Escándalo
En defensa del bestialismo
La zoofilia me resulta tan poco atractiva como el canibalismo. Pero lo que me horroriza es la facilidad con la que cualquier colectivo recurre al derecho para exigir que se persiga a quien no respeta su moral
Joaquín Urías 21/02/2023
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Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que mantener una discusión con matices en las redes sociales. La polarización, los mensajes breves y el insulto fácil están volviendo imposible un debate ponderado sobre cualquier cuestión mínimamente compleja. Nos estamos convirtiendo en una sociedad donde, apenas vislumbrada una discrepancia, uno embiste. Sin pensarlo.
Estos días está sucediendo al hilo del bulo de que la ley de protección animal ha despenalizado la zoofilia. Es un bulo, porque no se puede despenalizar lo que no está penado. Hasta ahora lo que se castigaba era sólo la “explotación sexual” de los animales, que sería otra cosa. Con la nueva redacción ahora se castigará a quien, por mantener relaciones sexuales con ellos, les causen algún daño. Da igual, porque el debate que ha surgido en las redes y se ha extendido a las barras de los bares no trata de si es mejor lo uno o lo otro. Lo que indigna por igual estos días a algunos religiosos tradicionales y a supuestos animalistas es la posibilidad misma de que nuestro Código Penal no castigue con dureza a quien tenga sexo con animales. Y resulta que están tan indignados que no entienden siquiera que la suya es una posición moral.
La ley de protección animal no ha despenalizado la zoofilia. No estaba penada
Personalmente, la zoofilia me resulta tan poco atractiva como el canibalismo, y mucho más sucia. Sin embargo, no creo que esos indignados tengan una posición moral superior a la de cualquier muchacha convencida de que la lengua de su perro le abre la puerta a placeres insospechados. Más aún, me horroriza la facilidad con la que cualquier colectivo recurre al derecho penal para exigir al Estado que persiga a quien no respete sus inquebrantables –y muy personales– convicciones morales.
La tentación, convertida fácilmente en costumbre, de usar los tribunales de justicia para reprimir a quien ponga en duda nuestras creencias viene de antiguo. Y parece que no es cuestión de derechas o izquierdas. Todo el que toca un poco de poder quiere inmediatamente prohibir al disidente. Poco importa que la lucha por la democracia lo sea por vivir en una sociedad abierta y plural donde ninguna moral se imponga sobre las demás. Poco importa que el derecho penal solo tenga sentido como última ratio para castigar a quien produce un daño de cualquier tipo a un bien protegible o, como mínimo, lo ponga gravemente en peligro. Al final, igual que queremos que nadie nos imponga su propia moral, no dudamos en imponer la nuestra al resto. Incluso con los métodos más gravosos.
Así, muchos practicantes de una religión a quienes les molesta que otras personas no compartan sus dogmas están inmediatamente dispuestos a encarcelar al ateo que diga que la virgen no era virgen o a quien dibuje la cara de Mahoma. Por presión religiosa el Código Penal castigaba la blasfemia durante el franquismo y hoy día aún se persigue a quien haga escarnio de los dogmas de una religión, en un uso muy poco democrático de las leyes penales. Del mismo modo, hay quien exige que sea delito el adulterio y vuelve a estar de moda considerarlo un tipo de maltrato, sobre todo si lo hace el otro. O la sodomía, porque hay a quien no solo no le gusta follar por el culo sino que quiere que nadie lo disfrute, porque lo considera antinatural. Detrás de todo eso está la idea antidemocrática de imponer a la fuerza a los demás las normas morales que nos parecen universales e indiscutibles.
Y es lo que está pasando con esta corriente de amantes de los animales deseosos de meter en la cárcel a todo aquel cuyo amor por el género animal o por ejemplares individuales del mismo, que todo puede ser, sea menos platónico y más físico que el suyo propio. Seguramente, para la moral social más extendida el bestialismo sea una aberración. Lejos de mi intención defender esta práctica tan poco apetecible intelectualmente. El problema es la tranquilidad con la que se quieren convertir esos mandatos morales en normas jurídicas vinculantes para todos.
En realidad, nada en una sociedad democrática justifica castigar las meras relaciones sexuales entre personas y bichos. Es razonable tipificar la pederastia porque daña el libre desarrollo de la personalidad del menor; el exhibicionismo porque daña la libertad sexual del interpelado; la profanación porque daña la memoria de las personas como seres valiosos. Se trata siempre de impedir un perjuicio social y por eso mismo tiene también justificación que se persiga a quien cause un daño, del tipo que sea, a un animal porque el sufrimiento animal es una evocación del humano. Pero en cuestión de opciones morales no cabe establecer sanciones con el único objetivo de evitar que alguien se escandalice. Νο está prohibido sacrificar animales para consumo humano o por el gusto de cazar. ¿Cómo no va a ser moral pensar que uno debe poder matar por placer a un animal pero no acariciarlo libidinosamente?
Νο está prohibido sacrificar animales para consumo humano o por el gusto de cazar
Lo que intento explicar no lo van a entender multitudes de autodenominados animalistas y cazadores católicos. Asumo que tendré que vivir con su odio. No solo están convencidos de que el sexo con animales es algo universalmente horroroso, sino que se sienten llamados a la justiciera tarea de castigar a quien lo practique. En la mayoría de los casos es inútil pedir razones a quien está moralmente convencido de la absoluta superioridad de sus convicciones. A estos, si uno les pregunta qué quieren proteger dirán simplemente que a los animales y se indignarán con quien se atreva a ir más allá intentando indagar por qué el sexo con humanos es dañino para los seres de otras especies. Desde luego, creo que no tratan de defender la libertad sexual de los animales, que tienen muchas virtudes pero no la de la conciencia y el libre albedrío. Si así fuera, habría que indagar caso por caso en el consentimiento dado y al final veríamos a nuestros jueces preguntarse si consintió la burra que levantó el rabo ante la estimulación de un muchacho descarriado. Tampoco tienen los animales dignidad, que es un valor intrínsecamente unido a la conciencia personal, y aun si la tuvieran no alcanzo a entender qué tiene de indigno el sexo. Es más, si lo que se persigue es la integridad sexual de los animales no entiendo por qué no llevan años clamando estas mismas personas porque se prohíba la inseminación de vacas, una operación complicada que exige invadir con brazos y aparatos tanto el recto como la vagina de estas pobres bestias. Por no hablar de la recolección del semen de los caballos a través de su masturbación forzada. En todos esos casos hay humanos actuando sobre la integridad sexual del animal, pero eso –indudablemente– molesta menos que el sexo por goce.
Siento, sin embargo, que toda esta argumentación es inútil y que estoy a minutos de que lectores indignados me increpen ese “si no lo entiendes es tu problema” tan práctico en las redes sociales para evitar usar el cerebro. Da todo igual. Las hordas indignadas están ya deseando ver la retransmisión en directo del juicio contra la muchacha que engañaba a su pobre perro Ricky escondiendo sus partes pudendas bajo una capa de paté. Debería ser condenada, sin duda, a lapidación. Por guarra. Apuesto a que no nos cuesta encontrar voluntarios para apedrearla en las respuestas de cualquier hilo de Twitter.
Es lo que pasa cuando se sustituye la democracia dialogada por el griterío de las turbas sentimentales. Son malos tiempos para la razón. Y de rebote, para el bestialismo.
Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que mantener una discusión con matices en las redes sociales. La polarización, los mensajes breves y el insulto fácil están volviendo imposible un debate ponderado sobre cualquier cuestión mínimamente compleja. Nos estamos convirtiendo en una sociedad...
Autor >
Joaquín Urías
Es profesor de Derecho Constitucional. Exletrado del Tribunal Constitucional.
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