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En los siglos XI y XII se produjo un cambio cultural importante: el nacimiento de un nuevo sujeto. El hispanismo inglés lo denomina ‘la mujer que mira’. Consiste, básicamente, en eso. Una mujer –no cualquiera; una mujer noble, aristócrata, de sangre, incluso, púrpura– aparecía en las ventanas y balcones. Y, desde ahí, miraba. Miraba a unos hombres –no cualquier hombre; un hombre noble, aristócrata, de sangre, incluso, púrpura– que, a su vez, la miraban, o buscaban su mirada, en la que reflejarían su actos, en un torneo, o en un recital de poesía, por ejemplo. Es el nacimiento del amor cortés. No es una nueva forma de amar. O no solo, pues los cambios en la forma de amar explican cambios incalculables, descomunales. En todo caso, tras varios siglos de oscuridad, se produce algo que es más claro, o que, al menos, se parece más a nosotros, por lo que lo entendemos mejor. Ese cambio coincide con otros. Como la llegada a Europa, vía traducciones árabes, de textos orientales, inspirados o relacionados con el Kama Sutra, que no sólo aportaban una serie de posturas sexuales a realizar entre un hombre y una mujer, sino normas de higiene, incluso de alimentación, y mecanismos e itinerarios para un trato amable, recíproco y placentero, sin brutalidad, entre hombres y mujeres. Siempre quise imaginarme ese momento nuevo, en el que un hombre o una mujer, al verse, al ver a otras personas, sabían si compartían o no la nueva lógica que impregnaba su época. Siempre quise saber de ese momento en el que se sabían que eran parte de lo nuevo, y no de lo viejo. Supongo que lo hacían sin palabras, a partir de la actitud, debidamente depurada y estilizada, y convertida en una suerte de contraseña. ‘La mujer que mira’ no solo debería mirar, sino mirar con una determinada actitud, hoy desconocida, pero entonces identificable y sorprendente. Como el hombre que era mirado, que debería responder a esa nueva actitud con otra, también hoy perdida, pero radicalmente nueva y obvia en su tiempo. Lo que nos lleva a pensar que no solo existieron actitudes que eran verdaderas claves para identificarse, sino que no pararon de existir, como mínimo desde entonces. Como los vestidos y camisas atadas al cuerpo con cables de algodón, que marcaban, ceñían sin opresión y delimitaban la silueta en el siglo XVI, y que con ello posibilitaban, a quién quisiera acceder a ello, la transmisión de una nueva actitud ante el cuerpo, inexistente antes. O como el cambio de la seda por el algodón, en las cortes del siglo XVIII, que explicaban, a quién lo quisiera observar, una nueva actiud, laxa, otra vez ante el cuerpo, el sexo y la naturaleza. O como el nacimiento de los pantalones largos, también en el XVIII, que posibilitaban, a quién quisiera verlo, la comprensión de que el hombre que los utilizaba era poseedor de una actitud nueva en el mundo, revolucionaria, igualitaria, democrática. O el uso de chalecos amarillos, esa contraseña que identificaba a los primeros románticos, en el XIX, que se reconocían en su actitud a partir de esa prenda. O como el uso de sostenes, desde los años 30 una nueva actitud, que suponía el abandono del corsé y, con ello, la apuesta por una vida y unos movimientos más libres. Como el uso de la melena, en los años 60 del siglo XX.
Creo que la actitud que alude a nuestra época se condensa en la palabra empoderamiento. Y creo, también, que nos equivocamos al elegir esa palabra, y dotarla de un sentido tan alto. Esa palabra solo alude, explícitamente, a una actitud. Como mirar desde un balcón, como llevar una prenda y no otra. Pero, por primera vez, esa palabra no alude a un mundo condensado detrás de una actitud. No es, así, una actitud que sea una contraseña, por lo que no abre ninguna puerta. Es más, la cierra. Hace innecesario acceder a un mundo, pues esa palabra, que debe ser estéril, alude solo a sí misma, en tanto empoderamiento alude al poder, esa calidad que, como la oscuridad, solo precisa de sí misma para existir. La palabra parecida al poder suple la posesión del poder. Y transforma la experiencia del poder en algo no solo deseable, sino bueno y a lo que se nos invita a aspirar. La palabra se comporta como si el poder se pudiera compartir o experimentar. Es infinito. Empoderamiento es de esa forma el único relato denso y fabuloso e inabarcable, construido con una sola palabra. Explica una historia según la cuál podemos sentir cómo el poder nos copa plenamente, sin tener, por otra parte, ninguna capacidad para limitar o frenar el poder, nunca antes tan indialogable, ante nosotros. No hay empoderamiento sin relato, ese otro engaño, ahora lo comprendo. Esas dos palabras se quedarán un tiempo con nosotros, para recordarnos nuestra participación en una de las épocas en la que pudimos menos, en la que el poder era tan extremo que nos permitió creer que podíamos poseerlo, y que era tan solo una actitud humana, y no una brutalidad. Esa palabra que ilumina tantos rostros es, por sí sola, el sello de una época oscura.
En los siglos XI y XII se produjo un cambio cultural importante: el nacimiento de un nuevo sujeto. El hispanismo inglés lo denomina ‘la mujer que mira’. Consiste, básicamente, en eso. Una mujer –no cualquiera; una mujer noble, aristócrata, de sangre, incluso, púrpura– aparecía en las ventanas y balcones....
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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