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El Parque Nacional de White Sands, en Nuevo Méjico, fue, hace más de 20.000 años, un lago de poca profundidad, rodeado por una lengua de playa. Aunque nadie lo supiera, era un lago condenado, en proceso de desecación, que aún duraría muchos siglos. Hoy es un desierto, absolutamente seco e inapelable, en el que se concentran las mayores dunas de yeso del planeta. Lo que antes fue una playa hoy es, simplemente, la arena sin sentido, y sin nada que enmarcar, de un desierto. En ella, no obstante, los arqueólogos han encontrado miles, cientos de miles de huellas fosilizadas de mamuts, mastodontes, camellos o lobos. Pero también de personas. Todas ellas se superponen, lo que habla de un largo periodo de presencia humana. Son, en todo caso, las huellas humanas más antiguas de América. Algunas son de hace 23.000 años, lo que adelanta en más de 10.000 años la presencia humana en el continente. Básicamente, por cierto, lo que la ciencia va descubriendo sobre los humanos confirma que todo fue antes y, hasta cierto punto, más rápido. Las huellas humanas, inabarcables, infinitas, recogen cacerías, paseos, trabajos, tránsitos sin sentido después de tanto tiempo, por parte de muertos alrededor del fantasma de un lago que ya no existe. Entre ellas, se han encontrado las huellas de dos personas, a las que ha sido posible atribuirles cierta lógica o interpretación. Juntas confirman lo que se ha llamado el paseo más largo de la historia. Se trata de un paseo, un trayecto de ida y de vuelta, con algún objetivo, hoy perdido, y que se extiende por más de un kilómetro y medio. De un punto parte una mujer, o una persona adolescente, que camina muy rápido, a 1,7 kilómetros por hora. Se interpreta que esa velocidad la empleó para caminar con cierta energía por el terreno mojado. Aunque es posible que ese exceso de energía fuera consecuencia de algún tipo de prisa. Esa persona llevaba un peso en la parte frontal de su cuerpo. En tres ocasiones, más durante el trayecto de vuelta que en el de ida, la persona deja de caminar por unos instantes, y deja ese peso en el suelo. El peso corresponde a un niño de menos de tres años. A veces, ese niño camina junto a la persona más mayor. En ocasiones, el niño pisa las huellas de animales más grandes. Quizás imagina que es ese animal más grande. O quizás juega a cazarlos, a caminar encima de las huellas de ese animal más grande, como se sabe que hacían, gracias a sus huellas fosilizadas, los cazadores adultos en el trance de acercarse a un animal. O, tal vez, todo es azar. En una ocasión, un perezoso gigante cruza las huellas que marcaron los dos humanos, al poco de haberlas impreso sobre el suelo. Se irguió sobre sus dos patas, olió el ambiente buscando el rastro que dejaron, como hacen hoy los osos, y se alejó de ellos. Lo que indica que el perezoso gigante temía a los humanos, como confirma su posterior extinción en todo el planeta. En otra ocasión, un mamut atraviesa las huellas de los dos humanos, impasible, sin temor o cálculo alguno, como confirma, también, su posterior extinción. Tal vez las dos personas lo vieron, o lo olieron, e hicieron como el perezoso: se alejaron de una posibilidad que no deseaban, o vieron con satisfacción que ya estaban lejos de esa amenaza. Las huellas finalizan en el mismo punto del que partieron.
Las huellas ofrecen un tesoro. Humanos interactuando con su entorno. Con la humedad, con animales gigantescos, con su propio peso y energía. Lo que no solo es una maravilla, sino que es una maravilla cotidiana. Para ver algo parecido solo tienes que levantar la vista y ver otro humano. Contemplarnos, vivos o fósiles, nos hace comprender que la vida es inabarcable e incontenible. Es una fuerza innegociable, como atestiguan cientos de miles de huellas, inabarcables, incontenibles, innegociables, fosilizadas en un mismo suelo. Con el paso del tiempo, solo con el paso del tiempo, confirmas el altísimo valor de estar vivo, el alto valor de la vida de los demás, no a partir de nuestras acciones épicas o grandilocuentes, sino a partir de las acciones más triviales, cotidianas, carentes de sentido incluso. Como ver a alguien introduciendo una cuchara en una taza, o apartándose un mechón de pelo del rostro. De pronto, esas acciones, iba a decir que estúpidas, poseen una gracia casi divina, y en efecto son la sombra, la huella de algo incomprensible. Un paseo de hace 20.000 años reconforta tanto como ver paseando a un adolescente y a su hermano, o a una madre y a su hijo, por lo mismo. Por ser tanta energía para nada. Nuestra especie es poco más que eso, y en eso, en ese derroche, en ese desperdicio absoluto denominado vida, nos reconocemos.
El Parque Nacional de White Sands, en Nuevo Méjico, fue, hace más de 20.000 años, un lago de poca profundidad, rodeado por una lengua de playa. Aunque nadie lo supiera, era un lago condenado, en proceso de desecación, que aún duraría muchos siglos. Hoy es un desierto, absolutamente seco e inapelable, en el que se...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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