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No soy capaz de recordar la primera vez que me puse un balón en los pies, pero sí recuerdo perfectamente el momento en el que dije en casa que quería apuntarme a futbito en el colegio. Estaba con mis padres y mi hermana en la cocina y lo solté: yo quiero apuntarme a futbito los martes y jueves. La primera reacción de mi padre fue decirme que no, que el fútbol era un deporte de niños y que mejor me apuntaba al baloncesto. Mi madre, en cambio, me apoyó. Era el año 90, yo tenía siete años, y aquel otoño fue el primero en el que empecé a jugar en el equipo del Sagrado Corazón de futbito en la liga de intercolegios. Jugaba de punta con el número cuatro, el mismo que llevaba Koeman en el Barcelona. Me hinchaba a meter goles y nunca faltó un hueco para mí entre mis compañeros. Nunca fui arrinconada en el recreo, tampoco en las calles, quizá era porque siempre llevaba el balón encima y la verdad es que era un poco mandona. Mis primeros regates los hice en el colegio Pío Baroja, donde mi abuela trabajaba limpiando cuando las clases se quedaban vacías a las tardes. Allí en las aulas iba driblando entre los pupitres y las sillas. La compañera de mi abuela, Mari José, a veces hasta se ponía de portera en el pasillo y así pasaba las tardes. Las horas doradas de mi infancia y parte de mi juventud están llenas de grava, hierba artificial y césped.
Mis navidades favoritas fueron aquellas en las que mis padres con ocho años me regalaron mis primeras zapatillas de fútbol; eran unas Orsan que vendían en Eroski. Amé muchísimo esas zapatillas, más que a todas las que vinieron después, por lo que significaron. Aquellas zapatillas, que no me quitaba ni para dormir, eran la confirmación de que en casa me apoyaban. Era futbolista por fin. Siempre me apoyaron. Sobre todo me apoyaron cuando un día me dijeron que el sueño había terminado. Ya no podía seguir jugando, no podían federarme. Después de meses en los que me relegaron a jugar con niños menores que yo, tras las protestas de mis padres ante la Federación y el colegio, me permitieron seguir jugando. Estuve en la escuela del Alavés, en un curso de técnica individual y alto rendimiento en Barcelona, y la primera vez que jugué con otras chicas tenía ya 16 años. Así lo hice hasta llegar a la universidad.
Si mis momentos dorados de infancia están unidos de manera indefectible al fútbol y al deporte, también lo están las primeras violencias que sufrí. Las agresiones que comencé a sufrir, y con las que conviví durante años, nunca vinieron de parte de mis compañeros o de mis rivales, las sufría en el campo desde las gradas, cuando madres y padres me insultaban. Probablemente fueron ellos, aquellos padres y madres en los noventa, los primeros que me llamaron marimacho, bollera, o chicazo para humillarme. Pero es que lo era, era una pequeña niña lesbiana que hoy, gracias a las imágenes y a los referentes de mujeres, no habría ocultado durante su infancia y juventud lo que era. Lo que soy.
Para poder jugar, para que aquello no me afectara, me tuve que convertir en uno más. Ninguna niña, nunca más, debería pasar por eso
Para poder jugar, para que todo aquello no me afectara, me tuve que convertir en uno más. Tuve que ser fuerte y tuve que luchar por tener un hueco. Ninguna niña, nunca más, debería pasar por eso. La realidad era que en Vitoria, en los noventa, no había equipos de fútbol de niñas. Si quería jugar, y quería, vaya si quería, tenía que hacerlo junto a ellos. Recuerdo a otra de aquellas poquísimas chicas futboleras que jugaba infiltrada entre chicos, Estíbaliz; ahora trabaja en la cadena SER en Vitoria. La última vez que estuve por allí recordamos aquellos tiempos en los que éramos rivales, y nos mirábamos desafiantes sin saber que ambas estábamos luchando por lo mismo.
La primera vez que Deborah García jugó con otras chicas tenía 16 años. / Cedida por la autora
Ahora puedo detectar dos tendencias que quizá también respondan al tiempo y al lugar en el que crecimos las mujeres, las niñas de entonces. Para poder competir y hacer lo que deseábamos, las chicas de ciudades pequeñas que queríamos jugar al fútbol fuimos obligadas a ser uno más entre los chicos. Para ello, adoptamos el comportamiento de nuestros ídolos, sus gestos, su manera de jugar, incluso su agresividad. En cambio, las niñas de ciudades más grandes sí podían conformar equipos de chicas, pero les faltaba el espacio, ocupado siempre por los chicos, el apoyo y claro está, los recursos. Quedan las que nunca pudieron ni verbalizar que querían jugar. Para ellas es también este título, porque nada hace más historia y abre más camino que los relatos de quienes no pudieron ni ser.
Durante un tiempo, mi deseo de ser futbolista fue tan grande, me infiltré tanto entre mis compañeros, que llegué a creer que realmente era uno más y que podría dedicarme a esto. Creí que siendo buena como era, tendría la oportunidad de crecer, de seguir aprendiendo. La realidad es que ellos iban fichando por las categorías inferiores del Aurrera, de la Real, del Alavés o del Athletic, y yo me percataba de que no era un chico y de que esto se había terminado para mí. En un último intento busqué equipos de chicas por toda España, mandé cartas presentándome al Barcelona, al Athletic, Real Sociedad, Real Madrid, Racing... recuerdo que besaba las cartas antes de echarlas al buzón con la esperanza de que algún equipo me hiciera alguna prueba y poder seguir jugando. Tuve la suerte de recibir una llamada en mi casa de Vicente del Bosque, que por la época llevaba el fútbol base del Real Madrid, para disculparse porque todavía no contaban con equipo de chicas. Me dijo que no me desanimase, pero el segundo año de universidad, finalmente, colgué las botas.
Recibí una llamada en mi casa de Vicente del Bosque para disculparse porque todavía no contaban con equipo de chicas
Todas hemos hecho camino y todas a nuestra manera fuimos rompiendo barreras sociales deportivas y culturales. Yo siempre sentí que aquel espacio me pertenecía, que las calles en las que pasé toda mi infancia pegando patadas a un balón eran mis calles, desde la casa en la que escribo sigo viendo el campo de fútbol en el que más he jugado en toda mi vida. Hay algunas vecinas que todavía me paran y me dicen: ¡tú eras la niña del balón! Mi recuerdo es feliz. Ahora que el fútbol ya no me importa tanto, y que el domingo la selección de mujeres de España ganó el Mundial, lo sentí un poco como una victoria de todas, justicia poética. Y pienso en las niñas de seis y siete años cuyos ídolos ahora son ídolas, y en los niños que también tendrán ídolas, en las niñas que no se sentirán obligadas a camuflarse, las que podrán amar a quien quieran y cuando las llamen: “bollera” o “marimacho” respondan: ¡Y con mucho orgullo!
Las mujeres que ganaron el domingo 20 de agosto serán no solo todos los referentes que nos faltaron a nivel futbolístico, serán también el referente que nos hubiera dado la fuerza de vivir nuestra identidad sexual con más libertad, las que sin duda han luchado por consolidar y profesionalizar el fútbol de las mujeres. Porque allá van con el balón en los pies y ninguno las podrá detener.
¡Zorionak neskak!
No soy capaz de recordar la primera vez que me puse un balón en los pies, pero sí recuerdo perfectamente el momento en el que dije en casa que quería apuntarme a futbito en el colegio. Estaba con mis padres y mi hermana en la cocina y lo solté: yo quiero apuntarme a futbito los martes y jueves. La primera...
Autora >
Deborah García
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