El lobo estepario
Juglares, bufones y colegas del humor
Pocos se ríen de sí mismos en el país “más gracioso” del mundo
Miguel Ángel Ortega Lucas 25/12/2023
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Servidor entrevistó una vez a Oriol Junqueras. Fue en Bruselas, en el año 2009 de Nuestra Señora Recesión. Uno era becario y al otro no le conocían ni los camareros de plaza Luxemburgo, pero se trataba de un europarlamentario de nacionalidad española –con perdón–, y ése era el quid. Dos cosas recuerdo de aquella charla en su despacho. Una, el celo de guardaespaldas que su asistente, veinteañero como el plumilla, guardó todo el rato (cual temiendo que detuvieran a su jefe de un momento a otro). La otra, relacionada con ésta, fue la alarmante, casi conmovedora falta de sentido del humor de Junqueras. Uno trataba de ser distendido, pero él oteaba desde su ojo pirata como en una partida de naipes del Caribe, amartillando un arcabuz por debajo de la mesa.
Dejando aparte a Junqueras –de quien sabemos lo justo–, temo que la gente sin sentido del humor es la más peligrosa, porque alguien que se toma demasiado en serio la vida es alguien que se toma demasiado en serio a sí mismo: es decir, a su idea fija de lo que es la vida. De modo que será capaz de cualquier cosa. Y verá muy lógico invadir Polonia (me refiero a Hitler, no a Junqueras) si es que es eso Lo Que Hay Que Hacer.
Temo que la gente sin sentido del humor es la más peligrosa
El presentador de televisión Pablo Motos –que es el quid aquí, a priori– no parece serio en absoluto. No podría serlo para dirigir un programa como El Hormiguero, imbatible en su franja horaria hispánica por una astuta mezcla que incluye canto y baile de instituto, tertulianos (“cómicos”) de barra de after-hours y entrevistas largas a gente conocida, a veces de verdadero interés –de ahí que su público sea mucho más variado de lo que sus detractores pretenden–. Ya era habitual que le dieran cera por sus preguntas a algunas invitadas; ahora se la dan quienes sostienen que su equipo presiona a humoristas y medios de comunicación para que no se hagan chistes sobre él. Algo más sangrante –señaló el comunicador que abrió la veda, Facu Díaz– por quejarse Pablo Motos de falta de libertad de expresión en España. Ratificaron a Díaz algunos colegas del gremio. Pero Motos no ha dicho esta boca es mía, sabedor de que es mejor callar mientras otras Grandes Polémicas hacen olvidar el tema.
Dejando aparte a Motos –de quien sólo sabemos que tiene una guitarra muy chula, y que está fuerte que te cagas–, cabe matizar que en España la libertad de expresión es siempre dudosa, porque lo que hay aquí, a espuertas, es libertad de explosión: el derecho inalienable a echar pestes bíblicas en cuanto algo o alguien nos toca un poco la entrepierna. Ya dijimos aquí hace tiempo que siglos de Inquisición en vena dejan una huella indeleble. De modo que, en un país de casi nula tradición democrática, asfixiado por espadones, terratenientes y sotanas, es comprensible que la gente llevara la guasa hasta las últimas consecuencias, por ser una de las pocas vías de desahogo en una realidad infamante. No sería un lujo reírse, sino una cuestión de supervivencia psíquica y moral. Al no poder hablar de verdad casi nunca en público, y con muy pocos en privado, hacer un chiste sería el único desquite en cuanto pasaba el temporal del cura, la palmeta del maestro-escuela y la patrulla de la Guardia Civil. Esto debió de contribuir para que España diera fenómenos como el Quevedo más sangriento y, en un registro más piadoso, el Cervantes de El Quijote. Pero, por lo que sea, de éstos hay muy pocos.
Lo que sí abunda es la bilis en crudo; la mala follá de un país que se cree “el más gracioso” del orbe pero que salta como una folclórica en cuanto le tocan el equipo de fútbol, el carné político o la virgen del Santo Soponcio. De ahí que muchos que se hacen llamar humoristas sean en realidad hinchas del dudoso arte de reírse del otro. Saben que lo que más funciona –y lo más cómodo para su posición– es atizar los instintos primarios de la parroquia; no hacer una broma afilada para cuestionar al discrepante, sino postrarlo, acuchillarlo. Hasta la RAE define así la palabra sátira: discurso o composición “cuyo objeto es censurar o ridiculizar a alguien o algo”. Lo cual tiene más que ver con el mencionado desahogo que con el talento y la voluntad de mejorar el mundo a base de señalar sus miserias, que es de lo que trataría la cosa. En España, El Mundo Today es noble ejemplo de esto último; por ingenio a toda prueba, pero también porque reparten estopa universal sin casarse con nadie.
El verdadero sentido del humor es subversivo, al desenmascarar lo absurdo o hipócrita de cualquier situación
Porque el verdadero sentido del humor es subversivo, al desenmascarar lo absurdo o hipócrita de cualquier situación. El humor consiste en saber mirar. Lo cual implica valentía: señalar lo que nadie se atreve, lo que al poder –llámese gobierno, empresa o “seguidores”– no le va a gustar en absoluto.
Ejemplo prístino: lo que el cómico Ricky Gervais hizo en la ceremonia de los Globos de Oro 2020. Felicitó a la compañía Apple por “dirigir talleres clandestinos en China”, y pidió a éstos y a los directivos de Disney y Amazon que, en caso de ser premiados, se ahorraran los discursitos solidarios porque no estaban “en posición de dar lecciones a nadie”. De corolario, comparó una película de Sandra Bullock en la que “la gente sobrevive haciendo como que no ve nada” con “trabajar con Harvey Weinstein”, el todopoderoso productor condenado por delitos sexuales a quien tantos quisieron mucho durante décadas. “Vosotros lo hicisteis; no yo”, zanjó ante los resoplidos de las estrellas: “Así que cerrad la puta boca”.
Ironía tronchante: en la patria de “lo políticamente correcto”, donde suena un pitido cuando alguien dice un taco por la tele, a nadie se le ocurre censurar, ni antes ni después de la emisión, lo que fuera a decir Gervais, bien conocido kamikaze, en un acto del star-system seguido en todo el planeta. Ahora imaginemos lo mismo en los simpáticos y españoles premios Goya, donde cualquiera puede decir “caca” sin censuras. Imaginemos al gracioso de turno soltando no puyitas inocuas, sino las verdades del barquero de “la gran familia del cine español”. A ver si le dejaban hacerlo, antes. Y a ver cómo cambiaba su situación laboral, después.
La diferencia entre un cómico de verdad y un bufón de la corte (cortesano) es que el bufón está a sueldo del rey, sabe que jamás podrá decirle ciertas cosas aunque todos a su alrededor finjan que sí. El juglar, el pícaro (alguien en general con poco o nada que perder), es aquel niño del Traje nuevo del emperador que dice en voz alta lo que todo el mundo ve y nadie tiene huevos a decir: que el rey va desnudo, porque el supuesto traje no existe.
Para hacer verdadera sátira hay que jugársela. Y el primer paso es reírse de uno mismo en el espejo, antes de arrojarlo a nadie, porque ninguno estamos libres de ser gilipollas en algún momento del día. Si este mundo es miserable, injusto y ridículo, algo tendremos que ver nosotros, que lo hacemos a diario. “¡Si esto es el infierno, y yo no estoy fuera de él!”, escribió Christopher Marlowe, autor inglés de comedias. De ahí aquello de Woody Allen cuando decía que jamás sería miembro de un club que le aceptara como socio: está diciendo que ni él se juntaría consigo mismo. De ahí el último chiste de Groucho Marx, grabado en su lápida: Perdone que no me levante. Porque estar tumbado ante las visitas, aun muerto, es de muy mala educación.
El humor debiera servir, en última instancia, para reírnos juntos y aliviar el peso de la vida; para entender que las miserias del mundo son también las nuestras, y que el “Bien” y el “Mal” son dos arlequines impostores. Resumió esto de manera magistral, precisamente con un chiste y entrevistado por Jesús Quintero, quien es con seguridad el mejor cómico español vivo –juglar, erudito y yogui–, Rafael Álvarez el Brujo: “Uno de un pueblo me dijo: malo es que te roben una burra; bueno es que te la robe yo”.
Servidor entrevistó una vez a Oriol Junqueras. Fue en Bruselas, en el año 2009 de Nuestra Señora Recesión. Uno era becario y al otro no le conocían ni los camareros de plaza Luxemburgo, pero se trataba de un europarlamentario de nacionalidad española –con perdón–, y ése era el quid. Dos cosas recuerdo de...
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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