HETEROPATRIARCADO
Culpable y mala
Sobre las respuestas a una agresión
Victoria Borrás Puche 13/01/2024
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Hace unos días nos agredieron por la calle. Acabábamos de salir de presentar Nosotras vinimos tarde en la Librería Suburbia. En esa misma librería, punto de encuentro de lecturas y miradas críticas, unas semanas antes se había estado impartiendo un taller sobre qué hace la policía y cómo podemos vivir sin ella. Pero esa noche habíamos estado hablando del libro de Elisa Coll. En concreto, dedicamos bastante tiempo a reflexionar sobre ese discurso crítico que es antídoto y la vez veneno, que nos hace sentir orgullosas por formar parte de la mirada que se cuestiona las cosas y que cree hay otra manera, una mejor; pero que a la vez, y de manera inevitable, nos fiscaliza las emociones e hipervigila nuestros actos, que nos lleva a la culpa y a sentir que no estamos a la altura de nuestros propios pensamientos.
Desde un lugar de compasión y permiso, hablábamos de cómo el activismo y los discursos teóricos que tanto nos construyen a nivel identitario y colectivo, también nos han acabado situando en un espacio de rigidez y falta de imaginación que, en ocasiones, se nos instala en el cuerpo y nos deja inmóviles, que nos atenaza la emoción y nos impide el habla, porque, como dice Wiener: “La teoría ya me la sé, pero cómo hago para metérmela en el cuerpo”. Compartíamos todas las veces en las que la contradicción entre la emoción y el pensamiento nos hacía sentir culpables, o malas feministas, o unas hipócritas. Desde ese lugar, nos dimos permiso para el conflicto interno, para la incoherencia, para la ternura. Colectivizamos esas culpas y nos reímos de nosotras mismas y de los ataques de ansiedad mientras freímos huevos explotadores. Y con toda esa ristra de permisos que nos hacía sentir reconciliadas con nosotras mismas y perdonadas y validadas, salimos flotando de la librería en busca de algo que cenar.
Y entonces, ocurrió. Entre risas y con paso firme, nos fuimos derechitas al lugar equivocado en el momento equivocado. De la nada, un hombre sobrevenido por la ira empezó a perseguirnos, con su patín en ristre, al grito de “maricones de mierda”. De nada sirvió intentar evitarle. En cuanto tuvo la ocasión, se colocó delante de mi pareja –otro hombre– y le lanzó un escupitajo en la cara. Yo, que tengo un sistema de respuesta bastante paradito, me quedé tiesa al lado de mi pareja. Él, algo más espabilado, decidió plantarle cara al hombre que le había agredido. Y entonces apareció: la vergüenza.
Mientras todo ocurría, por mi mente fueron desfilando todas las posibles respuestas y, simultáneamente, el juicio exprés que las convertía en una evidencia más de lo poco deconstruida y altamente partícipe del sistema opresor que en el fondo soy: ¿De verdad va a plantarle cara a este tío? Va a parecer que estoy con un machirulo que va pegándose por la calle con la gente, y Elisa se dará cuenta de que nunca debió publicar conmigo porque soy una mala feminista. Porque claro, si un hombre agrede a una mujer yo tengo clarísimo lo que hay que hacer, me lo sé todo. Pero si un hombre agrede a otro hombre, de pronto ya no me salen más que las palabras testosterona y masculinidad tóxica ¿Quizás debería llamar a la policía? Pero cómo voy a recurrir a las fuerzas opresoras del orden, si vergüenza me daría ser policía. ¿Debería interponerme entre ambos en acto de resistencia a la socialización heteropatriarcal que nos dice que los hombres son los protectores en estas situaciones y no a la inversa, a pesar de que es evidente que aquí la única con cero probabilidades de salir victoriosa de una pelea a hostias soy yo? Además, a saber qué le pasa a este hombre, que lo mismo está borracho o drogado y es una pobre víctima del sistema. Pero vaya, que yo lo único que sé de él es que va por ahí con envidiable destreza subido en su skate, insultando y agrediendo a la gente, que no sé el paternalismo ahora de dónde me viene, y además, ¿por qué estoy defendiendo al agresor de mi pareja?
La crisis había pasado, pero yo seguía dándole vueltas al tema. ¿Por qué las emociones primarias que surgieron en mí fueron la vergüenza, la huida, y después la culpa? ¿Por qué me parecía que responder con enfado a que alguien te escupa en la cara estaba mal? ¿Por qué, en un contexto de violencia, me parece mucho más lícito salir huyendo y tragarme el asco que enfadarme, plantar cara, decir a mí no me toques, defender el cuerpo del ataque de otro? Me vinieron a la mente todas esas otras agresiones físicas que he vivido a lo largo de mi vida. Aquella, en párvulos. Esa otra, después del partido de balonmano en el colegio. Aquella en la puerta del instituto. O la de aquel hombre, o la de aquel otro. En todas las ocasiones, mi respuesta fue siempre la misma: la parálisis y la vergüenza primero, la vergüenza y la culpa después.
Con el cuerpo raro y sin saber muy bien qué decir, nos volvimos para casa. Me esperé a que el resto se fuera a dormir y me pegué mi lloradita silenciosa, avergonzada y culpable. A pesar de que hacía apenas un momento que habíamos construido ese lugar de ternura, compasión y generosidad en la presentación del libro, solo hizo falta un quiebro para que todas esas ideas luminosas se fueran al garete y apareciesen los juicios, y también el castigo a esas otras formas de resistencia que se consideran “no hacer nada”, como lo son evaluar la situación y, quizás, quedarse quieta.
Aunque ahora, y desde otro lugar, me resulta algo cómica la imagen de andar dándole vueltas a las referencias bibliográficas que apoyarían o desestimarían tal o cual respuesta mientras está teniendo lugar un acto de violencia, una vez más y a pesar de todo, el discurso prevalece sobre el cuerpo.
Hace unos días nos agredieron por la calle. Acabábamos de salir de presentar Nosotras vinimos tarde en la Librería Suburbia. En esa misma librería, punto de encuentro de lecturas y miradas críticas, unas semanas antes se había estado impartiendo un taller sobre qué hace la policía y cómo...
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Victoria Borrás Puche
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