Madrí, zona de obras
Mírala
Madrid pretende ser una ciudad guapa para guapos. Así la publicita la virgen dolorosa que nos domina con chascarrillos de macarra pija. En fin, haremos caso a la canción y miraremos la Puerta de Alcalá
Ricardo Aguilera 15/10/2023
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La puerta es uno de los grandes inventos de la humanidad. Como la rueda. Una puerta marca los límites entre dentro y fuera, pone coto a extraños, conserva la intimidad. Por otro lado, literalmente, es un símbolo de ofrenda a los demás, de empatía: abre puertas. Las hay de todo tipo: correderas, batientes y molientes. Pero hay un modelo de puerta que siempre me ha intrigado: las inútiles. Dicen que así son las del campo. En la ciudad también las hay: la Puerta de Alcalá, sin ir más lejos. Ahí está.
Como buena madrileña, la Puerta de Alcalá da nombre a una plaza que en realidad se llama de otra manera: Plaza de la Independencia. ¿Independencia de qué? Ese es un charco en el que no sabe uno si meterse. En principio se trata de la sacrosanta independencia de la patria, puesta en peligro por el invasor gabacho, ese que traía luz a una España a oscuras. Principios del siglo XIX. Seguimos a dos velas. Pero volvamos a la puerta, que es muy anterior a la existencia de la plaza.
Como tantos otros monumentos icónicos de Madrid, se remonta a los tiempos de Carlos III, aquel Borbón ilustrado. Rara avis. Estaba empeñado en embellecer la ciudad, tarea titánica. La misma puerta lo deja bien claro: REGE CAROLO III ANNO MDCCLXXVIII, 1778 para los que flojeamos numerando en latín. Por aquel entonces, la puerta tenía algo de tal: marcaba el límite urbano. Su cara oriental miraba hacia Alcalá de Henares; la occidental, hacia el foro. Es obra de Francesco Sabatini, que construyó un arco del triunfo neoclásico de libro, copiando columnas y pilastras del Capitolio romano diseñado por Miguel Ángel. Tres cuerpos, los dos laterales de menor altura. Tres vanos para carruajes y dos para peatones. Antaño tenía verjas (luego era puerta de verdad), y de ahí partía una larga reja que delimitaba esa parte de la ciudad. Lo normal. La gracia está en los detalles, como en todo.
En la cara este coronan la puerta unos amorcillos gordinflones diseñados por Francisco Gutiérrez. Representan la fortaleza, con lanza y escudo; la justicia, con el beborro sosteniendo una balanza inexistente (¡gran acierto!); la templanza tocando la lira y la prudencia mirándose al espejo. Esto último no lo pillo. Habrá que mirar el diccionario. En la cara oeste figuran unas alegorías obra de Roberto Michel: armaduras vacías junto a trofeos bélicos. Por lo visto son símbolo de paz, como cartuchos de kaláshnikov ya percutidos. Y ya que hablamos de balas, son notorios y abundantes los impactos que presenta la puerta: buracos de todos los calibres. Datarlos es difícil. Parece que todos los ejércitos que se han paseado por aquí en los últimos 200 años han jugado con ella al tiro al blanco. Una manía.
Madrid tenía una seña de identidad era ser una ciudad donde se respiraba la solidaridad de tener que sobrevivir en un entorno hostil
Máquina del tiempo. Un siglo pa’lante, finales del XIX. El ensanche de Madrid va contorneando la Plaza de la Independencia. Se construyen edificios de mucho tronío. El Retiro está al lado y lo acaban de abrir al público. La zona se llena de gente bien. En el número 2 de la plaza acribillaron a Eduardo Dato desde un sidecar en 1921. Hay placa. En el número 8 nace José Bergamín (1883). Hay placa: “Poeta de una España peregrina”. Una manera fina de decir que tuvo que exiliarse porque peligraba la vida del artista. En el ático vivió durante años César, pianista flemático y silencioso del Avión Club, aquel garito extinto de la calle Hermosilla que acogía a trasnochadores en la noche eterna del franquismo. No tiene placa. Nada más doblar por la calle Alfonso XII, en el número 4, nació José Ortega y Gasset (1883). Hay placa y un relieve con su cara. Al lado, en el número 6, Otto Horcher, afamado restaurador nazi, abre su establecimiento en 1943. Los franquistas llevan aprendiendo a comer allí desde entonces. Todavía están en ello. ¡Sieg Heil!, ay no, perdón, que me he confundido: ¡buen provecho! En 2022, el pitongo del Ayuntamiento le puso una placa: “Referencia gastronómica de Madrid”. Con su pan se la coma.
Un esquinazo entero de la plaza viene dominando una de las entradas de El Retiro: la Puerta de la Independencia. Allí se arremolinan las masas del turistariado, los vendedores de chucherías, los tuc-tucs modernos para los que no dan un paso y las paradas para los que esperan el autobús. Casi inadvertido, hay allí un mojón de piedra que da fe de que estamos en plena Cañada Real Galiana, de ahí que una vez al año la plaza se llene de ovejas de cuatro patas. El resto solo las hay de dos. Cruzando Alcalá por el lado este, hay un triángulo de acera estratégicamente colocado para que el personal saque “la foto”. Hasta le han puesto dos bancos de piedra para las fotos de familia con la puerta al fondo. No falla. Si siguiéramos Alcalá arriba encontraríamos la iglesia de San Manuel y San Benito, de Fernando Arbós y Tremanti. Neobizantina, planta de cruz griega y torre tipo campanil a la italiana. Muy bonita. Alberga a agustinos: muy feos. Durante la guerra fue la sede del comité ejecutivo del PCE: duró muy poco. Más allá, la estatua ecuestre del Generalísimo Baldomero Espartero, obra de Pablo Gilbert Roig. Lo más notable del monumento son los huevos del caballo, famosos en la Villa y Corte desde que se acuñó la frase “tener más cojones que el caballo de Espartero” como muestra de arrojo y valentía. Es marca de la casa. El mismo escultor hizo la semblanza ecuestre del Marqués del Duero y el noble bruto presenta similares atributos con generosidad. Y frente a Espartero, las Escuelas Aguirre, bellísima pieza neomudéjar obra de Emilio Rodríguez Ayuso. Ya no es escuela, el alma del ladrillo se ha impuesto: hoy es la Casa Árabe. ¡Allahu Akbar!
Hoy la Puerta la han tapado con un trampantojo para turistas. Lonas simulan la puerta, el cielo. Signo de los tiempos. Todo es fake
Volvamos a la plaza. Los números 5 y 6 conforman un formidable edificio de mucho ringo rango. Gran despliegue de cuarzo, feldespato y mica, alías granito. Fue levantado en 1933 para acoger el Fénix Peninsular, de ahí el pajarraco enorme que anida en la fachada. Ha pasado de mano en mano, como la falsa moneda. Hoy lo detenta Mapfre, que alquila oficinas carísimas a empresas de mamoneos financieros, que es donde está la pasta de verdad. En su momento vivieron allí apellidos ilustres del latrocinio nacional: Alcocer, Villar Mir, Gómez Acebo… La llamaban la casa de los ricos. Hoy sigue habiendo ricos, pero ha cambiado el acento: ahora suena el venezolano, mi hermano. Debajo, una larga hilera de terrazas que da la vuelta a la plaza. No son terrazas cualesquiera, sino muy exclusivas. Tienen cinco o seis mesas de fondo y ocupan el 80% del espacio público. Apenas dejan un pasillo para el viandante: lógico, las terrazas pagan canon municipal y el peatón no. Puro negocio, estamos en Madrid. En muchas de ellas hay una cubitera enfriando el champán a la espera de la distinguida clientela. Ahí vuelve a sonar por doquier el cálido acento venezolano. A ver si la independencia de la que se jacta la plaza es la de esa república bolivariana que se emancipó del Reino de España… Nunca se sabe.
En los años 80, tan divertidos ellos, se puso de moda mirar la Puerta de Alcalá al son de una cancioncilla de ese ente bicéfalo llamado Victoryana. Fue el principio de un neocasticismo que no anunciaba nada bueno. Si Madrid tenía una seña de identidad era precisamente no tenerla, ser una ciudad de aluvión donde se respiraba la solidaridad de tener que sobrevivir en un entorno hostil. Todo ha cambiado: a peor. Ahora Madrid pretende ser una ciudad guapa para guapos. Al resto, que los zurzan. Así la publicita la virgen dolorosa que nos domina con chascarrillos de macarra pija. En fin, haremos caso a la canción y miraremos la Puerta de Alcalá. Está en obras. ¿Raro, no? Lo malo es que el Consistorio da largas al presupuesto para seguir con la remodelación, así que la cosa va para largo. O sea, que han empezado la puerta por el picaporte, como otros empiezan la casa por el tejado. En 1993, detentando la alcaldía la folclórica del Manzano, fue la última restauración de la puerta. La cubrieron con unos magníficos murales de Mingote alusivos a la plaza y su entorno. Daba gusto verlos. Hoy la han tapado con un trampantojo para turistas que quieren tirar la foto. Las lonas simulan la puerta, el cielo, incluso las vistas a través de los vanos, incluida la grosera imposición de la Torre de Valencia. Signo de los tiempos. Todo es fake, falsedad bien ensayada, estudiado simulacro. Pero cuela.
La puerta es uno de los grandes inventos de la humanidad. Como la rueda. Una puerta marca los límites entre dentro y fuera, pone coto a extraños, conserva la intimidad. Por otro lado, literalmente, es un símbolo de ofrenda a los demás, de empatía: abre puertas. Las hay de todo tipo: correderas, batientes y...
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Ricardo Aguilera
Iba para biólogo pero las cosas se torcieron y devine en periodista. Por favor, no se lo digan a mi madre.
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