
Fragmento de 'Lady Lilith', pintura de 1867 de Dante Gabriel Rosetti.
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La ahora presidenta de las Cortes de Aragón escribió sobre Irene Montero que esta “solo sabía arrodillarse para medrar”. No era la primera vez. Carla Toscano ya le había espetado en el Congreso que “su único mérito era haber estudiado en profundidad a Pablo Iglesias”. En marzo de este año Sharon Stone confesó que había perdido la custodia de su hijo por protagonizar las escenas sexuales de Instinto básico. Hace unas semanas supimos que, en Almendralejo, se habían generado las fotografías pornográficas de varias adolescentes con IA. Y, si el caso de Mónica Lewinsky nos queda ya demasiado lejos, basta recordar que hace escasos cuatro años una trabajadora de Iveco se suicidó tras la difusión en su empresa de un vídeo sexual suyo. Noemí López Trujillo se preguntaba en un reciente artículo por qué resulta tan efectivo utilizar la sexualidad para dañar a las mujeres. Lo cierto es que yo, que he invertido un doctorado, una fortuna y casi una década en terapia para entender la violencia sexual, también me encuentro obsesionada con las mismas preguntas. Lo que conecta a todos estos ejemplos en inglés recibe el nombre de slut-shaming, el cual hace referencia al acto de desacreditar, intimidar, humillar, avergonzar; en suma, estigmatizar como puta a una mujer.
Siglos de pedagogía patriarcal para inculcarnos la idea de que, si nos portábamos bien, estaríamos a salvo; de lo contrario, lo que nos pasara sería culpa nuestra
Si hacemos memoria para rastrear en qué clase de circunstancias a las mujeres nos tildan de putas, con el afán de insultarnos, veremos que muchas de esas situaciones no guardaban relación alguna con el sexo. Putas somos por llevar pantalón corto, por hacer autostop o saltarte un stop; putas somos las bisexuales –follemos o no– o las mujeres trans; putas somos cuando denunciamos a nuestros maltratadores e incluso entonces, como prueba fehaciente, ya se encarga todo un estadio de fútbol de corearle al agresor que no se preocupe, que ella se lo merecía: por puta. Así que, aunque el estigma de puta o slut-shaming tenga como resultado atentar contra la libertad sexual, no es su principal objetivo. Lo que ocurre es que, como explicaba Colette Guillaumin, en el patriarcado los hombres son conceptualizados como seres sexuados, es decir, ellos tienen sexo. Las mujeres no, las mujeres somos vistas como seres sexualizados: somos sexo. Por eso, todo aquello que hagamos va a contraer una connotación sexual (llevemos bata, delantal o uniforme escolar), porque para el imaginario patriarcal tanto el almacén de nuestra dignidad como el núcleo de nuestra identidad radican en el sexo.
Mientras que el patriarcado exige a los hombres demostrar que son hombres, a las mujeres cis no se les demanda tal prueba. Lo que a nosotras nos toca probar en este sistema de opresión es que somos buenas, porque por obra y gracia del pecado original nuestra honradez se encuentra bajo sospecha. Justamente porque en el patriarcado cristiano nuestro punto de partida es la maldad, no tenemos derecho a ella, sino que debemos emprender actos de purificación para conquistar esa legitimidad que nos promete estar a salvo. Así que aquello que persigue controlar tal estigmatización, en realidad, es la reputación de las mujeres –aunque para el orden patriarcal, ésta siempre se ubique entre las piernas–. Bien lo saben las víctimas de violencia sexual, que, si denuncian, para ser consideradas merecedoras de respeto y reparación, deben dar muestras de una reputación intacta; y, para resultar creíbles, tienen, en último caso, que renunciar a la indemnización económica.
Siglos de pedagogía patriarcal para inculcarnos la idea de que, si nos portábamos bien, estaríamos a salvo; de lo contrario, todo aquello que nos pasara sería culpa nuestra. Pero esto es una trampa porque –como bien sabe Rubiales–, para el patriarca, las únicas mujeres honradas son las propias (mi madre, mi hija, mi hermana, mi novia); ¿todas las demás? Todas putas, susceptibles de ser considerados cuerpos disponibles para el acoso o incluso la agresión. Pero ¿a qué llama el patriarcado portarse mal? A aquello que anida en insultos como ‘puta’ y ‘maricón’, los cuales iluminan cuáles son los límites y estigmas del género binarista. Hay fronteras, como las del género, que nos exhortan a respetar porque, al funcionar como una jerarquía relacional, todo desplazamiento en uno de sus extremos compromete a su otro polo. Pensemos, por ejemplo, en la crisis del rol masculino como proveedor que trajo consigo el aumento de mujeres al mercado laboral formal. Así, si ‘maricón’ significa un aviso aleccionador hacia el varón que está cruzando la frontera porque se está feminizando, ‘puta’ es su homólogo. Se trata de un movimiento hacia la moral, la autonomía y las libertades reservadas para los hombres, porque a partir de entonces pasas a tener sexo en lugar de serlo o te apropias de su reino.
Una vez cruzas la frontera establecida por el género, entras en la boca del lobo –te hayas en tierra de nadie, como dice Nerea Barjola– y se habilita el castigo que va desde la violencia simbólica hasta la sexual. La violencia simbólica son los chistes, el sambenito, el cuchicheo, el aislamiento, pero también es “putas, salid de vuestras madrigueras”, “hay que partirles las bragas” o las palabras dedicadas a Montero al comienzo de este artículo. En cualquier caso, se trata de un disciplinamiento moral, como bien explica Segato. Entonces la agresión se utiliza como método de castigo y venganza, en la que el agresor se autopercibe como un disciplinador que devuelve a la mujer que ha osado transgredir la jerarquía a su lugar. La violación persigue feminizarla; esto es, recordarle que su ser es sexo.
Cuando a las mujeres se les priva de su derecho al mal de lo que se les está despojando es de su humanidad
Sin embargo, todo opera para que las transgresoras sean pocas y las subversivas, menos todavía. Las chicas siguen siendo socializadas en el peligro sexual y el placer se convierte, casi siempre y por desgracia, en una conquista de su vida adulta. Antes habrá que proteger su honra: restringir sus movimientos, horarios y vínculos; decretar un toque de queda simbólico; construir un cálculo sobre la expresión del deseo; modelar las posturas no invasivas y la ocupación limitada del espacio. Ninguna de estas expresiones encuentra su eco en el mundo masculino heterosexual, donde, al contrario, el sexo proporciona estatus, confirma la hombría y afianza la camaradería. Y mientras ellos construyen de manera horizontal, las jóvenes aprenden a competir entre ellas y a expulsar del grupo a las transgresoras (que no se respetan, no se valoran o, en la versión actual, “se cosifican”). Se dice que todo esto es cosa del pasado, que ahora ser puta está de moda, pero precisamente porque en ocasiones se usa como un fetiche (como la representación de un ser sobrenatural al que se le rinde culto) persiste como estigma. La excitación que provoca la transgresión responde a la conciencia de que existe el riesgo de ser sancionada, de modo que la dicotomía virgen/puta se ha flexibilizado, pero no ha desaparecido.
Más allá del por qué, el cuándo y el cómo se utiliza el slut-shaming para atacarnos, la pregunta es qué ocurre si no firmamos este guion. Por supuesto que pienso que la carga de responsabilidad debe situarse en los agresores, pero ¿qué ganamos reproduciendo su estructura de sentido? ¿No sería más sensato dirigir las energías hacia el fortalecimiento de las mujeres, aprendiendo a desplegar la agresividad para contrarrestar la indefensión aprendida en la que nos socializaron? ¿Qué pasaría si contradijéramos la idea de que tienen el poder de destruirnos porque no se lo concedemos, porque no somos un sexo ni estamos de acuerdo con que haya partes del cuerpo más sagradas que otras? ¿Y si exigiéramos nuestro derecho a ser sexuadas sin atomizarnos en la victimización, que nos desprovee de agencia y devuelve a la minoría de edad, ni comprar esa reducción de la justicia social a la penal? ¿Qué sucedería si advirtiésemos que ciertas alternativas que nos vende un sector del feminismo son una trampa porque encierran arquetipos igualmente patriarcales, como la de reivindicarse como mentes sin cuerpo o valorarse de acuerdo con la excelencia moral? Lo que antaño fue el ángel del hogar hoy resucita en la exigencia de que todo lo que haga una mujer deba ser ejemplar o feminista. Cuando a las mujeres se les priva de su derecho al mal (el derecho a equivocarse, a ser un mal ejemplo, a regresar solas y borrachas a casa) de lo que se les está despojando es de su humanidad. Y señores, disculpen, pero somos malas y podemos ser peores. Esperen y lo verán.
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Paula Sánchez Perera es autora de Crítica de la razón puta: cartografías del estigma de la prostitución.
La ahora presidenta de las Cortes de Aragón escribió sobre Irene Montero que esta “solo sabía arrodillarse para medrar”. No era la primera vez. Carla Toscano ya le había espetado en el Congreso que “su único mérito era haber estudiado en profundidad a Pablo Iglesias”. En marzo de este año...
Autora >
Paula Sánchez Perera
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