado cero del procés”; un momento anterior a todo lo sucedido que reactualiza un punto de partida para la estrategia independentista.
En el horizonte electoral más inmediato, de hacerse imposibles unos mínimos apoyos, los republicanos ya habrían definido con este Govern los contornos de sus aspiraciones: lograr que el independentismo sea hegemónico en la política catalana para ocupar la centralidad de esa misma hegemonía. No deja de ser un cálculo muy racional en el reparto del poder: expulsar a la mitad del país manteniendo el control sobre el resto da mejores rendimientos que intentar redefinir una nueva centralidad de país que recupere consensos tan amplios como los del Estatut.
Sin novedad en este frente: el objetivo es hacer pivotar una mayoría dentro del marco autonómico en torno a la causa independentista, no hacerla ir más allá. En tiempos de desmovilización, por supuesto, no carece de lógica y basta con ver qué sucede en Junts para comprender que en ningún lugar se pasa mejor una fase baja de movilización que en el poder. La apelación al 80% casa mal con la realidad del Parlament y se corresponde, como siempre ha sido, con un ejercicio metonímico de escasa credibilidad demoscópica.
En este estado de cosas la pregunta pasa a ser qué harán ahora los demás. Al asumir la prórroga de presupuestos, Aragonès debilita a sus potenciales interlocutores fuera del campo independentista, PSC y Comuns, atados por sus compromisos en los presupuestos del Estado y su deseo de mostrar la utilidad de unos presupuestos catalanes tripartitos. Por otra parte, ERC pone a Junts en evidencia al mostrar que es un proyecto que ha renegado de ser fuerza de gobierno si vota contra los presupuestos que aceptó en su momento. ¿Hasta qué punto se puede sostener la apuesta de Aragonès en un contexto de crisis, con un parlamento como el catalán y una sociedad hastiada de la política, en general, y de la independentista, más en particular? Esta partida apenas acaba de empezar.
Tras la crisis del Govern provocada, mal llevada y peor resuelta por Junts, la política catalana se adentra en una nueva etapa. El error de sugerir una moción de confianza salió caro a los de Borràs y Turull. Esquerra no dejó pasar la oportunidad y dio un golpe de timón. En apenas un par de días pasó página y...
Autor >
Raimundo Viejo Viñas
Es un activista, profesor universitario y editor.
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