DISCURSO RACISTA
No hay invierno demográfico, sino etnonacionalismo
La derecha invoca una supuesta crisis de natalidad para alentar la idea de pánico sobre el futuro de la nación
Nuria Alabao 4/03/2023
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Las extremas derechas occidentales en Europa y Estados Unidos que se impulsan en miedos y teorías conspirativas ya llevan años proclamando la llegada del “invierno demográfico”, un concepto creado en los noventa del pasado siglo en Rusia. Este marco incluye elementos objetivos como que en muchos de estos países las tasas de fertilidad son muy bajas, de entre las menores del mundo. En la actualidad, dos tercios de la población mundial vive en áreas donde la fecundidad es inferior a lo necesario para que una generación se reemplace a sí misma –2,1 nacimientos por mujer–. Aunque muchos demógrafos advierten de que esta cifra suele servir para alarmismos injustificados, ya que no captura suficientemente bien la dinámica poblacional. En España, por ejemplo, este índice de nacimientos está muy por debajo de la tasa de reemplazo –en 1,28– y ya hay más muertes que nacimientos, de manera que el número de habitantes debería descender. Sin embargo, la población sigue creciendo y continuará haciéndolo en los próximos 50 años, tanto por el aumento de la esperanza de vida como por la llegada de inmigrantes, según proyecciones del INE. También gracias a los migrantes se mitigará un poco el envejecimiento poblacional. Entonces, ¿por qué se habla de crisis demográfica?
Hablar de crisis, de conmoción, tiene mucho de construcción que sirve a un determinado proyecto: el etnonacionalismo. El marco del invierno demográfico –aunque invocado a veces tanto por la derecha como por la izquierda– es netamente conservador porque construye una falsa idea de “crisis”. La noción de que no nacen suficientes niños, de riesgo demográfico, pretende instalar una idea de pánico sobre el futuro de la nación. Es reaccionario porque siempre implica un mandato sobre quién puede reproducirse legítimamente, y quién no, y sobre qué tipos de niños hacen falta –blancos, nacionales–. Esto resulta evidente, vistas las restricciones migratorias existentes o el tratamiento dado a los menores que viajan solos –los mal llamados menas–. Si hacen falta jóvenes o niños, ¿por qué no se deja entrar a más migrantes? No parece que haya ninguna crisis, pues, a menos que asumamos como propio el marco racista.
Hablar de crisis, de conmoción, sirve a un determinado proyecto: el etnonacionalismo
La demografía se ha demostrado en el pasado como un campo especialmente proclive a temores de todo tipo; por ejemplo el maltusianismo, que alertaba sobre la sobrepoblación y que todavía colea. Aún hoy, algunos gobiernos occidentales instan a reducir el crecimiento de la población global –para los países en desarrollo– en nombre de la sostenibilidad ecológica, mientras instigan a su propia población a aumentar su fecundidad para promover la sostenibilidad económica, especialmente del sistema de pensiones, según explica el demógrafo Andreu Domingo en Demografía y postverdad (Icaria, 2018). En muchos lugares del mundo, antes considerados “superpoblados”, desciende ya el número de habitantes. China, el país paradigmático de las políticas de restricción reproductiva que en el pasado prohibía o penalizaba tener más de un hijo, anunció este mismo año su primer declive poblacional de las últimas seis décadas, consecuencia de un desplome histórico de la tasa de natalidad. En la actualidad las políticas de sus gobiernos se han convertido en pronatalistas, con propuestas que aquí suenan tan rocambolescas como prohibir las actividades extraescolares para reducir la carga económica de tener hijos. Este tipo de políticas que pretenden estimular la natalidad están siendo impulsadas en varios países, en ocasiones con tintes etnonacionalistas y ultraconservadores, como sucede en Hungría con sus préstamos preferentes y ayudas destinadas exclusivamente a la “familia natural” –tradicional– para “auténticos húngaros”.
En manos de las extremas derechas, la demografía es oro, o más bien un arma peligrosa. Los discursos donde se mezclan el lugar de nacimiento, pero también la sangre o la cultura, son perfectos para desatar verdaderos terrores identitarios, azuzar la xenofobia y el racismo y tratar de reinstalar las jerarquías de género que pretenden devolver a las mujeres a su papel de reproductoras de la nación –blanca–. Estos elementos del “invierno demográfico” lo hacen fácilmente instrumentalizable por parte de estas opciones ultras en apoyo de su búsqueda de poder político. Sin ir más lejos, Vox, que incluso ha llegado a coquetear con la versión alucinada y conspiranoica del “invierno demográfico”: la Teoría del Gran Reemplazo. Esta fue planteada originalmente por el escritor Renaud Camus, y hoy circula alegremente por los más oscuros foros de internet que propugnan la supremacía blanca. Según esta teoría, la población de los países occidentales será sustituida demográfica y culturalmente por inmigrantes –sobre todo musulmanes–, impulsada activamente por las élites gobernantes que estimulan la “migración masiva”.
A estos elementos se le suman otra amalgama de elementos falsos o cuestionables como que las mujeres musulmanas tienen tasas de fecundidad más altas, mientras que las españolas –o europeas– no quieren ser madres por “culpa” del feminismo y del aborto. “Desde las instituciones multilaterales o gobiernos como el español se sigue promoviendo la inmigración masiva y desordenada con la excusa de resolver el problema demográfico, apoyando un auténtico reemplazo generacional y poblacional en Europa”, dice Jorge Buxadé, alto cargo de Vox. Mientras que su jefe, Santiago Abascal, afirma que la inmigración “es de sustitución porque estamos ante inmigrantes jóvenes y varones, y por otro lado una Europa decadente en el sentido generacional, una Europa que no quiere tener hijos y que quiere importar inmigración (…) lo que pone en tela de juicio la supervivencia de la UE tal y como la conocemos”. Como vemos, el lenguaje es milenarista, de catástrofe inminente y apunta, una vez más, al otro por antonomasia: el joven migrante –marroquí– construido como figura monstruosa que ellos asocian constantemente a la violencia –sexual o de otro tipo– o a la “inseguridad” que tratan de convertir en problema social. Cuando la gente escucha “migrantes” tiene que imaginarse a una horda de chavales oscuros cegados por el fundamentalismo islámico y dedicados a violar a “nuestras mujeres” (o a castigar a los gays, según versiones), robar a nuestras abuelas y okupar nuestras casas; una imagen, no solo alejada de la realidad de la inmigración, sino de las vidas de los propios menores no acompañados.
El lenguaje es de catástrofe inminente y apunta al otro por antonomasia: el joven migrante
Cuando se invocan “crisis demográficas”, además, las soluciones que se proponen siempre pasan por un reforzamiento del papel de cuidadoras de las mujeres, poniéndolas a producir niños, lo que intersecta perfectamente con la oposición ultra al aborto y otros derechos sexuales y reproductivos. En estas visiones del reemplazo poblacional no se explica que la realidad es que, al cabo de un tiempo, tanto las migrantes –sean musulmanas o no– como sus hijas acaban teniendo la misma tasa de fecundidad que la del país de acogida. Por supuesto, tampoco se contempla que un musulmán pueda ser español o francés: sería “otra cosa”. Lo que define lo que somos por exclusión de lo que no somos, que es básicamente la manera en la que se construyen los nacionalismos. Tampoco se dice que en España, la mayoría de la inmigración proviene de América Latina y Europa, no de países musulmanes. Está claro que a los ultras les preocupan unas migraciones más que otras. No es que se nieguen a que vengan migrantes –quién limpiaría sus casas, cuidaría a sus ancianos o les servirían en los bares–, sino que buscan una determinada selección étnica, si es posible, que “se asemeje a nosotros”. Aunque parecen no ser los únicos, el diferente tratamiento de los refugiados provenientes de Ucrania frente a los de Siria o Libia indica que puede que las extremas derechas verbalicen de manera descarnada lo que ya están haciendo de facto las políticas fronterizas.
Sociedades cada vez más plurales
Lo cierto es que la composición de nuestras sociedades está cambiando. Según las proyecciones del INE, dentro de 50 años los nacidos en España descenderán a un 63,5% –desde el 84,5% actual–. Es decir, en 2072, una de cada tres personas que residan en España será nacido o naturalizado en otro país. En este escenario, la mayoría de la población o bien será inmigrante o tendrá algún padre –o quizás un abuelo– nacido fuera de España. Aunque los argumentos para defender la libertad de movimiento de las personas tendrían que ir siempre más allá de lo utilitario, no está de más recordar que los migrantes supondrán la salvación para una población envejecida y estancada, salvación en términos económicos, pero también de dinamismo y vitalidad sociales. ¿Tendrá sentido entonces seguir hablando de “inmigrantes de segunda generación”? Probablemente no, porque la ciudadanía será mucho más plural y diversa. Y aquí reside la principal contradicción a la que nos enfrentamos: cuanta más diversidad hay en nuestras sociedades, más se fortalecen los nacionalismos, porque estos cambios parecen ser profundamente desestabilizadores para algunas personas que ven a los inmigrantes como “los otros” y los consideran una amenaza. Precisamente, la extrema derecha es experta en transformar las inseguridades vitales provocadas por el capitalismo en su actual fase neoliberal –miedo al descenso social de las clases medias, a caer en la pobreza, inseguridad en el trabajo, etc.– en una confrontación entre nacionales o extranjeros. La culpa siempre es de los de fuera. Y aunque la “crisis demográfica” no parece ser actualmente una preocupación social, estos discursos están destinados a construirla como problema en el imaginario colectivo.
Con todos estos elementos los ultras dan forma a una imagen de declive y pánico sobre el futuro, convierten en problema demográfico lo que en realidad son cuestiones económicas o de justicia social. Mientras, las izquierdas tratan de evitar esta cuestión que les produce incomodidad ya que la única salida posible es la de proporcionarles vías seguras y legales para migrar sin que tengan que jugarse la vida en el viaje o estar años huyendo de la policía y trabajando sin ningún derecho hasta que consiguen la regularización. De hecho, es probable que en un futuro no tan lejano tengamos que competir con otros países para atraer a esa población extranjera. En varios lugares de Europa, la falta de trabajadores ya es un problema. En el Reino Unido, en especial tras el Brexit, faltan al menos 1,5 millones de trabajadores en sectores clave. Al final, de una manera u otra, acabaremos aceptando que el destino de Europa es ser mucho más plural y diversa. La disyuntiva está clara. De un lado, la posición reactiva del miedo al diferente –fácilmente instrumentalizable para justificar la desigualdad social–; del otro, la que acepta que nuestro principal reto es el de la justicia y la igualdad, no el de la identidad.
Las extremas derechas occidentales en Europa y Estados Unidos que se impulsan en miedos y teorías conspirativas ya llevan años proclamando la llegada del “invierno demográfico”, un concepto...
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Nuria Alabao
Es periodista y doctora en Antropología Social. Investigadora especializada en el tratamiento de las cuestiones de género en las nuevas extremas derechas.
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