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De noche, a las tantas, me encuentro por casualidad en la pantalla con la película The way we were, que en castellano se tradujo como Tal como éramos. Es una película intrascendente, pero tiene su interés. El interés, básicamente, del juego de espejos no previsto, incontrolable. Las pelis de los setenta –esta es del 73– están repletas de dinámicas sólidas, imprevistas, imparables, que invitan a pensar que los años setenta del siglo XX fueron una suerte de pequeño siglo XVIII, una suerte de punta de la civilización. Un momento en el que, tras varias generaciones haciendo, al menos desde 1945, algo parecido a lo correcto, el resultado cristalizó. Y fue la desmesura, millones de personas –por supuesto, no en todo el mundo– con una cultura, unas expectativas, y una vida material razonablemente solucionada. Todo ello invita a la valentía. Y a una brillantez imposible de disimular, incluso en el trance de fabricar un documento comercial, que pretendía mezclar el atractivo sexual de Robert Redford, con la carnalidad sexual, desordenada y explosiva de Barbra Streisand. Algo que, diría, no cuajó. De la película solo se premió lo único que se recuerda. Su banda sonora. Y, en ella, una canción magnífica, que solidifica una experiencia íntima universal: la gravedad, la atrocidad y, a su vez, la belleza cálida e incomparable que supone la percepción del paso del tiempo sobre tu propia vida. El paso del tiempo es un absurdo repleto de sentido, que va rellenando de sentido zonas biográficas que imaginabas sin sentido alguno. La película, en todo caso, explica la historia de Katie Morosky, una judía norteamericana, militante del PCUSA de los años treinta, que se paga los estudios universitarios trabajando de camarera, en un restaurante de su universidad, donde es humillada por los universitarios que pagan la matrícula completa. Entre ellos, el grupo de Hubbell, un chico gentil, rico y rubio. Katie y Hubbell deberían odiarse, pues son sus contrarios, sus negaciones, pero hay algo denso entre ellos. Durante la Guerra, vuelven a coincidir por casualidad. Y materializan su relación amorosa. Viven juntos. Pero la relación no funciona, pues sus entornos son completamente diferentes. Excluyentes, incluso. Se separan. La película finaliza en los años sesenta, cuando ambos se vuelven a encontrar casualmente en Nueva York. Él vive en California, es guionista televisivo. Viste de manera elegante. Hubbell presenta a Katie a su esposa. Una mujer de una belleza rubia, fría y distante. En un breve diálogo, Katie, que lleva canas y su pelo natural rizado, “como cuando puedo ser yo misma”, dice, explica a Hubbell que también está casada. Sus miradas explican que ambos se casaron con sus paralelos, y no con quien necesitaban a toda costa. Se abrazan entonces de una forma extraña. Solo el espectador sabe que es el único abrazo que ambos han necesitado en los últimos 20 años. Y que no volverán a repetirlo. Tras ese abrazo, se despiden. Él vuelve con su esposa, al portal del hotel lujoso en el que estaba, y sube a un taxi. Ella accede a su destino. La acera frente del hotel, donde con otras personas parecidas a ella recoge firmas contra “Otro Nagasaki”.
Se puede vivir sin ver esa película. Sin embargo, en esta ocasión, hubo algo que me emocionó. Se trata de esa escena final. De algo que nadie escribió en esa escena, salvo el paso del tiempo, con su propia mano. Me emocionó, así, la imagen de Katie recogiendo firmas contra la bomba atómica, desaliñada, siendo despreciada por una ciudad entera. Aquello era un acto inútil, al punto de que la bomba atómica aún existe. Cuando vi la película por primera vez –podría tener 12 años–, me dio pena ese personaje, a la vez que deseé ser Hubbel, el escritor de la tele, acompañado de la mujer indicada. La emoción que os comentaba consistió en ver, otra vez, que Katie era, en efecto, un personaje inútil, enfrascado en un combate cotidiano y fatuo. Pero con la novedad de saber, de comprender al instante, en esta ocasión, que debe haber una sucesión de personajes, de personas inútiles, que piden firmar a favor de algo inútil, que nunca se producirá. Y deben existir, sencillamente, para no olvidar algo. Algo que, si no se olvida, tarde, nunca temprano, puede producirse. Esas personas son necesarias. Por ello, también me emocioné, de manera profunda, al recordar a diversas personas de mi biografía, que emplearon la suya, simplemente, en encanecer frente a mí, mientras recordaban al mundo, y a mí ahora, de manera rotunda y rota, la necesidad de no olvidar algo importante. La emoción fue mayor al comprobar que, contra todo pronóstico, contra mis apuestas, contra mi propia y feroz decisión incluso, el paso del tiempo no me ha convertido en Hubbell, sino en Katie. Ahora mismo, creo, te estoy pidiendo que firmes, de alguna manera, algo ridículo, que no conduce a ninguna parte, salvo a Katie. Salvo a una vida inútil. Salvo a un secreto, que solo tú mismo, tras el paso del tiempo, podrás comprender, gesticulando la misma sonrisa que gesticulo ahora.
De noche, a las tantas, me encuentro por casualidad en la pantalla con la película The way we were, que en castellano se tradujo como Tal como éramos. Es una película intrascendente, pero tiene su interés. El interés, básicamente, del juego de espejos no previsto, incontrolable. Las...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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