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Jacques Lacan no mostró nunca demasiado interés por el cine, y eso que su fiel compañera, Sylvia Bataille, había sido la actriz protagonista de Una salida al campo (1946), de Jean Renoir. A pesar de este aparente desdén por el séptimo arte, las ideas de Lacan permean, de forma explícita o implícita, en no pocas películas. Tanto da que el director o el guionista tengan un conocimiento profundo o superficial, directo o tangencial, de la compleja obra del psicoanalista francés, el calado de alguno de sus conceptos es indudable, y algunas obras del cine francés reciente vienen a demostrar que sus postulados más desafiantes siguen vivos.
En los 70, Lacan dejó perpleja a la audiencia de sus célebres seminarios al formular un axioma que, como solía ocurrir con él, más bien parecía un acertijo burlesco: il n’ya pas de rapport sexuel (que aquí se tradujo como “no hay relación sexual”, aunque también podría entenderse como “no hay proporcionalidad, no hay norma sexual”). La inexistencia de la relación sexual fue, para Lacan, la piedra angular con la que explicó, en un determinado momento de su enseñanza, el malestar del sujeto contemporáneo en tanto atravesado por el lenguaje y, por tanto, afectado por el inconsciente.
Lo que Lacan sentencia es que el goce sexual no surge de la relación con otro ser humano
El ser humano añora reencontrarse con un objeto perdido, algo que le falta y cree que puede recuperar si, en alguna parte, da con aquel que lo tiene. De ese modo, en el ámbito de lo sexual, acaba resultando inevitable tratar al otro, o mejor dicho, a una parte de ese otro (un pecho, una mirada, una prenda o incluso la voz) como un objeto con el que satisfacerse que, además, nunca llena del todo esa falta. No hay media naranja, no hay alguien en alguna parte que sea la pieza que encaja con el goce de cada uno. No quiere decir que no pueda haber encuentros sexuales afortunados, pero en última instancia, lo que Lacan sentencia es que el goce sexual no surge de la relación con otro ser humano.
El cine francés de los últimos años parece interesado en representar esta cuestión en películas de distinto género, donde la inexistencia de la relación sexual emerge como áspero leitmotiv. Ocurría, por ejemplo, en la en su momento celebrada y hoy cuestionada La vida de Adéle (2013), donde dos mujeres vivían, primero, el espejismo de haber encontrado en el cuerpo de la otra el objeto faltante y, más tarde, la degradación inevitable de dicha fantasía y con ello la disolución de la relación. No es completamente injustificada la crítica a la mirada fetichista de su director, Abdellatif Kechiche, pero eso no impide que la película sea ejemplar a la hora de reflejar en imágenes el tema que nos ocupa.
Pero prefiero detenerme en otras dos películas recientes, ambas del mismo director, Dóminik Moll, donde esta cuestión aparece de fondo, de forma menos evidente pero quizá más certera. La noche del 12 (2022), triunfadora de los últimos premios César, es una película policiaca: una chica joven es quemada viva con gasolina en un barrio residencial, a las afueras de Grenoble, por un encapuchado cuyo rostro no vemos.
Aparentemente, la película sigue los códigos clásicos del cine policiaco (la trama se dispone como un típico whodunit?, es decir, narra la búsqueda del culpable, a pesar de que, desde el inicio, nos han advertido que este enigma no se resolverá). Este singular auto-spoiler, que parece querer boicotear el misterio que está a punto de mostrarse en pantalla, no es, evidentemente, casual. Pretende que suspendamos la necesidad de cierre y acompañemos a la policía en la investigación de los distintos sospechosos, los partenaires sexuales de la chica fallecida, mientras se abre una pregunta más profunda e inquietante: ¿qué buscaba esta mujer en los hombres?
Este es el auténtico drama de la película. Los policías, que al principio de la película son todos hombres, se ven confrontados a lo insondable de un deseo femenino oscuro, perverso, representado por una serie de compañeros sexuales esquivos, vengativos, desdeñosos o manifiestamente sádicos; todos distintos, todos potencialmente culpables. La búsqueda del asesino se convertirá en algo insoportable para los agentes, y generará conflictos entre ellos. Yohan, el lacónico y minucioso protagonista (dotado de las características canónicas del detective que inaugurara el Dupin de La carta robada de Poe: hombre soltero, sin hijos, comprometido solo con la búsqueda de la verdad), acabará obsesionado por esa pregunta que no puede responder, que no es quién mató a la víctima, sino qué deseaba esta, con qué gozaba, y si en la marca singular de este goce estaba inscrito su terrible final.
La imposibilidad de los agentes de policía de hacer funcionar sus respectivas relaciones de pareja se vuelve patente en las conversaciones cotidianas, y la agresividad velada entre ellos será una consecuencia más de la insatisfacción que los asedia, que el caso pone a flor de piel. En una escena particularmente significativa, el agente Yohan conversa con una jueza recién llegada, que quiere reabrir el caso, y le hace una confesión: “Algo falla entre hombres y mujeres”. Ella le responde: “Soy mujer y jueza de instrucción, estaría ciega si no viera que algo falla entre hombres y mujeres”.
Desde luego, en esta línea se pronunciaba Freud en su texto Sobre una degradación general de la vida erótica (1912): “A mi juicio, y por extraño que parezca, habremos de sospechar que en la naturaleza misma del instinto sexual existe algo desfavorable a la emergencia de una plena satisfacción”. Impresiona leer este texto poco conocido del padre del psicoanálisis, escrito cuando ya contaba con una larga experiencia en el tratamiento de la patología neurótica de hombres y mujeres, y ver con qué profundo pesimismo se expresa, muy lejos del ingenuo triunfalismo de sus textos iniciáticos.
Freud pensaba que la disposición natural de la sexualidad humana era al desencuentro y la insatisfacción
Freud pensaba que la disposición natural de la sexualidad humana era al desencuentro y la insatisfacción, y que esto era constitucional y que tenía una solución difícil, por no decir imposible. Se anticipaba a lo que Lacan más adelante sintetizaría en su axioma. No hay reciprocidad, en el campo del goce sexual el sujeto humano está siempre en un desequilibrio, cojo, y toda la patología psíquica (y en el fondo, toda la producción cultural, a modo de sublimación) no es sino consecuencia de ese hecho: la imposibilidad de sincronizar nuestro goce con el goce del otro. “El psicoanálisis nos ha demostrado que cuando el objeto primitivo de un impulso sucumbe a la represión, es reemplazado, en muchos casos, por una serie interminable de objetos sustitutivos, ninguno de los cuales satisface por completo”, afirmaba Freud, ayudando a resolver, por la vía edípica, el misterio implícito de la película.
En el anterior film de Dóminik Moll, de 2019, Solo la bestias, la cuestión de la no relación sexual es, indudablemente, la idea que vertebra el largometraje. Aquí la trama también se inicia con un cadáver que servirá como MacGuffin: la pregunta sobre el cadáver encontrado nos hará saltar a través de las historias de una serie de personajes incapaces de encontrarse con el otro al que tratan de alcanzar. El crimen, una vez más, es solo la excusa para tratar de resolver un rompecabezas cuyas piezas no encajan.
Cada personaje desea a quien no le desea, busca a quien no puede encontrar, o ama a quien no le puede corresponder. Tratan desesperadamente de acceder a su objeto de deseo, que, cuanto más al alcance parece estar, más se aleja. Los encuentros sexuales aparecen marcados por la imposibilidad o la insatisfacción, y motivan crímenes, agresiones, engaños y suicidios, que solo son intentos, por la vía de la transgresión, de acceder a ese objeto evanescente, imposible de asir.
El director presenta de manera muy hábil las historias al espectador como un juego de casualidades inverosímiles, un acertijo del que extraer una conclusión, que luego siempre se nos escamotea. Como los personajes de la película, el espectador tratará de dar un sentido a lo que ve, antes de aceptar que no hay sentido. Si encuentran el sentido, se pondrán inmediatamente del lado de los personajes más enfermos y desequilibrados de la película, los que prefieren delirar o aceptar un terrible engaño antes que afrontar la verdad insoportable de que la relación sexual no existe.
Algunos de ellos están dispuestos a hacer lo que sea (engañar o dejarse engañar, matar o morir) con tal de no aceptarlo. En Solo las bestias encontraremos un guiño a Lacan muy explícito. Un muchacho africano acude a un brujo para que le ayude a conseguir dinero de un pobre incauto mediante un engaño por internet, en el que se hará pasar por una mujer. “¿Sabes lo que es amar?”, le pregunta el brujo. “Sí”, responde el chico. “No, no lo sabes –le espeta el brujo–. Amar es dar lo que no se tiene”.
Esta fórmula lacaniana, “amar es dar lo que no se tiene (a quien no es)”, no es menos enigmática que la que establece que no existe relación sexual. ¿Qué trata de decirnos Lacan? ¿Qué es esto de dar lo que no se tiene? En cierto modo, ambos aforismos funcionan en paralelo y son enigmáticos porque se dirigen al inconsciente del sujeto. Mientras que la búsqueda del objeto que satisfaga nuestra falta por la vía de la reciprocidad sexual definitiva es un imposible, la fórmula del amor es la de un maravilloso engaño humano que puede servir de dique a los estragos de ese imposible.
El amor surge precisamente de no negar la falta
Si se da lo que no se tiene, se entrega la falta, ni más ni menos. El amor surge precisamente de no negar la falta, de aceptar de alguna manera que siempre estaremos en falta y de entregar precisamente eso (ese agujero, lo que no se tiene) a alguien que no es (y nunca será) lo que a uno le faltaba. Jamás se verá a nadie amar si no cree que le falta algo. Los sujetos contemporáneos atrapados fuertemente en las trampas de su propio narcisismo niegan su falta, y por ello buscan incansablemente un partenaire sexual como objeto para su goce narcisista, muchas veces en una inacabable serie de personas de usar y tirar. Esa es la angustia que asedia al detective Yohan cuando investiga el caso de la chica quemada viva, que no encuentra nada del lado del amor. En la serie de sospechosos que mantenían sexo con ella se topa con el lado más oscuro de una fantasía masoquista. Por eso se le hace insoportable que sus compañeros sugieran que, de algún modo, este masoquismo guarda relación con su triste final.
De alguna forma, es el amor la única opción para escapar de eso que anda mal en la sexualidad humana, que Freud lamentaba haber descubierto hace más de un siglo. Es cierto, el amor siempre tiene algo que está del lado del engaño, pero si algo nos enseñan las películas de Dóminik Moll es que la verdad no es siempre lo más importante del asunto. Sí, la persona a la que amamos no es realmente lo que nos falta, pero si somos capaces de dar esa falta al otro, algo de la insoportable soledad de los sujetos humanos puede hacerse un poco más llevadera.
Jacques Lacan no mostró nunca demasiado interés por el cine, y eso que su fiel compañera, Sylvia Bataille, había sido la actriz protagonista de Una salida al campo (1946), de Jean Renoir. A pesar de este aparente desdén por el séptimo arte, las ideas de Lacan permean, de forma explícita o implícita, en...
Autor >
Manuel González Molinier
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