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Las historias de dos mujeres, Teresa y Elisa, con edades y trayectorias de vida muy diferentes, se van cruzando y acompañando a lo largo de todo el relato de Nosotras vinimos tarde (Editorial Amor de Madre), la primera novela de Elisa Coll (Madrid, 1992), autora de Resistencia Bisexual. La escritora explora temas como la bisexualidad, el fracaso, las casas queer, las redes de amigas… Y lo hace a través del diálogo entre Teresa, una pionera del feminismo y el activismo queer y rural, y Elisa, una joven que está tratando de entender cuál es la vida que quiere vivir. “Todo el libro se va vinculando a la historia de Teresa como espejo de posibilidades: no a sus posibles respuestas sino a las preguntas que se hace la narradora”, resume la escritora madrileña.
Un concepto que recorre todo el relato del libro es el de casa, entendido más allá de la concepción heteronormativa que se vincula con la monogamia, la familia tradicional, etc. Aquí tiene más alcance: es un bar, son las amigas y puede ser, incluso, la cárcel, tal y como cuenta Teresa. Me interesa esta deconstrucción que hace de la casa en la novela.
Este tema me obsesiona mucho. Para mí, una casa entendida desde un punto de vista queer es más una estrategia de convivencia que un espacio en sí. Hemos crecido aprendiendo, dentro del marco capitalista y heterosexual, que la casa es un sitio que debemos adquirir y que será para siempre el espacio en el que viviremos con nuestra pareja y con nuestra posible descendencia.
Si desde lo queer estamos desmontando el concepto de familia, de pareja y estamos cuestionando el concepto de amor romántico, tiene sentido que también las casas para nosotras sean algo a desmontar. Siempre he pensado que las casas tienen que ser para siempre, y sentir que las casas queer pueden ser temporales es algo muy liberador. En el libro se explora el concepto desde ahí. La narradora está buscando algo sólido a lo que aferrarse y, al final, una de las cosas que aprende es que lo que no dura para siempre no es menos real. Dentro del marco de la bisexualidad, donde siempre nos han dicho que estamos en una fase, desde el activismo hemos respondido que nos quedamos a vivir en esta fase y aquí nos vamos a hacer una casa. Para mí este concepto es también eso, el habitar un interrogante y habitar un sitio que todo el mundo piensa que deberías dejar atrás.
Sentir que las casas queer pueden ser temporales es algo muy liberador
Para algunas personas las casas y calles suponen un espacio de violencia, y la casa puede ser cualquier espacio en el que nos sintamos a salvo. Como, por ejemplo, el bar que aparece en el libro, la Santa Sebe, donde las personas como Teresa y sus amigues podían sentirse a salvo cuando en sus propias casas recibían violencia. Yo en mi vida también he sentido que algunos espacios externos eran mucho más mi casa que el lugar al que me iba a dormir por las noches, y por eso me parece tan importante que pongamos el foco también ahí y no sólo en la pareja, en las amistades… Sino también en qué clase de espacios construimos juntes una vez encontramos esa “familia elegida”.
La vida de Teresa y la vida que empieza a construir Elisa son vidas no normativas: el vivir con tus amigas y que este proyecto no sea algo transitorio “mientras estamos solteras”, sino que sea un proyecto vital en sí mismo. Sin embargo, hay un momento en el que Elisa habla de la soledad que al principio sienten las personas que eligen otras formas de convivencia. Sabemos que el sentimiento de soledad es muy poderoso y nos puede llevar a no arriesgarnos a vivir la vida que realmente queremos. ¿Cómo luchamos contra eso?
Creo que vivimos todas con el miedo de que nuestras amigas nos vayan a dejar por sus parejas. Es un miedo que pensaba que solo tenía yo y, hablando con otras personas, me he dado cuenta de que no, al final casi todo es colectivo. Ese miedo que acompaña la decisión de proyectar tu convivencia de una manera diferente siempre va a estar ahí, el miedo a quedarte sola en el barco, el miedo a preguntarte si el resto de la gente lo está haciendo porque de verdad tiene un compromiso o lo dejará cuando tenga un proyecto que encaje mejor con la norma. Incluso, si yo misma lo estoy haciendo porque creo en esto o, en el momento en que tenga una alternativa más cómoda, me iré por ahí. Es muy difícil navegar estas inseguridades sin hacer un juicio moral hacia quien elige vivir en un marco que podemos entender como más normativo. De hecho, hay personas que conviven de esta manera y aun así forman parte de una comunidad que también es una casa y que nos hacen sentir a salvo. Hay dos personajes que son amigas muy cercanas de la narradora, que no por vivir en pareja son menos casa para ella.
Es muy fácil caer en esas trampas entre nosotras, pensar que si alguien se ha ido a vivir con su pareja eso significa que está absorbida por la norma. Hay también factores materiales como el precio de los alquileres, la manera en la que están diseñadas las casas que son totalmente parejocéntricas, la precariedad laboral… Y todo eso también está desperdigado por el libro. Al final es lo que dice uno de los personajes, Yara, “esto va de no soltarse la mano y de tener conversaciones claras entre nosotres y decir no sé cómo va a ser nuestra casa, pero quiero que la hagamos juntes”.
La narradora no puede quitarse de encima la sensación de fracaso en todos los ámbitos, este sentimiento continuo de no alcanzar unas metas impuestas por una misma, pero también por la sociedad, pero sí que tengo la sensación de que poco a poco a lo largo del libro aprende a abrazar ese fracaso. ¿Cómo lo hacemos?
Detectando que el relato hegemónico sobre éxito y fracaso es una trampa y bajándolo al cuerpo, que es algo que yo no he logrado aún. Esperaba que escribiendo el libro lo alcanzaría, me lo puse como autoterapia, pero me ha salido fatal. Si no tienes medios materiales para alcanzar eso que consideramos éxito siempre vas a tomártelo como un fallo individual. ¿Dónde pone el relato hegemónico el foco de lo que es un éxito? No se valora como un éxito el que tengas un entorno en el que te sientas a salvo, no se habla de éxito cuando consigues salir del armario o tienes una amistad longeva. Incluso cosas que la narrativa hegemónica considera éxitos, como comprar una casa… Si lo haces demasiado tarde ya no es un éxito, es un fracaso, que es lo que le pasa a Teresa. Hay un momento en el libro en el que se dice que el fracaso no era algo de lo que huir sino que siempre había sido una puerta. Es una puerta que nos da mucho miedo abrir. En lugar de huir de aquí, voy a hacer una casa en este sitio que siempre me habían dicho que era un lugar de paso y vamos a ver qué ocurre.
La novela trata un tema aún tabú como es la violencia intragénero [en parejas del mismo género]. En el libro En la casa de los sueños de Carmen María Machado, al que tanto usted como Alana Portero en el prólogo hacen referencia, se habla del silencio archivístico o la violencia del archivo, aludiendo a todas esas historias que no se cuentan y de las que no queda registro. ¿Por qué cuesta tanto hablar de esto y por qué es importante romper este silencio?
Es muy peligroso silenciar la violencia en relaciones queer
A mí me cuesta hablar de violencia intragénero porque hay una voz en mi cabeza que me dice que entonces estoy dándole la razón a la derecha cuando dice que la violencia no tiene género. Este es un recurso muy manido que precisamente las mujeres bisexuales tenemos la capacidad de romper, porque nosotras hemos podido vivir relaciones de violencia machista y también de violencia intragénero. Pero estamos tan obsesionadas con marcar la diferencia que al final hemos llegado a silenciar la violencia cuando no es machista. Nos da muchísimo miedo hablar de que los mecanismos que se utilizan en la violencia intragénero están sacados del manual de las violencias machistas y del amor romántico porque la diferencia no está en las estrategias, la diferencia está en el poder que tiene quien las pone en práctica. Es muy peligroso silenciar la violencia en relaciones queer, porque si ya es difícil detectar la violencia de género, imagínate lo difícil que tiene que ser detectar la violencia en un espacio en el que te han dicho miles de veces que no hay violencia, que una vez que dejas de tener relaciones afectivas con hombres esto va a ser un espacio seguro. Eso es lo que le pasa a la narradora. No es capaz de detectar la violencia hasta que llega a unos límites muy altos, igual que la protagonista de En la casa de los sueños, que decía que era imposible que una mujer le hiciera eso a ella.
Me interesa la reflexión en torno a la idea de víctima: cuesta nombrarse así, pero al mismo tiempo también es difícil quitarse esa etiqueta después, una vez te has conceptualizado de esa manera. Por otra parte, a veces, tenemos tan interiorizado que hemos sido víctimas que se nos hace difícil ver las violencias que podemos ejercer.
El síndrome de la impostora lo tenemos también cuando recibimos violencia porque sentimos que no es suficiente. Pensamos que no nos podemos nombrar como víctimas hasta que no alcancemos un cierto nivel de violencia, que nunca va a llegar. Para mí fue muy difícil darme cuenta de que yo había sido víctima de violencias, tanto violencia machista como violencia intragénero. Me costaba mucho usar esa palabra. De hecho, voy alternando entre víctima y superviviente. Tenemos miedo a la palabra “víctima” porque remite a una fragilidad, a una vulnerabilidad, y tú quieres mostrar que eres fuerte, por eso eres superviviente. Una vez que reconoces que has sufrido violencia, muchas veces esto se incorpora a tu identidad y hace que no te des cuenta de que estás creando un escudo hacia el resto de tus relaciones (de pareja, de amistad, etc.). Es muy peligroso creerte la víctima de todas las situaciones que te ocurren porque eso te exime de responsabilidad, una víctima no tiene control sobre lo que está pasando. Entrar en una relación de pareja o de amistad sintiendo que tu rol es el de víctima hace que sea más difícil darte cuenta si tienes comportamientos agresivos o violentos, y va a ser mucho más complicado decírtelo. La palabra víctima se convierte en algo muy identitario y por eso cuesta tanto reconocerse ahí y luego también salirse de ahí. Creo que sería más útil para todo el mundo saber que ser víctimas de violencia es un estado transitorio, no es un rasgo identitario. Tiene el mismo peligro no reconocerte como víctima que perpetuar esa identidad para siempre.
Las historias de dos mujeres, Teresa y Elisa, con edades y trayectorias de vida muy diferentes, se van cruzando y acompañando a lo largo de todo el relato de Nosotras vinimos tarde (Editorial Amor de Madre), la primera novela de Elisa Coll (Madrid, 1992), autora de Resistencia Bisexual....
Autora >
Sara Plaza Serna
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