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El tío Pepe emigró a la Yuma antes de los años 20, supongo. Por entonces no se le llamaba la Yuma. Esa palabra tal vez venga de la pronunciación cubana de la palabra United, que sería yunai. Y, de ahí, pasó a ser Yuma. Otros dicen que la palabra es sumamente tardía, de 1957, año en el que se estrenó en Cuba, con gran éxito, El tren de las 3.10 a Yuma, un western extrañísimo, en el que el malo posee una bondad y piedad llamativas. Si eso es así, Yuma, una ciudad de Arizona, una parte del todo, pasó a ser el todo, sin explicación alguna. No tengo ningún recuerdo del tío Pepe, pues nunca le conocí. De muy pequeño me leían cartas que enviaba desde una ciudad de Maryland, con un nombre nativo, divertidísimo. En ellas, el tío Pepe intentaba hablar con naturalidad, pero se le notaba que su mundo era mucho más extraño y complicado que el nuestro. Solo tengo de él un recuerdo postizo, una anécdota no vivida. Cuando me la explicaron, se me quedó tatuada en la cabeza. En el recuerdo, en la anécdota, mi abuelo, jovencísimo, fue a verlo a Nueva York. Para entonces ya estaba casado con su primera esposa. Una mujer rubia, una yuma. En el momento de volver a Santiago, Pepe y su esposa yuma acompañaron a mi abuelo al puerto, en pleno invierno riguroso. Ninguno de los dos poseía abrigo, una prenda innecesaria en Cuba, por lo que llevaban, bajo la ropa, un grueso forro formado por papeles de diario. Tantos que, en el momento de la despedida, apenas se pudieron abrazar. Y, en efecto, hay una edad en la que, por lo que sea, ya no puedes abrazar. Es como si tus miembros y tu pecho estuvieran envueltos en papel. Nunca más se volvieron a ver. El tío Pepe fue alguien importante en la familia. Vio cosas nunca vistas. Y, a menudo, fue el primero en asistir a fenómenos que, incluso, carecían de palabras. Fue el primero en divorciarse. Cuando me lo explicaron yo ya conocía parejas del entorno que se habían separado, y que habían tenido hijos con otras personas. Pero ninguna se había divorciado, esa palabra que no existió hasta los años 80. También fue el primero en ver morir a un hijo. Bueno, no fue el primero en sufrir esa brutalidad, pero sí que fue el primero en que esa brutalidad fuera más absoluta, si cabe: su hijo murió asesinado, tal vez destrozado, en una guerra y en otro continente. De hecho, he empezado a escribir estas líneas para hablar del hijo del tío Pepe, una persona sobre la que lo desconozco todo. Todo. Hasta su nombre. Solo conozco de él las líneas que siguen a continuación.
Estudiaba en la universidad –tal vez Columbia; ninguno de nosotros había ido a una universidad; el primero de nosotros que lo hizo fue mucho tiempo después, después incluso del divorcio en España–. Quería ser diplomático. Murió en el último tramo de la guerra, en Europa. Tal vez en Holanda o Bélgica. Antes de morir tuvo tiempo de escribir una novela. En inglés. Que su padre, al morir, publicó de su bolsillo. Se la envió a mi abuelo. Pero yo, muchos años después, nunca di con ella. Por lo que sé era una novela de personaje colectivo. Como Manhattan Transfer, de Dos Passos. Lo que me invita a pensar que aquel futuro diplomático, muerto por arma de fuego, era marxista, como Dos Passos. O, al menos, creía que una novela, el arte, el trabajo, la vida, eran un hecho colectivo. Es posible, por tanto, que fuera voluntario a aquella guerra contra el fascismo, no lo sé. Es posible también que, de haber sobrevivido, hubiera vuelto distinto de la guerra. Alejado del marxismo o, al menos, de Dos Passos, y cercano a sensibilidades de su generación, que fueron emergiendo en la posguerra. Tal vez hubiera visto nacer en su interior una idea orientalista de la vida y del destino, como le sucedió a Salinger, la metáfora de que quien va a la guerra vuelve diferente, imprevisible, incalculable, incluso. Debo confesar que, en la adolescencia, cuando leí a Dos Passos, lo hice buscando pistas sobre ese primo desconocido y muerto, que tenía proyectos, que desembarcó en Normandía, que murió. Por supuesto, no encontré nada al respecto. O sí. Últimamente pienso mucho en un fragmento de Manhattan Transfer, esa novela de personaje colectivo. En él, un hombre maduro está en el trance de cruzar una calle de Nueva York, muy concurrida de tráfico. Se la juega en una maniobra desprovista de peligro, y cruza por libre. En mitad de la calzada, pasa un taxi. Dentro de él hay una mujer rubia, una yuma. Sus ojos son de un azul absurdo y atrayente. Sus miradas se cruzan. Es un cruce de miradas tan denso que el hombre deja de caminar. Detenido en mitad de la calzada, pasa otro coche a toda velocidad. Y el hombre muere. Muere sin que la mujer rubia lo sepa. Muere inútilmente, como sucede en todas las muertes.
Quizás ese fragmento explica todas las vidas y todas las muertes. Las vidas: caminamos y miramos algo. Las muertes: nadie sabe del todo aquello que en verdad miramos. De todo ello se desprende algo que no solo explica a mi primo, sino a todos nosotros, que no dejamos de ser tampoco unos desconocidos. La vida, esas miradas que nadie nos conoce, ese hermetismo individual, es, sigue siendo, paradójicamente, un hecho extraordinariamente colectivo, precisamente porque todos poseemos ese secreto sobre nosotros mismos, sobre nuestra mirada. Tal vez, es el mismo secreto, no lo sé.
El tío Pepe emigró a la Yuma antes de los años 20, supongo. Por entonces no se le llamaba la Yuma. Esa palabra tal vez venga de la pronunciación cubana de la palabra United, que sería yunai. Y, de ahí, pasó a ser Yuma. Otros dicen que la palabra es sumamente tardía, de 1957, año en el...
Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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