En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Atravesaba en una barcaza grandiosa el estrecho de Magallanes, mientras miraba por la borda el paisaje, incomprensible, y el mar, sin fondo alguno. En mi recuerdo de aquellos días, aquellos días no eran ni buenos ni malos. Eran propios. Tenían una luz y una temperatura diferente a la experimentada en cualquier otro lugar. Siendo verano, por ejemplo, la sensación no era de verano, o de invierno. No era de otoño, ni de primavera. Era de planeta. Un planeta inhóspito, autosuficiente, pero al que te podías acostumbrar, siempre que no pudieras escapar de su atmósfera con todas tus fuerzas. En la costa, petroleros rotos y oxidados eran el recuerdo de una violencia desmesurada, que hoy no se produciría. A unas decenas de kilómetros de ahí, en algún punto, se encontraban los primeros asentamientos de españoles, del siglo XVIII. Iban a ser dos ciudades bulliciosas, pero sus habitantes murieron de hambre y viento en muy poco tiempo. A otras decenas de kilómetros, en el canal de Beagle, el buque Beagle, en el XIX, dejó abandonado a Johnny Button, indio yagán raptado, unos años antes, por el capital Fitzroy, y devuelto a su mundo unos años después, tras un contacto profundo e intenso con la cultura inglesa. Darwin fue testigo de la escena. Describe a un indio aterrado, que les suplicaba al anochecer, en un perfecto inglés de clase alta, no ser dejado en ese punto de la nada. De alguna manera, estos kilómetros de canales, indescriptibles, infinitos, inclementes, fueron un imprevisto, de gran influencia en la mentalidad occidental desde el siglo XVI, cuando Magallanes llegó a allí. Sabían, claro, que el mundo carecía de fin y que, en ese punto preciso, había una curva, una puerta, la prolongación del mundo, el infinito y, con él, el optimismo más vital jamás habido en la humanidad que, por fin, corroboraba que todo era posible. Pero, a cambio de todo ese tesoro, el paisaje se cobró su impuesto: la sensación eterna, al ser contemplado y vivido, de ser el fin del mundo de un mundo sin fin. Un ningún sitio, un frío diferente. La garantía de que, pese a todo, pese a los galeones o los cohetes, el mundo seguiría siendo opaco y oscuro, gracias a que había un lugar que así lo era. Cualquier marino que pasara por ahí, y que, con ello, se ganara el derecho a llevar un aro de oro en el lóbulo de su oreja, cargaría ese paisaje en su alma y sobre su espalda, para el resto de sus días. Es posible que en su agonía final, el marino recordara ese paisaje, porque ese paisaje es la agonía final. Recuerdo que, mientras experimentaba, por primera vez, esa sensación de pequeñez ante el paisaje, de miedo controlado, de un miedo que, si el paisaje así lo deseara, se podría desbocar más, incluso completamente, mi mirada se perdía en el mar oscuro, negro como nunca. Pero, de pronto, vi algo que me sobresaltó. Una sombra más oscura que el mar, y más grande que el barco, de por sí grandioso. Era un cetáceo gigantesco, que seguía a la barcaza, adelantándola, retrocediendo, yendo a su par. Lo que dibujaba esa sombra no era un juego. Era una amenaza. Un aviso, inconcreto, sobre la monstruosidad y lo incalculable. De pronto, el cetáceo descendió al abismo, y se perdió. Y el mar, más negro que nunca, dejó de tener cualquier contraste posible.
El mundo es optimista, carece de fin, pero posee un secreto, que periódicamente se desboca. Son fines del mundo sin fin. Puntos finales. De otro mundo. Incomprensibles, oscuros. Llevamos aros de oro en los lóbulos, porque lo hemos visto y atravesado todo. Pero de repente vemos sombras gigantescas, más grandes que nuestro miedo. Es la época. Es el terror a que algo acotado en el fin del mundo se expanda y lo llene todo de su sinsentido. Tal vez, nunca jamás habían habido tantas sombras al final de nuestra vista perdida. Jamás el hambre y el viento, y el terror a dormir en mitad de la nada y de la noche, había tenido el volumen ciclópeo de una sombra que viaja, de repente, a nuestro lado.
Atravesaba en una barcaza grandiosa el estrecho de Magallanes, mientras miraba por la borda el paisaje, incomprensible, y el mar, sin fondo alguno. En mi recuerdo de aquellos días, aquellos días no eran ni buenos ni malos. Eran propios. Tenían una luz y una temperatura diferente a la experimentada en...
Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí