cuentos cotidianos
La mirada amable de Hebe Uhart
Fue una escritora más preocupada por comprender a esos animales tan extraños y desconcertantes que somos los seres humanos que por juzgarlos
Rubén A. Arribas 1/11/2022
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Atípica como ella sola. La lectura de las algo más de mil quinientas páginas que suman los volúmenes Cuentos completos (2020) y Crónicas completas (2021) de Hebe Uhart, publicados ambos por la editorial Adriana Hidalgo, nos devuelve el reflejo de una escritora muy alejada del estereotipo intelectual argentino. Aunque se licenció en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires en pleno subidón sartreano, Uhart (1936-2018) prefirió interesarse por lo doméstico, el lenguaje campero, el barrio, el indigenismo o la zoología antes que ejercer de cosmopolita ciudadana del París del sur, bilingüe en psicoanálisis y estructuralismo. De hecho, fiel a su lugar de nacimiento y crianza, Moreno (provincia de Buenos Aires), se autodefinió como “mujer suburbana” y como tal ejerció toda su vida.
Si algo la deslumbró fue su continente, y no Europa. A pesar de sus raíces italianas y vascofrancesas, nunca demostró gran interés por su vínculo europeo ni por lo que se cocinaba culturalmente aquí. Si bien estuvo en España, viajó por Italia o la invitaron a la Feria del Libro de Frankfurt, y escribió sobre ello, cualquiera de esas crónicas carece del ingrediente principal de la mejor Uhart: su proverbial empatía latinoamericana, un factor muy estimable en alguien que echaba de menos una fraternidad y unidad similar a los tiempos de la colonia.
Esa empatía puede rastrearse fácilmente en sus crónicas. Por ellas sabemos que su viaje iniciático fue en tren con una amiga a Bolivia cuando tenía 20 años, y también sabemos que visitó varias veces a su familia en Perú, lo que aprovechó para escribir sobre Lima y Arequipa o interesarse por el quechua. Asimismo, sabemos que su gran amor fue Paraguay, cuya gente alegre y vital le fascinaba, algo llamativo si consideramos el escaso aprecio que Argentina tiene por su vecino del noreste. Uhart, fiel a este amor paraguayo, escribió varias crónicas sobre Asunción, se interesó por “la hermosa cadencia del guaraní” y siempre tuvo una palabra amable para este país.
Su pulso tiene algo de impresionista y rara vez contempla otra estructura para organizar la información que empezar por fijarse en algo
También tuvo buena conexión con Chile, donde trabó amistad con escritores como Alejandra Costamagna, Diego Zúñiga o Alejandro Zambra, y donde recibió el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas 2017. Con todo, su otro gran amor fue Uruguay, donde residió unos años y colaboró con El País Cultural, lo que le permitió escribir sobre Tacuarembó, Piriápolis, Rivera o Minas, y familiarizarse con la cultura del país. En Minas, por ejemplo, siguió el rastro de Juan José Morosoli, un cuentista al que admiraba por haber tratado magistralmente temas como “la variedad de etnias, sus psicologías, el nomadismo, la relación campo-ciudad”, y además por haberlo hecho con el lenguaje del campo. Es decir: encontró en Morosoli un precursor, un referente.
Una cronista muy subjetiva
En cualquier caso, Uhart destacó por ser una excelente viajera de cabotaje, pues se especializó en conocer pueblos diminutos y desconocidos de su país. “A mí me gustan los pueblos chicos, porque son abarcables, porque se los camina y se los conoce”, leemos en El estilo en la mirada, el perfil que escribió Mariana Enríquez sobre ella. Por eso mismo, sus crónicas sobre lugares minúsculos como Irazusta –con un inicio memorable– o Tapalqué –digna del teatro del absurdo– brillan a un nivel que no encontramos cuando habla de Río de Janeiro, Quito o La Habana.
Según Enríquez, prologuista de Crónicas completas y gran lectora uhartiana, la razón hay que buscarla en una cuestión social: “En los lugares más chicos la gente está dispuesta a saciar la voraz curiosidad de la escritora: ella pregunta, quiere saber; charlar con ella es ser entrevistado”. He ahí el gran motor de su escritura: una curiosidad inagotable.
De hecho, sus crónicas transmiten que escribe para indagar sobre un tema que le interesa a ella, y no tanto pensando en el público general o en si el texto se publicará en un periódico. Su pulso tiene algo de impresionista y rara vez contempla otra estructura para organizar la información que empezar por fijarse en algo, dejarse llevar y escribir hasta que considera que es momento de parar. “Soy medio turista, medio notera y medio perro de la calle”, apuntó mientras caminaba por Montevideo.
Se tomaba tanta libertad que Leila Guerriero, en su perfil “Hebe Uhart, la escritora oculta”, incluido en Plano americano (Anagrama, 2018), anotó: “A veces llega a esos sitios con contactos previos pero otras no, y entonces desenfunda un estilo que podría definirse como el de ‘cronista arbitraria’: entra a un café o se sube a un taxi y pregunta por un ‘referente cultural’, o por ‘cosas para ver’, y le dicen: ‘Hable con el profesor tal’, o ‘vaya al museo’. Y ella va”.
Semejante improvisación parece impensable en cronistas más canónicos, como Martín Caparrós, Leila Guerriero o Jon Lee Anderson. Quizá por eso muchos textos de Uhart suenan a diario de viaje, a cuaderno de campo o incluso a borrador para un cuento. Seguramente, ella se defendería mentando a sus dos grandes maestros en el género: el brasileño Rubem Braga, de quien solía destacar su sencillez, subjetividad y libertad, y el peruano Julio Ramón Ribeyro, cuyas prosas apátridas admiraba porque aunaban reflexión, observación y narración.
La incertidumbre del narrador remite a Felisberto Hernández, con quien compartía el asombro por lo cotidiano
Observar monos a los 80
Uhart publicó libros de crónicas entre 2011 y 2017, es decir, cuando tenía ya más de 75 años. También cuando el fervor que profesaban por ella Enrique Fogwill, Elvio Gandolfo y otros había logrado trocar la etiqueta de cuentista de culto en la de mejor cuentista argentina. En ese momento, Uhart abandonó el cuento y se pasó a la crónica. Según explicó, sintió que ya no tenía más que contar y que prefería viajar, actividad que siempre le había resultado propicia para escribir. Aunque hubo un último libro de cuentos en 2013, Un día cualquiera, el tramo final de su obra lo constituyen media docena de libros de crónicas, dos de ellos monográficos sobre sendas obsesiones: las comunidades indígenas y los animales.
La lectura de esos dos volúmenes deja claro que Uhart supo anteponer el deseo personal a las presiones de la actualidad o del interés ajeno: escribió sobre lo que le dio la gana, a su aire, sin importarle nada más que trazar su camino. Uno de los senderos de ese camino pasaba por comprender mejor el país pluricultural, plurilingüe y pluriétnico donde vivía; recorrerlo con sus crónicas tiene mucho de indagar sobre lo criollo y lo indígena, y no solo sobre ese clásico que es la enorme migración europea de los siglos XIX y XX.
La Argentina que nos enseña Uhart es un vasto territorio diverso donde adquieren visibilidad el barrio de El Obrador, con mucha población toba y situado en una gran ciudad como Rosario; la enseñanza bilingüe en guaraní –en un colegio de Corrientes– o en wichí –en la Universidad Nacional de Formosa–, o las historias personales de mapuches radicados en Los Toldos, El Bolsón o Bariloche.
El otro sendero discurre por visitas a zoológicos, entrevistas a personas con mascotas o lecturas de primatólogos como Frans de Waal o Roger Fouts. A sus 80 años, como si le hubiera dado prisa por emular a Jane Goodall. Cuando menos, resulta chocante esta vocación tardía. Con todo, en su notable texto “Nuestros parientes”, le da forma a una idea relevante: la inteligencia es un instinto que se refina, y no algo absoluto que se tiene o no; si observáramos más a los monos, apreciaríamos que todo es cuestión de matices y gradaciones. Curiosamente, esa idea caracteriza su mundo narrativo.
Onomatopeyas y estornudos
Entre 1962 y 2013 Uhart escribió y publicó libros de cuentos y novelas cortas que le proporcionaron un sólido hueco en el panorama literario. Y consiguió abrirlo a pesar de su bajo perfil público, su poca habilidad para negociar con las editoriales o el intento de algunos por menoscabarla acusándola de ser alcohólica, estar loca y ser una persona difícil de tratar, o de escribir textos naíf. Como recoge Leila Guerriero en su perfil, Ricardo Piglia dio buena cuenta en Blanco nocturno (Anagrama, 2010) de su estatura literaria: “No me gustan los escritores demasiado satisfechos. La mejor tradición de la literatura argentina está construida en esas vacilaciones: es el narrador incierto de Borges o de Hebe Uhart”.
En el caso de Uhart, la incertidumbre del narrador remite a Felisberto Hernández, a quien solía referirse como “mi maestro” y con quien compartía el asombro por lo cotidiano; lo que era aburrido para otros, a ellos dos podía producirles una epifanía hondamente filosófica. Del escritor uruguayo tomó, entre otras, la idea de que es preferible evitar los adjetivos si estos categorizan y cierran el sentido, en vez de abrirlo y matizarlo. Mejor rodear –merodear– los conceptos antes que adjetivar de manera taxativa.
Como Chéjov, Uhart desconfiaba de los personajes que se mostraban explícitos en cuestiones políticas
Otras dos lecturas que acompañaron la perplejidad uhartiana son las de Simone Weil y Antón Chéjov. De la filósofa y activista francesa habló en su famosa conferencia “¿Para qué le sirve Simone Weil a los escritores?”, pronunciada en la Universidad Diego Portales (Chile). También hay múltiples referencias a ella en Las clases de Hebe Uhart (Blatt & Ríos, 2015), de Liliana Villanueva, libro fundamental para asomarse a su concepción literaria. La influencia de Weil puede sintetizarse en una cita clásica de La gravedad y la gracia (Trota, 2007): “No juzgar. Todos los defectos son iguales. No hay más que un defecto: carecer de la facultad de alimentarse de luz. Puesto que, abolida esa facultad, todos los defectos son posibles”.
En cuanto a Chéjov, también muy presente en el libro de Villanueva, la influencia tiene que ver con el amor de este por sus personajes. En sus talleres de escritura, Uhart insistía mucho en este punto: quien escribe debe esforzarse en querer y comprender al personaje, por alejado que esté de su sensibilidad. De ahí que valore tanto el típico narrador chejoviano que ejerce como testigo imparcial y muestra a los personajes tal y como son, en especial a través de lo que hacen y por cómo hablan.
Además, como Chéjov, Uhart desconfiaba de los personajes que se mostraban explícitos en cuestiones políticas. Llevando al extremo este punto, la narradora del cuento “Él” afirma que “se conoce mucho más íntimamente a las personas por las onomatopeyas o por el modo de estornudar que por las más variadas ideas que puedan sustentar”. Aunque una pizca hiperbólico, el pensamiento está bastante cerca del meollo de su programa literario.
Saber escuchar, saber respetar
Por suerte, además de por las onomatopeyas y los estornudos, Uhart nos muestra a sus personajes por cómo hablan. De ahí que su literatura sea todo un ejercicio de oído lingüístico. Si bien el lector puede quedarse en lo colorido o pintoresco de ciertos giros orales, Uhart utiliza estas marcas lingüísticas como puerta de entrada al otro. Ella escucha, observa y selecciona la frase que nos revela quién es, qué le preocupa o cómo entiende el mundo su personaje. Ese es su trabajo como escritora.
Por ejemplo, en “Teresa”, una mujer boliviana nos relata su viaje migratorio (en realidad, se lo cuenta a otra mujer, que no habla, así que es como si se lo contase al lector). Con un tono mesurado, Teresa nos habla de que unos “hombres rudos” le han retenido la documentación en el hotel “por puro prejuicio” y se encomienda a Nuestra Señora de Copacabana para que la hija con la que ha viajado sea argentina algún día. También nos habla de que supo tener marido, pero “que no agregaba”, una manera sucinta de contar que la golpeaba y que hace 20 años que no sabe nada de él y no la ayudó con la crianza de los hijos. De hecho, ha tenido que dejar a los otros dos a cargo de un “padre cura” en La Paz.
Detalle tras detalle, Teresa se nos revela como una mujer que lidia animosa con las dificultades, algunas tan inesperadas como su anhelo de conseguir más trabajo “cuando domine el ascensor”, al que le tiene miedo porque una vez “se quedó entorpecido en medio de lo oscuro” y desde entonces le “quedó esa desazón”. Es tan genuina en su manera de contarse a sí misma que nos hace cerrar los ojos y respirar hondo cuando pregunta en voz alta: “¿Yo podría poner un letrero, como esos que he visto en la librería, donde pondría: ‘Se ofrece señora para trabajos domésticos solamente en departamentos del piso bajo’?”.
Las narraciones de Uhart huyen así de las certezas rotundas y cuestionan una manera de entender el mundo
He ahí no solo el oído narrativo de Uhart en acción, sino una muestra del respeto y cariño que tenía por sus personajes, muchos de ellos inspirados en personas reales. Antes de estereotipar a Teresa como inmigrante o analfabeta tecnológica, prefirió pensar que había algo que no sabía o que se le escapaba sobre ella y, en vez de enjuiciarla con la rotundidad de quien cree saber, eligió –al menos en el cuento– dejarla hablar y pedirnos que la escuchemos. Las narraciones de Uhart huyen así de las certezas rotundas y cuestionan una manera de entender el mundo, la de quienes, como leemos en otro cuento, “Ella, él, el hijo”, juzgan al prójimo “con tanta naturalidad como si hubieran nacido con esa sabiduría”.
Asimismo, eligió narrar ese algo que desconocía –eso que aprendía del otro– con un moderado tono optimista, muy alejada de lo que llamaba el efecto tragedia. Pese a que su vida estuvo marcada por la muerte temprana de su padre, su hermano y un par de primos, así como por la mala fortuna en amores o por una tía con esquizofrenia paranoide, Uhart hizo de la alegría una militancia escrita. No es solo que sus textos se caractericen por la mesura, la falta de solemnidad y por el buen humor, sino que, como señala Eduardo Muslip en el prólogo de Cuentos completos, ella apostó por mostrar lo que había “de vivo y vibrante en los personajes”. Antes que en la gravedad de sus defectos, incidió en lo grácil de su luz.
En ese sentido, Uhart fue una escritora de mirada amable, más preocupada por comprender a esos animales tan extraños y desconcertantes que somos los seres humanos que por juzgarlos. No hay página de sus crónicas y cuentos que no pueda leerse como un canto a nuestra cotidianidad, en especial a la de las clases populares, y a lo mucho de extraordinario que hay en ella si sabemos apreciarla con ojos curiosos y asombrados. No por nada, la frase final de su cuento más emblemático, “Guiando la hiedra”, no solo resume su obra completa, sino que anuncia la más bella y concisa despedida del dolor que se haya escrito: “Arre, hermosa vida”.
Atípica como ella sola. La lectura de las algo más de mil quinientas páginas que suman los volúmenes Cuentos completos (2020) y Crónicas completas (2021) de Hebe Uhart, publicados ambos por la editorial Adriana Hidalgo, nos devuelve el reflejo de una escritora muy alejada del estereotipo...
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