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Se despertó, habló con su mujer, pero ella no le contestó. Estaba muerta. Vino en pijama a nuestra casa, a buscar ayuda. Mi padre y yo acabamos en su piso. Ignoro por qué mi padre me llevó. El caso es que consideré que íbamos a hacer cosas de hombres adultos, y eso me hizo sentir útil y orgulloso. Por aquel entonces yo era aún un niño, pero aquel que vi no era mi primer cadáver. Hoy en día no se ven cadáveres, por lo que quizás es preciso explicarlos. Un cadáver no es alguien. Es algo. Es algo, además, diferente del que fue alguien. El cadáver se diferencia del vivo en que tiene la nariz afilada, su color no es humano, y su frialdad es incomprensible, de objeto. Su expresión ha cambiado completamente, al dejar de luchar contra la gravedad. Nuestra expresión, lo que nos gusta a unos de otros, lo que nos prima, lo que nos copa, incluso lo que nos enloquece, es un estado de ánimo enraizado en el punto más luminoso del alma, sí, pero también la consecuencia de una lucha constante contra la gravedad, nuestro enemigo más persistente, que nos recibe nada más nacer. Nacer, no lo recordamos, no es más que una sobreexposición violenta al peso de la atmósfera y de nuestros brazos. Mi padre aportó tranquilidad. Se comportó como si hubiera un protocolo ante un cadáver. No lo hay. Pero esa simulación vertió orden a la situación. El hombre, que llevaba más de 40 años casado con su esposa, llegó, no obstante, a calmarse con esas parodias de protocolo. Al cabo de unos minutos pareció que, de forma delicada, había asumido el hecho. Fue entonces cuando mi padre hizo varias llamadas telefónicas y, como consecuencia de ellas, empezó a pedirle al hombre cosas en verdad útiles. Pólizas, documentos. Recuerdo que, en ese momento, sucedió la sorpresa. El hombre dijo que de todo eso se encargaba Marina. Por lo que fue nuevamente al dormitorio, y empezó a hablar con Marina, preguntándole por las pólizas, los documentos. Cada vez con más ahínco y más volumen. Finalmente, profundamente turbado, gritando y agitando el cadáver con violencia. Fuimos rápidamente al dormitorio y llegamos justo a tiempo, pues fue entonces cuando se produjo el milagro: el ansia del hombre, su sed y su voluntad incuestionable e imparable por recuperar a su esposa –un espectáculo hipnótico y poderoso, mágico, y de innegociable transcendencia–, no llevó a ninguna parte, como siempre. O sí. Ese día, y desde ese día, al hombre le cambió la mirada. Era la mirada de quien no ve lo que observa. La mirada de quien su razón ha sido devorada por un suceso. Aún le vi frecuentemente por la calle, unos pocos años más, con esa mirada. La mirada de alguien con la nariz afilada, la piel fría, y la victoria insultante de la gravedad sobre el rostro, sin haber llegado a alcanzar esas calidades. La mirada de alguien, de alguna forma aún vivo, que vivía y paseaba con una muerta.
Tengo la sensación de que el mundo ha muerto. Todo lo que existió no existe, tiene otra función u otro significado. Y tiene la nariz afilada, la frialdad, y el abuso de la gravedad. Los ojos de aquel hombre de mi infancia los veo hoy en la calle. Son los ojos de quien no quiere ver sin el color de la vida todo aquello que le acompañó por décadas, de manera que camina agarrado del brazo de instituciones, fenómenos, costumbres, palabras muertas. Se ha producido ya el milagro: la locura, una suerte de locura.
Se despertó, habló con su mujer, pero ella no le contestó. Estaba muerta. Vino en pijama a nuestra casa, a buscar ayuda. Mi padre y yo acabamos en su piso. Ignoro por qué mi padre me llevó. El caso es que consideré que íbamos a hacer cosas de hombres adultos, y eso me hizo sentir útil y orgulloso. Por...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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