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Reseña

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Federico Jeanmaire reflexiona sobre la vejez y el trasfondo de la ‘Autobiografía’ de Charles Darwin

Rubén A. Arribas 3/06/2022

<p>Federico Jeanmaire, en la presentación de 'Darwin o el final de la vejez'.</p>

Federico Jeanmaire, en la presentación de 'Darwin o el final de la vejez'.

R.A.

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En la presentación de Darwin o el origen de la vejez, Federico Jeanmaire leyó el final de su novela. A la hora de brindar un texto significativo, algo que sustanciara lo hablado durante poco más de una hora, eligió romper una convención y leyó las últimas páginas de su libro. Lo hizo, como suele hacer él, entre bromas y sin darle importancia al asunto, como por concederse un capricho que no había podido darse antes. En fin, el placer de cometer una irreverencia disimulada en forma de pequeña travesura.

Pese a que vivimos en la era del spoiler –y, peor aún, de quienes ya conjugan el verbo espoilear–, nadie protestó por tamaña herejía. Ni siquiera Valeria Ciompi o Lola Larumbe, editora de Alianza y anfitriona de la librería Alberti respectivamente, a quienes la fechoría acaso podría haberles desbaratado la venta de unos cuantos ejemplares del último Premio Unicaja de Novela, Fernando Quiñones. Fue como si, de repente, la veintena de personas allí congregadas estuviéramos de acuerdo en que existen otras maneras de entender la tensión narrativa que la impuesta por la ficción comercial, cuya estandarización procedimental ha convertido la literatura en una especie tan endémica como las tortugas gigantes, las iguanas marinas o los piqueros de patas azules en las islas Galápagos.

Una manera de narrar, la de Jeanmaire, donde es posible estructurar y repartir la carga dramática a lo largo de doscientas páginas sin recurrir a fórmulas deudoras de palabrejas como cliffhanger, Macguffin o plot twist. De hecho, leído en la tradición en lengua española en la que Jeanmaire inscribe su obra –Sarmiento, Di Benedetto, Cervantes–, el gesto tiene casi algo de cortazariano, de ese cronopio que escribió 62. Modelo para armar y al que no le importaría que el lector entrara en sus libros por cualquier página, sin que ello arruine la experiencia de lectura.

Paradójicamente, lo de Jeanmaire con el final me recordó el memorable inicio que ejecuta Vladimir Nabokov en Risa en la oscuridad (1932), donde el primer párrafo nos cuenta lo que pasará en las siguientes doscientas y pico páginas. Dice así: “Érase una vez un hombre llamado Albinus que vivía en Berlín, Alemania. Era rico, respetable, feliz. Un día abandonó a su mujer por una amante joven; amó; no fue amado; y su vida acabó en un desastre”. A continuación, el segundo párrafo actúa como contrapunto del primero y lanza una bella proclama estética: “Este es el cuento, en suma, y podríamos haberlo dejado aquí si no fuera por el interés y el placer de narrarlo. Pues, aunque basta el espacio de una lápida para contener, encuadernada en musgo, la versión abreviada de la vida de un hombre, los detalles siempre se agradecen”.

De eso va la narrativa de Federico Jeanmaire (Baradero, Argentina, 1957): del interés y del placer de narrar. De saber entretenerse en los detalles y disfrutar de irse por las ramas para luego volver al centro de la historia. Del respeto por la página bien escrita, de producir alguna emoción estética en el lector que vaya más allá de los giros inesperados de la trama. De tomarse la literatura con la seriedad del juguetón y libérrimo Nabokov.

Volviendo a la presentación de Darwin o el origen de la vejez (Alianza, 2022), Jeanmaire explicó que su padre fue lector de historietas populares de la colección Tri-Bisonte y que acostumbraba a leerlas por el final. Decía que así evitaba la ansiedad por terminar el libro y se concentraba mejor en lo que contaba. A sabiendas de que la relación entre padre e hijo fue muy conflictiva –descrita está en Papá, La patria o Wërra, la mención resultó significativa. Pese a estar tan lejos ideológicamente el uno del otro, Jeanmaire supo encontrar en ese leer por el final una coincidencia inesperada, puede que una invitación a explorar otras afinidades.

Un amor autobiográfico

Volviendo a Nabokov, digamos que el cuento que cuenta Darwin o el origen de la vejez podría resumirse así: “Érase una vez un músico argentino (57) cuya vida razonablemente feliz en Buenos Aires queda interrumpida debido a un viaje a Barcelona, donde se enamora de Rut (38). Ella lo rechaza por considerarlo demasiado mayor, pero está dispuesta a que sean amigos. Él entra en crisis, pero acepta el reto. A punto de cumplir los 60, viaja a Galápagos y, mientras recorre los sitios donde estuvo su admirado Darwin, reflexiona sobre el amor, la belleza, la masculinidad, la muerte, los viajes, el cuerpo o el paso del tiempo”.

Por lo que vimos y escuchamos en la presentación, la historia del libro parte de lo real. Jeanmaire reconoció que el armonicista argentino que ejerce como narrador protagonista se parecía mucho a él y que la Rut novelesca se parecía también mucho a la mujer que salió del público para unirse a la mesa donde ya conversaban editora, librera y autor. En ese contexto, el escritor argentino explicó que uno no se asume como viejo hasta que otro se lo dice, y que Rut –la de carne y hueso– desempeñó la sana función de avisarle del origen de su vejez.

Por su parte, ella aclaró que no le había resultado tan fácil rechazar a Federico como se desprende del libro. También opinó que la novela habla sobre la nueva masculinidad, entendida esta como la capacidad para transformar un rechazo amoroso en una amistad, sin que por ello la cosa termine en tragedia. Por último, reconoció haber leído cada capítulo conforme Federico lo escribía, pero no dijo nada sobre si sus comentarios habían influido o no en la construcción de su personaje.

En resumen: por más que el autor y Rut se esforzaron en separar ficción y realidad, los límites entre ambas esferas quedaron tan revueltos que resulta casi imposible leer la novela en otra clave que no sea la autobiográfica. Quizá con algún toque de autoficción aquí y allá, pero tan autobiográfica como las memorias de Darwin que tanto se mencionan, y que parecen funcionar como metatexto. Lo más ficcional que vimos en la presentación fue una gran tortuga hinchable –álter ego del famoso galápago George– y unas cuantas botellas de cerveza Endémica, imposible de conseguir fuera del archipiélago, y cuya ingesta promueve una epifanía en el narrador.

Darwin, motor del pensamiento

Además de ponerse en crisis a sí mismo, el músico argentino que protagoniza la novela cuestiona a su idolatrado Darwin (1809-1882). Puesto que suele mirarse en el espejo del viejo naturalista, se toma muy en serio explicarnos aquello que le parece odioso de él. Lo principal es cómo concibió las relaciones de pareja, pues este no diferenciaba entre enamorarse y la mera necesidad de tener relaciones sexuales: todo era apareamiento. Así las cosas, cuando se cansó de viajar por el mundo y quiso retirarse a escribir en una casa cerca de Londres, se limitó a buscar a alguien con quien reproducirse. Poco más.

Además de ponerse en crisis a sí mismo, el músico argentino que protagoniza la novela cuestiona a su idolatrado Darwin

La segunda crítica, relacionada con esta primera, es sobre el trato que dispensó a la esposa en el libro de memorias (recogidas bajo el título Autobiografía, cuya versión íntegra –sin censura familiar– puede leerse, por ejemplo, en la edición de Laetoli para su Biblioteca Darwin). Si bien nuestro músico argentino se declara un fan de ese libro, se muestra decepcionado porque Darwin habló ahí de casi todo y con gran libertad, pero apenas le concedió protagonismo a su amantísima esposa –y prima–, Emma Wedgwood, madre de sus hijos y quien cuidaba de él cuando estuvo enfermo (bastante a menudo, por cierto).

Si a eso le añadimos que afirmó que las mujeres tenían el cerebro más pequeño que los varones, Darwin, desde luego, no sale muy bien parado en el capítulo amoroso. Por suerte, la novela, lejos de incurrir en la cancelación, nos transmite una visión crítica sobre el padre del evolucionismo, una mirada global sobre su figura. De hecho, el narrador asegura amarlo, aunque él sea latinoamericano y el otro fuera un supremacista prooccidental. Y lo ama, entre otras razones, porque le reconoce haber alumbrado una idea que cambió la historia de la humanidad. Una idea que la novela, a su manera, enuncia así: “El ser humano es el humilde resultado de la evolución de otros seres vivos”.

La lectura canónica suele enfatizar que Darwin demostró una voluntad inquebrantable en sostener que descendemos de los primates superiores frente a “una ley hasta ese momento intocable”, y que lo hizo pese a sus férreas convicciones religiosas. De ello se hace eco la novela. Aunque eso tiene su interés, este crece aún más cuando el narrador agrega su punto de vista y nos muestra a Darwin como un modelo vigente de humildad personal e intelectual. Un espejo donde continuar mirándose.

En vez de vanagloriarse de sus logros –la teoría de la evolución marcó el clima cultural del siglo XIX–, Darwin dio una versión sobre sí mismo a los 67 años donde sus limitaciones, contradicciones y errores estaban tan presentes como sus aciertos, certezas o intuiciones. Es como si su enseñanza final fuera que todo empieza por erradicar la tentación de endiosarse y, en paralelo, por aferrarse a la humildad personal como arma evolutiva. “Solo un nuevo dios, más humilde y más humano, puede matar al anterior, a aquel tan omnipotente y tan omnipresente”, anota sentenciosamente el narrador. Matar dos dioses –el interno y el externo– de un solo tiro: esa es la jugada.

Escribir para repintar la razón

La historia también habla de Jeanmaire, de sus dudas ante un problema narrativo inédito en su repertorio vital y literario: cómo hablar de la vejez

En cualquier caso, la novela no se agota ni con Rut ni con Darwin. A tenor de lo que cuenta el narrador –tan parecido a su autor, recordemos– inferimos que la historia también habla de Jeanmaire, de sus dudas ante un problema narrativo inédito en su repertorio vital y literario: cómo hablar de la vejez. Hasta la fecha, él había escrito sobre la paternidad, la patria, los tacos altos, los amores enanos, la lengua, el Quijote, etc., pero no sobre esto de hacerse mayor. Y es que ¿cómo hacerle un hueco a un tema así si uno se considera “un optimista pertinaz, un señor mayor que cree que siempre va a conseguir aquello que se le antoje conseguir en el momento en que se le antoje conseguirlo”?

Parece difícil, claro.

Sin embargo, la tozudez del mundo suele superar a la del ser humano, por lo que es cuestión de tiempo sentirse “derrotado, completamente derrotado por el mundo y sus novedosos hábitos”. Envejecer no es solo aceptar la pérdida del esplendor corporal o del sex appeal, sino enfrentarse a dar cabida a nuevas ideas –impensables antes incluso–, a fin de no quedar obsoleto intelectual y emocionalmente. Se trata, como en la canción Diseño de interiores, de Fernando Cabrera, de raspar el empapelado de ayer, repintar la razón y redibujarse y aprenderse, que eso es vivir.

También a los 60.

En ese sentido, escribir sobre la vejez sería el modo que Jeanmaire encontró de “pelar el hueso” –por utilizar el término suyo– y metabolizar los cambios. A propósito de canciones como As times goes by, Summertime, La vie en rose o What a wonderful world, el narrador nos dice que le gusta tocarlas a su manera, con su estilo. Aunque no lo nombra, el texto remite a Franco Luciani, el joven armonicista argentino, famoso por sus versiones de temas clásicos. Acaso uno de los más conocidos sea Adiós Nonino, el tango que Astor Piazzolla compuso a la muerte de su padre, y la última canción que Jeanmaire toca en la novela. Al calor de su ejecución, el narrador acota: “No solo la toqué: también la hice mía, la disfruté, la llené con mis silencios, me apropié de ella para siempre”.

Metaliteratura mediante, la novela puede leerse así como un ejercicio de reescritura personal, de reescribirse hasta apropiarse de lo que duele (el rechazo amoroso) y de lo que causa ajenidad (la vejez). Es más: puede leerse como una autobiografía a lo Darwin –muy libre y honesta, con espacio para hablar incluso de las políticas turísticas latinoamericanas–; pero, al contrario que las memorias del naturalista británico, poniendo a la pareja en el centro del texto. Dicho de otro modo: Jeanmaire enmienda el olvido de Darwin con Emma Wedgwood y coloca a Rut en el lugar que esta merece. Tal vez sea su manera de reconocer en público y lo más humildemente posible que, gracias a ella, evolucionó como ser humano. Una manera muy literaria y sincera, todo sea dicho, de soltar lastre y continuar siendo joven un tiempo más.

En la presentación de Darwin o el origen de la vejez, Federico Jeanmaire leyó el final de su novela. A la hora de brindar un texto significativo, algo que sustanciara lo hablado durante poco más de una hora, eligió romper una convención y leyó las últimas páginas de su libro. Lo hizo, como suele hacer...

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