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literatura

Vida y muerte en el hipermercado

Llenando el carrito de la compra con Roger Wolfe, Nicolás Meneses y Annie Ernaux

Rubén A. Arribas 3/12/2022

<p>Interior de un gran centro comercial. </p>

Interior de un gran centro comercial. 

Ben Schumin

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Siempre que leo un libro donde se menciona un supermercado pienso: aquí puede morir alguien en cualquier momento. Sucede que enseguida me acuerdo del poema “Cuando me aburro”, de Roger Wolfe; en particular, de la versión que grabó con Diego Vasallo para el disco La máquina del mundo en 2006. Es difícil olvidar una voz áspera como la de Wolfe que, sin acompañamiento musical alguno, arranca diciendo: “A veces cuando me aburro, pienso en maneras de morirme. Bueno, no necesariamente cuando me aburro. Esas ideas me vienen a veces. No es pensar en la muerte, sino en maneras concretas de morirse”.

Lanzada esa primera y cruda andanada, entran a continuación unos suaves acordes de piano que ayudan a captar el tono antimelodramático del poema. Wolfe, por aquello de concretar el modo de morirse, se imagina que le da el telele final en mitad del templo por excelencia del consumo: “Voy por un supermercado lleno de gente un viernes por la tarde, empujando el carrito, y me viene el flash: ¿y si me desplomo aquí mismo, entre toda esta marabunta de compradores, y me muero? Intento imaginar lo que haría esa chica de ahí delante, aquella mujer gorda de allí detrás, el hombre ese calvo y con gafas que examina ahora mismo un tarro de mermelada, alzándolo hacia la luz. Y los niños. Cómo reaccionarían los niños. Pensarían que era una broma, supongo”.

Después el poema sale del supermercado y toma un derrotero menos narrativo, pero igual de poco solemne. Así, Wolfe imagina que acaso la muerte pueda venirle “por tragarse un hueso de pollo y asfixiarse”, o por agarrarse tal berrinche que le estalle una vena o le abra “definitivamente la úlcera”, o porque un día termine hecho “pedazos por una máquina de segar”. Por concretas que sean estas otras maneras de morir, pocas veces las recuerdo: ninguna me remite a algo tan cotidiano como ir a hacer la compra.

Por cierto, El hombre solitario, la bitácora digital de Wolfe, da cuenta de que acaba de reimprimirse Pasos en el corredor (Renacimiento, 2022). A pesar de haber atravesado épocas turbulentas, como las que menciona en Tiempos muertos (Huacanamo, 2009), ahí sigue este buen hombre: sin desfallecer en supermercado alguno y entregado a su afición a montar en bicicleta por la ciudad y el campo. Ah, el poeta, ese fingidor.

El peligro de ser panadero en Chile

El narrador protagonista de Panaderos (Barbarie, 2022), del chileno Nicolás Meneses, más que miedo a morir teme accidentarse mientras trabaja en la panificadora de un hipermercado. A través de William Fuentes nos adentramos en la vida de un chico de unos 18 años de familia obrera que prefiere trabajar a estudiar y que reside en Buin, un pueblo del cono urbano de Santiago de Chile. Gracias a su relato, nos acercamos a lo que le supone conseguir su primer trabajo y contribuir con su sueldo a la precaria economía familiar.

Quizá lo que más singulariza el punto de vista de William es su obsesión con los accidentes laborales: ve potenciales peligros en cualquier situación. Tanto es así que, cerrado el libro, da la sensación de que debería abandonar ya mismo el oficio de panadero y sacarse el título de experto en riesgos laborales, pues ganaría más y viviría más tranquilo.

Eso sí, su obsesión es de lo más razonable: tanto su padre como su madre han tenido accidentes en sus respectivos trabajos. La madre arrastra problemas de espalda desde que la tiraron de una escalera mientras trabajaba como jornalera en la fruta, y el padre perdió una mano en la sobadora de la panificadora donde estaba empleado (William, que había ido a ayudarle ese día, fue el encargado de llamar a la ambulancia). Además, tanto la madre como el padre han quedado dañados para siempre a cambio de una retribución y de unas condiciones laborales precarias.

Ese pasado familiar traumático del personaje explica, de algún modo, que la novela tenga una faceta casi documental en un ámbito tan poco registrado por la literatura como los accidentes laborales. De hecho, el libro incluye artículos de la normativa y fichas sobre recomendaciones básicas de seguridad. Es como si Meneses hubiera contemplado la utilidad pública del texto, la voluntad incluso de instruir a un lector potencial que quisiera ejercer el oficio. En ese sentido, Panaderos puede leerse como uno de esos informes que Bertold Brecht reclamaba enviar al público, entendido este como “una asamblea de individuos capaces de reformar el mundo”.

Puede leerse como una novela de formación laboral con perspectiva obrera, por cuanto narra lo que significa para William conseguir su primer contrato

Pero también puede leerse como una novela de formación laboral con perspectiva obrera, por cuanto narra lo que significa para William conseguir su primer contrato. Así, vemos a un chico joven que deja de jugar a la PlayStation para insertarse 30 horas semanales en una cadena humana que debe cumplir con una determinada producción diaria de pan. De repente, William se enfrenta a la presión económica con que la empresa condiciona cada movimiento o decisión que tome: si no cumple con la producción o se enferma, no cobra los bonus de productividad o de asistencia, lo cual supone una merma cuantiosa en su salario. En definitiva, gracias a su primer trabajo, William aprende aquello de que “Por ganarme la vida, la estoy perdiendo”, que cantan Los Hermanos Cubero.

Por último, la novela admite también una lectura sobre la desaparición de los oficios, de lo artesanal. La automatización de los procesos llega a tal punto en la panificadora del hipermercado que William afirma: “El pan lo hacen las máquinas, nosotros las asistimos”. Eso sí, la asistencia no consiste en apretar un botón y ya está, sino en ser capaz de ejecutar los movimientos de la manera más rápida posible, en parecerse lo más posible a otra máquina. Es la presión de la productividad, que sabe más de números que de personas. A su edad y sin haber ido a la universidad, William ya sabe lo esencial del trabajo en una sociedad capitalista: todo consiste en producir pan sin pensar.

De compras con una Premio Nobel francesa

En Mira las luces, amor mío (Cabaret Voltaire, 2021), Annie Ernaux nos da una perspectiva diferente sobre el hipermercado. Ella, en vez de imaginarse que le da allí el gran patatús, como Wolfe en su poema, o pensar en posibles accidentes laborales, como el personaje de Meneses, eligió llevar un diario de campo que recogiese su experiencia como clienta asidua. Lo hizo entre noviembre de 2012 y octubre de 2013 –con actualizaciones de 2016 y 2021 en su edición española–, tiempo en el que documentó sus visitas a un Alcampo situado en un centro comercial del pueblo de Cergy, su lugar de residencia habitual, a 35 km de París.

Lejos de sostener que el hipermercado es un típico no-lugar, Ernaux lo considera un espacio que nos da la oportunidad de mezclarnos con personas desconocidas

Lejos de sostener que el hipermercado es un típico no-lugar, Ernaux considera que es un espacio que nos da la oportunidad de mezclarnos con personas desconocidas de procedencias geográficas dispares, clases sociales distintas y con intereses variados. En su caso, subraya, el hipermercado le recuerda “la presencia necesaria del mundo”, es decir, la obliga a redescubrirse como una persona normal y corriente, una más de las muchas “que van a dar una vuelta al centro comercial para distraerse o para escapar de la soledad”. Es, en suma, una inyección de realidad que la sintoniza con el entorno.

Bajo la lógica implacable de “siempre hace falta un guisante en casa”, nos recuerda la reciente Premio Nobel, el hipermercado se ha erigido en un espacio, capaz de ser “indiferente a los miedos xenófobos de una parte de la sociedad” con tal de adaptarse “a la diversidad cultural de la clientela” y venderle lo que haga falta, incluso respetando “escrupulosamente sus festividades”.

Por desgracia, detrás de ello no hay una explicación ética, sino mercadotécnica: el “marketing étnico”. Con todo, no se imagina Ernaux a “los partidarios del liberalismo alabando esa real función igualitaria e integradora del Mercado”. En otras palabras: a la familia Mulliez, propietaria o con una fuerte participación en Alcampo, Leroy Merlin y Decathlon, entre otras empresas, la diversidad cultural le preocupa en tanto en cuanto pueda traducirla en beneficio económico propio, no en ese bien común llamado convivencia.

Para la autora de La mujer helada, basta detenerse a observar que “los lugares de consumo han sido concebidos como los de trabajo, con una pausa mínima para un rendimiento óptimo”. Vamos, que el dispositivo comercial que gobierna un hipermercado está diseñado para ordeñar hasta el agotamiento a la fuerza de trabajo a fin de que esta exprima al máximo el bolsillo de la clientela. Esa es la lógica del asunto. En caso contrario, ¿para qué iba invertir si no la economía liberal tantos millones de euros en publicidad con tal de convencernos, por ejemplo, de que “querer a los niños es comprarles lo máximo posible”?

Cuando acudimos al hipermercado, subraya, “lo queramos o no nos constituimos en una comunidad de deseos”. Además de con los juguetes, se ve con claridad en la sección de parafarmacia y en los estantes bio, muy demandados en Francia. Según Ernaux, las góndolas y lineales de esa zona del híper funcionan como “la sección de psicología”, por cuanto allí están reunidos “los estantes del sueño y del deseo, de la esperanza”. Es más: “Lo mejor del producto es el momento de echarlo en el carrito”.

Y es que, como se ve en el penúltimo episodio de Una pregunta muy simple, de Alessandro Cattelan, el hipermercado funciona como una franquicia terrenal del paraíso, sobre todo para las clases populares. Si al movimiento surrealista le parecía inesperado el encuentro de un paraguas y una máquina de coser en una máquina de disección, ¿qué podemos decir de un carrito de la compra donde es posible reunir, en el mismo recorrido, seis botes de cochinita pibil, unas toallas en oferta, dos kilos de boquerones, una podadora, una caja de alfajores, un anillo de diamantes, melatonina para un año, quinua ecológica y una crema para talones agrietados (noruega, por supuesto)? Pues, como mínimo, lo mismo que dice Ernaux: esa presencia del mundo en nuestra vida cotidiana merece la pena contarla.

Siempre que leo un libro donde se menciona un supermercado pienso: aquí puede morir alguien en cualquier momento. Sucede que enseguida me acuerdo del poema “Cuando me aburro”, de Roger Wolfe; en particular, de la versión que grabó con Diego...

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